Blog de Pepita Machado, para dibujos, pinturas y escritos sobre feminismo, derechos, cosas que veo por la calle e inventos míos.
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domingo, 29 de julio de 2012
domingo, 22 de julio de 2012
La ranita Flavia. Un cuento involutivo y triste.
La ranita Flavia
Flavia, una rana de
grandes ojos negros y brillantes, salió un día expulsada de la boca de una
flor. Era un anfibio completo, de piel verde húmeda y patas ágiles, elásticas
como resortes. Curiosamente, no había sufrido el ciclo metamórfico de comenzar
como un huevo, eclosionar, convertirse en larva, en renacuajo e irse
construyendo como una rana adulta. Eso tan raro le causaba alegría. Las
criaturas resbalosas y frágiles, esos seres pequeños, le parecían feos y le
causaban una infinita compasión.
Cerca de la flor
estaba un charco de agua café oscura. El bosque en el que habitaba era un mundo
de árboles blancos que olía a tierra húmeda. A fin de procurarse alimento, Flavia
saltaba con la rapidez necesaria para capturar arañas, mariposas, escarabajos y
orugas con su lengua pegajosa.
De vez en cuando iba en busca de la frescura
del agua y nadaba en el estanque durante largas horas. En este recorrido
acuático se encontraba con microorganismos y plancton, compañeros de travesía
con quienes saludaba efusivamente.
Sin embargo, una
mañana, Flavia encontró que no todo en el bosque era bueno. No solo vivían allí
arañas, orugas, moscos y escarabajos. Estaban también los malos: reptiles, aves
y pequeños mamíferos hambrientos que gustaban de las ranas verdes. Para
defenderse de los rigores de la cadena alimenticia, Flavia aprendió a saltar
más alto y a esconderse dentro de hojas verdes como ella, de modo que sus
enemigos no la pudieran ver. La ranita sonreía gracias a la efectividad de sus técnicas de
camuflaje. Para expresar su dicha, agitaba con fuerza el párpado inferior al son de la
música que ofrecían los grillos desde el bosque.
Corría el mes de
agosto cuando Flavia cayó gravemente enferma. Julia, una rata de bigotes
gruesos, le brindó cuidados durante su padecimiento. Con los días, a la rana le
era imposible alimentarse de insectos. Solo podía digerir algas y materia
vegetal. Nadie en el bosque se explicaba la razón de los dolores de Flavia. Los
animales del charco estaban muy tristes. La rana lanzaba gritillos de dolor
mientras sentía que su cuerpo se debilitaba.
Soportó ese estado durante una semana. El lunes siguiente, despertó aún más incómoda.
Sentía detrás la presencia extraña de una cola húmeda y resbalosa. Quienes iban
a visitarla, comentaban en voz baja los cambios en el aspecto de su compañera. Sus
signos vitales se redujeron al mínimo, hasta que la sabia rata, al presentir de
lo que se trataba por la respiración entrecortada del anfibio, tomó el cuerpo y
lo introdujo en un charquito junto a su nido.
A la semana
siguiente, las ventosas de sus manos desaparecieron y en poco tiempo, no tenía
extremidades anteriores. Pasaron tres días y medio y sus patas traseras se
debilitaron hasta evaporarse por completo. La anciana roedora que asistía a
Flavia, angustiada por este extraño fenómeno, observó afligida que había
perdido la osamenta y su cuerpo entero se redujo a una gelatina frágil, sin
huesos.
Los animales del
bosque visitaban a diario a la ranita. Incluso los moscos y las orugas, naturales
enemigos de Flavia, sentían tristeza por su enfermedad.
Finalmente, un
treinta de septiembre, ante el asombro de las criaturas presentes, en lugar de
la rana, un pequeño huevo de transparencia verde, flotaba en el lecho acuoso.
Comenzó a decrecer hasta convertirse en una cosa diminuta, que hubo de
desaparecer para siempre.
Flavia había
muerto. Mientras decoraban con flores y ramas olorosas el féretro de la difunta,
los habitantes del lugar cantaban melancólicas melodías funerarias. Las exequias
tuvieron lugar durante cinco días, en los que el bosque durmió para olvidar.
Luego de mucho debatir,
los miembros del consejo de animalillos del estanque llegaron a una conclusión.
Y comprendieron que la rana simplemente cumplió con su ciclo vital, aunque al
revés, porque nadie puede huir de su destino.
martes, 17 de julio de 2012
Un cuento mío
Resplandor perdido
Se
trataba de una criatura cuya longitud no excedía los cincuenta y un
centímetros. Con alas, transparentes y delicadas, que no tenían la
capacidad para elevar su cuerpo y significaban más que un medio de
transporte, un detalle pintoresco, intentaba abrirse paso y avanzar
firme. Los pequeños pies, que calzaban botas altas, al chocar uno con
otro y contra el suelo, producían un sonido agudo, más bien ruidoso y
molesto, propio de seres pequeños y similar al mismo tono de su voz.
Trasladábase
de un lugar seguro a sitios inciertos, que su imaginación figuraba
castillos estilo medievales con altas torres y dragones guardianes, no
sin varios obstáculos que superar, los que su mente dibujaba oscuros y
terribles y de los que, sin duda, saldría siempre ileso.
En
los ojos tenía una expresión acuosa, de aquellas almas que lloran
permanentemente, más bien tristes, pero no sin cierto brillo de
inteligencia y curiosidad por la vida. Las cejas, lanudas y espesas,
alcanzaban la longitud propia de las que enmarcan los rostros de los
ancianos. Su nariz era pequeña, a pesar de que en su vida los olores
tenían su importancia y las orejas, casi puntiagudas, guardaban la
suficiente cantidad de cera como para hacerle difícil la tarea de
escuchar lo que sucedía a su alrededor.
Era
grueso, un poco débil y las uñas de las manos, largas y llenas de
tierra y microorganismos, le procuraban la habilidad suficiente para los
reducidos menesteres que le ocupaban. Simplemente observaba el mundo a
través de la gelatina brillante de sus pupilas grisáceas y de vez en
cuando encontraba propicio juntar las manos para que se abrigaran al
roce y si tenía ánimo, elevaba una plegaria.
Entre
las cotidianas actividades domésticas, la lectura de periódicos de
semanas pasadas -que recolectaba en sus eventuales salidas a la calle-
el humo que lanzaba la hoguera donde extinguía una vez leídos los diarios, la fragancia a manzana cocinada –único alimento que le era
lícito consumir- y la textura de una espesa alfombra de la que se había
provisto en alguno se sus viajes, transcurría, minuto a minuto, su
precaria existencia.
Se
había cansado ya de vivir bajo la tierra, oscura y fría atmósfera, un
medio un tanto hostil, porque mantener un hogar subterráneo significaba
no solo pelear con la gravedad y los molestos
invertebrados, sino le obligaba a una lucha permanente contra los
mamíferos que allí se refugiaban cada invierno. Hacía algunos años ya, había decidido fijar su domicilio dentro del tronco de un viejo árbol de manzanas.
No
sé muy bien cuántos años tenía, a lo mejor más de cien. El vestuario,
bastante anticuado, compuesto por un ajuar de lana y un sombrero tejido
de telarañas, seguramente databa del siglo pasado. En aquel tiempo, me
atrevo a afirmar, tendría el resplandor de un príncipe, envuelto en seda y con el pie convenientemente enfundado en botitas de suave piel.
Escrito en febrero de 2008.
miércoles, 11 de julio de 2012
domingo, 8 de julio de 2012
viernes, 6 de julio de 2012
domingo, 1 de julio de 2012
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