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miércoles, 19 de abril de 2017

Arte y Activismo


(La ponencia que leí hoy en el foro de la exposición de Mujeres en el Arte, organizada por la Quinta Bolívar, el 18 de abril de 2017).
Guerrilla Girls


A mediados de los años ochenta, las Guerrilla Girls, colectivo de artistas feministas, se preguntaban si había que estar desnuda para entrar en el Museo Metropolitano de Nueva York. Hicieron evidente que era más probable entrar en un museo como una figura desnuda, que como una creadora. Denunciaron que el 85% de desnudos en la pintura y escultura eran femeninos y solamente el 5% de artistas que exponían eran mujeres.
Judy Chicago, pionera del arte feminista, decidió cambiar el apellido de su ex marido por otro independiente, que no estuviera vinculado a ningún hombre, ni siquiera a su padre. Para lograrlo, paradójicamente, tuvo que conseguir la autorización de su entonces pareja.
En Sudán hay quien piensa que las mujeres artistas no pueden tener ideas.
Camille Claudel, escultora francesa, sigue siendo conocida como la amante de Augusto Rodin. Aunque su obra técnicamente es equivalente, creció bajo su sombra.
Georgia O’Keefe pasó a la historia como una pintora de la sexualidad femenina, a pesar de que ella lo negó por seis décadas y no estuvo de acuerdo en que su arte fuera catalogado como femenino.
Precisamente, una de sus obras, es la más cara de una mujer artista en el mundo. Cuesta, sin embargo, siete veces menos que la obra más cara de un artista varón.
En un largo período histórico, únicamente las mujeres esposas o hijas de artistas pudieron formarse en el mundo del arte, siempre por mediación masculina.
En las colecciones del Museo del Prado hay 5.071 hombres artistas frente a 41 mujeres (del siglo XVI al XX). Hace poco este museo dedicó a la pintora flamenca Clara Peeters, la primera monográfica de una artista en sus casi 200 años de historia.
Clara Peeters escondía su retrato en pequeñísimos detalles de sus obras. Muchas mujeres firmaron como anónimas. A otras les fue arrebatada su obra en dos sentidos. El primero, porque no fue posible que su arte naciera o continuara, pues se dedicaron al trabajo de la casa y dejaron de pintar. El segundo, porque sus parejas masculinas se apropiaron de sus obras o la sociedad las confinó al olvido.
Hay pocas obras de mujeres artistas en los museos y muchas musas desnudas. No existen “musos”, porque ni siquiera existe la palabra “muso”, el castellano no la reconoce. Así como no existe la palabra “genia”. Por eso está plagada la historia de musas y genios.
Mientras Diego Rivera pintaba murales de proporciones monumentales, con temas históricos, Frida Kahlo hacía pequeñas obras de pintura de caballete, con referencias intimistas. Frida, luego de su muerte, va ganando más espacio que Rivera. En la época en que vivió, tuvo su importancia artística, siempre menor a la de su esposo.
En Europa y Estados Unidos, recién en los años 60 las artistas comenzaron a posicionarse y parecía el inicio de una nueva era. En los museos y escuelas de bellas artes, las mujeres protestaban y exigían igualdad en el trato en relación con los varones.
La Historia del Arte ha sido tachada, no sin falta de razón, de machista.
Hacer arte ya es una primera rebelión de las mujeres. En palabras de Siri Hustvert, “El arte hecho por mujeres es menospreciado por el sistema”. Las mujeres hemos ingresado en el mundo del arte desde la sospecha. ¿Existe el arte femenino? A mi juicio, el arte femenino no existe, porque asumiríamos que hay una esencia femenina ligada con la naturaleza, inmutable. De hecho, no todo el arte producido por mujeres debe ser catalogado como “femenino” o “feminista”. El arte feminista tiene la intención política de denunciar la desigualdad. No todo el arte tiene esa misión ni hemos de imponerla. Por este motivo, me ha parecido muy interesante que esta exposición se llame “Mujeres en el Arte”. Porque somos diversas y porque lo único que tenemos en común, es ser mujeres.
El arte de las mujeres es tan variado como mujeres artistas hay, aunque, como denunciaban irónicamente las Guerrilla Girls, una de las “ventajas” de ser mujer en el arte es “estar convencida de que cualquier arte que hagas será catalogado como femenino”.
Durante toda mi vida estuve rodeada de arte. Mi abuelito es pintor y mi padre un gran dibujante. Yo comencé a pintar por la necesidad de expresarme pero no tenía habilidad para el dibujo realista. Creía firmemente, desde mi adolescencia, en el lema del “arte por el arte”, sin intenciones pedagógicas o compromisos políticos. No he estudiado artes como muchas de las compañeras que exponen aquí, pero hace años tuve la oportunidad de presentar algunas obras mías en la ciudad de Azogues, con la Dirección de Cultura de su Municipalidad. Me acuerdo de que una cantante se presentó en el acto inaugural y me dijo que se había sentido identificada con mi obra, porque ella también era mujer y había sido víctima de violencias y discriminaciones y encontraba la denuncia de esas situaciones en mis dibujos y pinturas.
