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domingo, 26 de marzo de 2017

Trapito

El Trapito fue la primera mascota que tuvimos en la casa, desde que tengo uso de razón. Era un perro de una vez runita que no sé cómo exactamente llegó allí. El primer recuerdo que tengo del Trapito es de él muy diminuto, vestido con un ajuar de bebé, dormido en los brazos de mi mamá. Quizás queríamos darle calor, porque sabíamos que venía de una situación de encierro muy dura. Era un perrito mal acostumbrado. 

El Trapito, sin embargo, con los cuidados de mi mamá, se convirtió en un perro gigante. Tenía color café, de arequipe, con una característica mancha blanca en el pecho. Era alto, espigado y fuerte. Pronto mi mamá le mandó a hacer un collar de cuero repujado, en una talabartería del centro, para que no le confundieran con un perro abandonado, porque estaba acostumbrado a las andanzas. Recuerdo que nos hizo pasar varios apuros, callejero como era. 

Le gustaba hurgar en basureros y salir disparado cada vez que alguien abría la puerta. De hecho, en todo el barrio le conocían. Tenía una especial obsesión con los carros en marcha. Ladraba feroz y corría velozmente junto a cada coche que pasaba por la calle. A veces, de regreso de la escuela, le veíamos en lugares insospechados, paseando, en ocasiones solo, o con otros perros. Pero siempre regresaba. Destruyó en esa época todo lo que de madera había en la casa. Una mesa de centro, los tapices de los muebles y la puerta de entrada. Siempre teníamos miedo de que le pise un carro, o de que desaparezca. Pero conocía bien los riesgos de la calle y sus secretos y había aprendido a dominar las situaciones de peligro.

Mi mamá le cocinaba ollas enteras todos los días, de verduras y carnes. Devoraba cuanto alimento se le ponía encima. Era efusivo con las visitas y se abalanzaba cuan largo y pesado era, sobre todos los seres humanos. Cuando íbamos a la calle y teníamos la (mala) suerte de encontrarle, nos seguía. Nos acompañaba a la parada del bus. De hecho, un par de veces el perrito se subió, literalmente, en el bus. Tuvimos que hacer maniobras para que se bajara. Recuerdo también que alguna vez irrumpió en una bonita panadería que había cerca de la casa, con los panes dispuestos elegantemente en canastas, y metió su hocico en una de ellas, hasta robar una palanqueta. Y así, siempre nos metía en líos, desde la candidez y la torpeza de una efusividad adolescente.

Así era el Trapito, infinitamente entrañable. Llenaba todo. La casa era fría y en la época de invierno, queríamos vestirle para que no se enfermara. Rebelde como era, con la dentadura afilada de un león, hacía hilachas de las chompas que le poníamos. Nunca quiso dormir adentro, tampoco dormía siempre en la casita que le habíamos procurado. Le gustaba la intemperie y se tomaba enserio su labor de guardián. Mi mamá le amaba particularmente al Trapito, porque le acompañaba en las largas horas que dedicaba a estudiar y a trabajar de noche. Él se acostaba en sus pies para abrigárselos mientras ella se quemaba las pestañas. Así consiguió mi mamá que fuera dulce el tiempo de estudio y trabajo, hace veinte años ya, cuando la vida era mucho más dura, nosotras pequeñas todavía. 

Como dijo Cernuda; ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño? Los años en la infancia parecen pasar más lento. Yo tenía ocho años cuando el Trapito llegó a nuestras vidas y parecía que había estado en la casa una eternidad. Así que el perrito era parte de una historia que recién comenzaba. Cuántos juegos, cuántos accidentes infantiles, cuántos paseos, cuántas conversaciones tuvimos con él. Recuerdo nítidamente cada gesto del Trapito. Era como el hermano que nunca tuvimos. 

Los inviernos fueron duros en 1996. Ese año marcó mi vida particularmente. Cumplí diez años, Abdalá Bucaram subió al poder, cada semana había un escándalo de corrupción, mis papás compraron la primera olla de presión, hubo quebrantos de salud en la casa, y un invierno crudo. El Trapito tenía entonces dos años. Estaba comenzando a ser un animalito sosegado, sus impulsos iniciales de destrucción se habían moderado considerablemente. Parecía el paraíso. Nos alegraba ver que, finalmente, comenzaba a ser educado y cortés. 

Estábamos en vacaciones escolares, a finales de julio, cuando el Trapito se enfermó gravemente, de manera inesperada. No sé con exactitud qué tuvo, pero fue algo respiratorio, pues echaba sangre por la boca. Le llevamos al veterinario y pasó varios días fuera. Días angustiantes y largos, como la tristeza de mi mami, el desconcierto nuestro y la soledad de la casa. Regresó un día y estaba muy débil. No tenía nada que ver con el perrito precioso, vigoroso, majadero y gamín que en dos años se instaló en la casa como uno más de nosotros.  

El cuatro de agosto de 1996, cumplí diez años. Ese día estuvo marcado por la agonía del Trapito. Hicimos todo lo que pudimos. Le cubríamos el cuerpito con caricias, conversábamos con él, le tapábamos para que no tenga frío. El cinco de agosto de 1996, le llevaron al veterinario. Mi mami regresó desconsolada de esa visita, con el cadáver de nuestro perrito. Del perro de toda la casa. Del perro del barrio. Del perro callejero por derecho propio, con la libertad por filosofía. Esa noche fue la más triste que tuve. Y será, posiblemente, una de las noches más amargas de mi existencia. Porque las alegrías de la infancia son desmesuradas y las tristezas también lo son. Luego de esos golpes durísimos de la vida, una aprende a moderar hasta los sufrimientos y a asumir a la muerte como parte natural de la experiencia en la tierra. Llorábamos sin consuelo. Fue la primera vez que tuvimos contacto directo con la muerte de un ser querido. Entender la muerte a los diez años fue una experiencia agria. 

En esa noche, recogimos con mis hermanas y primos, llorando, llorando, flores del patio de la casa. Hicimos con esas flores una cruz y una corona. Mis tíos cavaron en el patio una fosa honda, frente a la casa, en el lugar donde al Trapito le gustaba dormir. Mi mami no podía parar de llorar. Llegó mi abuelita, como presintiendo la profunda desdicha de toda la familia, de noche, con dulces y provisiones para brindar café y pan. Y le dijo a mi mami, "ya sé que no tienes cabeza para nada. Yo me encargo de todo. No me tienes que decir nada, yo sé que para vos el perrito era como un hijo". Así, le despedimos al perrito, a la mancha blanca de su pecho fuerte, a la humedad de su nariz, al olor penetrante de su piel. 

Mi mami guardó en un cajón el collar de cuero repujado que le mandó a hacer especialmente. El olor del Trapo se quedaría impregnado en la casa muchos años más. Cinco días después, Abdalá Bucaram asumiría la presidencia de la República, en los festejos de independencia patria.

Cada cinco de agosto me acuerdo de nuestro perrito. Le pido deseos mirando al cielo y sé que nos acompaña desde entonces.
Mi hermana Antonia, mi papi Marco Antonio y el Trapito. Una de las pocas fotos que conservamos de él. 1995, en el patio de la casa.

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