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domingo, 22 de julio de 2012

La ranita Flavia. Un cuento involutivo y triste.



La ranita Flavia

Flavia, una rana de grandes ojos negros y brillantes, salió un día expulsada de la boca de una flor. Era un anfibio completo, de piel verde húmeda y patas ágiles, elásticas como resortes. Curiosamente, no había sufrido el ciclo metamórfico de comenzar como un huevo, eclosionar, convertirse en larva, en renacuajo e irse construyendo como una rana adulta. Eso tan raro le causaba alegría. Las criaturas resbalosas y frágiles, esos seres pequeños, le parecían feos y le causaban una infinita compasión.

Cerca de la flor estaba un charco de agua café oscura. El bosque en el que habitaba era un mundo de árboles blancos que olía a tierra húmeda. A fin de procurarse alimento, Flavia saltaba con la rapidez necesaria para capturar arañas, mariposas, escarabajos y orugas con su lengua pegajosa.
 De vez en cuando iba en busca de la frescura del agua y nadaba en el estanque durante largas horas. En este recorrido acuático se encontraba con microorganismos y plancton, compañeros de travesía con quienes saludaba efusivamente.  

Sin embargo, una mañana, Flavia encontró que no todo en el bosque era bueno. No solo vivían allí arañas, orugas, moscos y escarabajos. Estaban también los malos: reptiles, aves y pequeños mamíferos hambrientos que gustaban de las ranas verdes. Para defenderse de los rigores de la cadena alimenticia, Flavia aprendió a saltar más alto y a esconderse dentro de hojas verdes como ella, de modo que sus enemigos no la pudieran ver. La ranita sonreía  gracias a la efectividad de sus técnicas de camuflaje. Para expresar su dicha, agitaba  con fuerza el párpado inferior al son de la música que ofrecían los grillos desde el bosque.

Corría el mes de agosto cuando Flavia cayó gravemente enferma. Julia, una rata de bigotes gruesos, le brindó cuidados durante su padecimiento. Con los días, a la rana le era imposible alimentarse de insectos. Solo podía digerir algas y materia vegetal. Nadie en el bosque se explicaba la razón de los dolores de Flavia. Los animales del charco estaban muy tristes. La rana lanzaba gritillos de dolor mientras sentía que su cuerpo se  debilitaba. Soportó ese estado durante una semana. El lunes siguiente, despertó aún más incómoda. Sentía detrás la presencia extraña de una cola húmeda y resbalosa. Quienes iban a visitarla, comentaban en voz baja los cambios en el aspecto de su compañera. Sus signos vitales se redujeron al mínimo, hasta que la sabia rata, al presentir de lo que se trataba por la respiración entrecortada del anfibio, tomó el cuerpo y lo introdujo en un charquito junto a su nido.

A la semana siguiente, las ventosas de sus manos desaparecieron y en poco tiempo, no tenía extremidades anteriores. Pasaron tres días y medio y sus patas traseras se debilitaron hasta evaporarse por completo. La anciana roedora que asistía a Flavia, angustiada por este extraño fenómeno, observó afligida que había perdido la osamenta y su cuerpo entero se redujo a una gelatina frágil, sin huesos.
Los animales del bosque visitaban a diario a la ranita. Incluso los moscos y las orugas, naturales enemigos de Flavia, sentían tristeza por su enfermedad. 

Finalmente, un treinta de septiembre, ante el asombro de las criaturas presentes, en lugar de la rana, un pequeño huevo de transparencia verde, flotaba en el lecho acuoso. Comenzó a decrecer hasta convertirse en una cosa diminuta, que hubo de desaparecer para siempre.  

Flavia había muerto. Mientras decoraban con flores y ramas olorosas el féretro de la difunta, los habitantes del lugar cantaban melancólicas melodías funerarias. Las exequias tuvieron lugar durante cinco días, en los que el  bosque durmió para olvidar.

