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domingo, 21 de febrero de 2016

Entre la vida y yo había un cristal tenue


En esta exhibición de ventana, de vitrina doméstica, voy acomodando aquello que me hace feliz con verlo, que quiero que el resto vea, con esa concepción desinteresada de la belleza, que gratifica por el encuentro, por la impresión que se queda en la memoria, no por la posesión de quien mira. La delicadeza transparente de vidrio, de cristal tenue, que permite ver únicamente la cara que se muestra, pero no palpar, no dar la vuelta, no poderse llevar a la casa las cosas, es parecida a la dignidad de un mueble que resiste al paso de los años cubierto por una capa plástica. La mica, el vidrio, el plástico, convierten la cercanía en abismo. El vidrio protege, pero aísla: qué pensarán las cosas que están dentro, de quienes contemplamos desde fuera a través del filtro infranqueable.


Entonces, abrir una vitrina, romper un vidrio, despegar un plástico, remover un cristal, son actos revolucionarios que permiten tocar, oler, conocer, pero que dejan en la absoluta vulnerabilidad el objeto que protegían desde la invisibilidad. Y que la lluvia ya no empañe el paisaje, que no lo fragmente con gotitas como de rocío que distorsionan la realidad con ilusiones ópticas pegadas a los lentes. Tenía lentes y odiaba cómo empañaban la visión de las cosas cuando hacía calor, o cómo las multiplicaban en la lluvia, o cómo las alejaban para siempre cuando estaban ausentes. Ahora no los tengo y los extraño a veces. ¿Quién protege a mis ojos del mundo de cosas que no quiero ver? ¿Por qué tengo que ver la realidad como es, sin una película cristalina que se imponga entre la vida y yo?