Yo me quedé perpleja, porque nunca había pensado en encontrarle una explicación política a mis cuadros, menos aún feminista. Me molestó un poco que la cantante haya etiquetado mi arte como “femenino” y que tuviera la sensación de que yo escribía desde la vivencia de exclusiones. Claro, con unos veintiún años yo no tenía conciencia feminista, me faltaba vivir y comprender que el mensaje de la cantante era mucho más profundo y real de lo que yo pensaba.
El arte es libre. El arte no tiene por qué entregarse a una causa, pero también puede ser una plataforma de denuncia, un mecanismo de escape, una manera de hacerse un mundo en el mundo. Para las mujeres este no es un tema menor. A las mujeres nos atraviesan injusticias sociales, económicas y políticas. Tenemos que enfrentar dobles desafíos, porque además nos pueden oprimir y profundamente, nuestras propias casas. Nuestras parejas y familias. Como mujeres y como artistas.
Por eso no es extraño que las obras de muchas mujeres se refieran al cuerpo, como espacio primero de conquista, de reivindicación, de ejercicio necesario de derechos, pero también como territorio expropiado, violentado, humillado.
La maternidad es otro tema frecuente en el arte de varias mujeres, en un contexto social que establece un modelo de mujer-madre, pero sin un fomento real de las condiciones materiales para criar hijas e hijos en igualdad. Es, en el plano simbólico y artístico, fuente de glorificaciones, ensalzamiento e idealización. Pero en la realidad, puede ser detonante de múltiples exclusiones laborales, familiares y sociales y significa más horas de trabajo no remunerado, que se mantiene oculto tras la etiqueta de un sublime amor que todo lo puede.
La violencia que nos lacera, es otro tema que he visto presente en esta muestra. Siete de cada diez mujeres hemos vivido en Cuenca algún tipo de violencia. En lo que va del año, han sido asesinadas más de cuarenta y tres mujeres en el país, víctimas de la violencia feminicida que en los últimos quince días segó la vida de tres cuencanas de historias diversas que sólo tenían en común ser mujeres en una sociedad machista.
En los últimos años, en un proceso que en este momento hago consciente, se cumplió la observación que me hizo la cantante en Azogues aquella vez, de la que yo renegué. Mi arte se volvió (no sé si decir femenino o feminista, porque tal vez no lo es) una representación casi exclusiva de mujeres. Porque lo soy, porque las siento, porque creo que tenemos mucho por decir y tenemos que decirlo nosotras. Porque a través del arte podemos hacer catarsis, expresar lo que sentimos, juntarnos con otras mujeres. Como lo hizo Judy Chicago en la obra The Dinner Party, que ejecutó con más de treinta mujeres y consistía en la recreación de una cena imaginaria para mujeres célebres, como hace en Cuenca el Taller de Bordado, proyecto dirigido por mi amiga Diana Astudillo, con la colaboración de amigas artistas y ciudadanas, que bordan telas gigantes con mensajes en contra de la violencia de género mientras cuentan sus historias; como hizo hace poco Sara Roitman con la obra “Violencia No”, una valla gigante expuesta en un espacio estratégico de la ciudad, para denunciar la violencia de género, como hacen varias obras de esta muestra, poniendo en valor las actividades cotidianas, los desafíos y los perfiles de las mujeres.
Las mujeres no somos iguales. Tenemos profundas diferencias de clase social, orientación sexual, identidad de género, origen, edad, (dis)capacidad, entre otras condiciones personales. Tenemos, eso sí, una historia común de exclusiones y desafíos como mujeres. Y también esperanzas compartidas. La esperanza de tener una voz propia en el mundo del arte y que sea valorada sin ninguna exclusión. La seguridad de que debemos organizarnos para demandar y proponer espacios de reflexión y de exhibición de nuestros trabajos, que son muchas veces ocultados o menos valorados por las reglas masculinas que ordenan el mundo del arte. El placer de pintar lo que nos guste, el derecho de no querer que no encasillen nuestra obra por el hecho de ser mujeres, pero la conciencia sí, de que los talentos de nuestras ancestras no vieron la luz o fueron ocultados por el machismo imperante. El compromiso de rendirles un tributo a través de nuestra capacidad creadora.
Así que si podemos pintar, si podemos escribir, si esculpimos, si dibujamos, es necesario que hagamos un homenaje a todas las mujeres que hicieron posible que ingresemos en las escuelas de bellas artes, que podamos ejercer nuestra actividad artística sin pedir permiso a nuestros padres o maridos, que podamos ser autónomas económicamente gracias a la actividad artística y a las que abrieron camino con el costo del escándalo, la pobreza y el olvido, para que podamos expresarnos nosotras.
El artivismo es, sin duda, una forma pedagógica, amable, estética, de luchar por un mundo de igualdad. Con nuestros cuerpos, con nuestros pinceles, con nuestra forma de ver el mundo. Es arte desnudarse frente a una asamblea legislativa que penaliza el derecho a decidir. Es arte decir que no, que estamos cansadas. Es arte contar historias a través de imágenes. Es arte pintar y dibujar por las que no pueden.