Luego de mucho debatir, los miembros del consejo de animalillos del estanque llegaron a una conclusión. Y comprendieron que la rana simplemente cumplió con su ciclo vital, aunque al revés, porque nadie puede huir de su destino.

Espera Oval. Díptico.

martes, 17 de julio de 2012

Un cuento mío

Resplandor perdido

Se trataba de una criatura cuya longitud no excedía los cincuenta y un centímetros. Con alas, transparentes y delicadas, que no tenían la capacidad para elevar su cuerpo y significaban más que un medio de transporte, un detalle pintoresco, intentaba abrirse paso y avanzar firme. Los pequeños pies, que calzaban botas altas, al chocar uno con otro y contra el suelo, producían un sonido agudo, más bien ruidoso y molesto, propio de seres pequeños y similar al mismo tono de su voz.

Trasladábase de un lugar seguro a sitios inciertos, que su imaginación figuraba castillos estilo medievales con altas torres y dragones guardianes, no sin varios obstáculos que superar, los que su mente dibujaba oscuros y terribles y de los que, sin duda, saldría siempre ileso. 

En los ojos tenía una expresión acuosa, de aquellas almas que lloran permanentemente, más bien tristes, pero no sin cierto brillo de inteligencia y curiosidad por la vida. Las cejas, lanudas y espesas, alcanzaban la longitud propia de las que enmarcan los rostros de los ancianos. Su nariz era pequeña, a pesar de que en su vida los olores tenían su importancia y las orejas, casi puntiagudas, guardaban la suficiente cantidad de cera como para hacerle difícil la tarea de escuchar lo que sucedía a su alrededor.

Era grueso, un poco débil y las uñas de las manos, largas y llenas de tierra y microorganismos, le procuraban la habilidad suficiente para los reducidos menesteres que le ocupaban. Simplemente observaba el mundo a través de la gelatina brillante de sus pupilas grisáceas y de vez en cuando encontraba propicio juntar las manos para que se abrigaran al roce y si tenía ánimo, elevaba una plegaria.

Entre las cotidianas actividades domésticas, la lectura de periódicos de semanas pasadas -que recolectaba en sus eventuales salidas a la calle- el humo que lanzaba la hoguera donde extinguía una vez leídos los diarios, la fragancia a manzana cocinada –único alimento que le era lícito consumir- y la textura de una espesa alfombra de la que se había provisto en alguno se sus viajes, transcurría, minuto a minuto, su precaria existencia.

Se había cansado ya de vivir bajo la tierra, oscura y fría atmósfera, un medio un tanto hostil, porque mantener un hogar subterráneo significaba no solo  pelear con la gravedad y los molestos invertebrados, sino le obligaba a una lucha permanente contra los mamíferos que allí se refugiaban cada invierno.  Hacía algunos años ya, había decidido fijar su domicilio dentro del tronco de un viejo árbol de manzanas.

No sé muy bien cuántos años tenía, a lo mejor más de cien. El vestuario, bastante anticuado, compuesto por un ajuar de lana y un sombrero tejido de telarañas, seguramente databa del siglo pasado. En aquel tiempo, me atrevo a  afirmar, tendría el resplandor de un príncipe, envuelto en seda y con el pie convenientemente enfundado en botitas de suave piel.

Hoy los castillos solamente estaban en sus sueños, un siglo después, las deudas contraídas en juegos de azar, único vicio suyo, le habían despojado del resplandor. Comenzó su decadencia.


Escrito en febrero de 2008.

Dibujos al lápiz y carboncillo.



Actores de teatro




Melancolía




Circo



En la penumbra

miércoles, 11 de julio de 2012

Variedades coloridas



Metamorfosis




Fondo vegetal

 


 Irreverencia




Planta viva

 


Bebé de pelo rojo

 


Tertulia

 


Florecimiento

viernes, 6 de julio de 2012

Óleos sobre lienzo

Escena solar














Amigos imaginarios       
   
       
Titiriteros
 
 

 Alegría




Mi familia




 Violinista




 Flautista