Me guardo un trozo de pan en el bolsillo
para que se lo coman las hormigas
porque el luto eterno da hambre.
El trabajo sin pausa.
Recorrer una piel y darle la vuelta,
haciendo cosquillas.
Me basta meter la mano en el bolsillo.
Decirles que la comida está lista.
Llamarlas desde lo hondo
de una cicatriz de mi pelo,
o desde el fondo del remordimiento
de todas las hormigas a las que maté.
Desde la sabiduría
de las que atraje con azúcar
para juntarlas en un pañuelo húmedo
cuando ya eran plaga en la casa.
Sus cadáveres diminutos,
negros, brillantes,
como ojos fijos,
como ojos sabios,
con imperceptibles patas
que todavía se movían,
los recogí en una cajita de fósforos,
para que no tengan frío.
Las migas del pan del mundo,
en todos mis bolsillos
no son suficientes
para comer esta pena.
A veces sueño que las hormigas
duermen conmigo.
Las llamo,
compañeras, se detienen,
en la yema de mi dedo índice,
me muestran un camino.
Cierran los ojos y regresan
al cielo de las hormigas
que es blanco, nítido,
como el azúcar mortal.
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