sábado, 15 de abril de 2017

Sobre mis maestras y maestros, en su día clásico

Un texto precioso de Julio Cortázar, “Esencia y misión del maestro”, decía que el problema de muchos profesores era “la carencia de una verdadera cultura que no se apoye en el mero acopio de elementos intelectuales, sino que afiance sus raíces en el recto conocimiento de la esencia humana”. Decía que “ser culto es saber el sánscrito, si se quiere, pero también maravillarse ante un crepúsculo; ser culto es llenar fichas acerca de una disciplina que se cultiva con preferencia, pero también emocionarse con una música o un cuadro, o descubrir el íntimo secreto de un verso o de un niño”.
Prueba de Química de la suscrita, cuarto grado, 2001.
A propósito de la emoción, con sentimientos encontrados, es inevitable en esta fecha recordar a los hombres y mujeres que nos formaron humanamente, intelectualmente, con sus errores y sus aciertos. Aleatorios recuerdos vienen a mi memoria, en lugar de ideas que contribuyan a una reflexión seria sobre la condición docente. El otro día, por ejemplo, mientras organizaba unos corotitos, encontré una prueba de química de cuarto curso, en la que había desarrollado con relativa comodidad el siguiente temario: las clases de números cuánticos, el número cuántico magnético, el símbolo y la valencia del radio, el aluminio, el cobre y el cesio y la configuración electrónica del potasio y el estroncio. De seguro a una persona que conoce estos temas le parecerá básico. A mí, sin embargo, me sorprendió enormemente y me surgieron dos pensamientos con la fuerza de los trenes A y B que teníamos que adivinar a qué hora se encontraban. La primera, que no tenía idea de que algún día aprendí esos secretos de la química. La segunda, que me acuerdo perfectamente de las muy esporádicas sonrisas del serio profesor que nos regaló unas herramientas sencillas para aprender, como recursos mnemotécnicos, la famosa tabla periódica sin espanto.
Entonces pienso en mis maestros y maestras. En sus voces, en sus caras, en sus sonrisas. En sus peinados, en sus ropas. Me acuerdo, en primera instancia, de la profesora que me enseñó a leer y escribir, sumar y restar, y que le decía preocupada, a mi mamita, que yo era buena estudiante, pero que hablaba poco (y esto era en realidad porque no podía pronunciar la “r”, mi lengua se la había comido un ratón). Inolvidable y hermosa. También me acuerdo de la profesora que en quinto grado nos hizo dos grupos, uno de hombres y otro de mujeres y nos pidió que intercambiáramos regalos por San Valentín. Fue una poco feliz estrategia, que desató una temprana inquietud emocional en criaturas de diez años, e hizo conocer a algunas los efectos de la palabra bullying, antes de que fuera acuñada y difundida.
Pienso también en la profesora impecable, seria y puntualísima que nos pedía que no apoyáramos nuestras cabezas en las paredes porque el polvo del ambiente haría que ellas dejaran una estela de mugre en los níveos muros del plantel. En todas las profesoras que me asistieron solícitas cuando vomité en el grado. En las que me felicitaron en público, cuando yo era muy tímida para gestionar los cumplidos. En las que se daban cuenta, con una mirada, de quién estaba triste ese día, quién un problema, quién probablemente no había comido o se había olvidado del fiambre. En el que nos dijo finalizado el primer cuatrimestre de derecho que éramos “cuasiabogados”, con un entusiasmo motivador. En las que nos consolaban cuando llorábamos.
Qué será de esa profesora que se sonrojó cuando le preguntamos si la homosexualidad era una enfermedad o un pecado y si las mujeres en su período menstrual mantenían relaciones sexuales y que nos dijo que adolescente venía de “adolecer” por las naturales carencias psicológicas de ese decisivo período de la vida. Pero que aparte de eso era buena como el pan.
Nunca le volví a ver tampoco al profesor que nos hablaba frecuentemente de las bondades de cosechar champiñones y que nos enseñó a sembrar nuestra propia comida. Sembré coles y porotos en la casa, con dedicación militante. Tampoco le he visto en muchos años a una de mis más recordadas profesoras. Ella me regalaba libros y fotos de sus perritas y me quería tanto como a ella yo.
También me acuerdo del profesor que nos decía que las mujeres debíamos hacer ejercicio para tener cuerpos de botella de “Coca-Cola” y así conseguir marido. Siempre quise rallarle el carro, pero soy incapaz de esas cosas. Mis profesoras/es de deporte merecen un capítulo aparte, pero nunca me olvido de aquella que, ante mi ineptitud manifiesta para ciertas actividades físicas, comparaba mi rendimiento con el de un compañero campeón de atletismo, con la sabia frase “usted tiene manos y piernas igual que él, ¿cuál es la diferencia?”
Cómo olvidar al profesor que nos enseño a amar la filosofía y el marxismo, a la profesora que nos animaba a leer y a escribir cuentos, a la profesora de física que nos ordenaba mantener una aguja flotando en un cuenco de agua con la paciencia de una mosca sobre un charco.
También me acuerdo con algo de remordimiento de la profesora que nos encontraba siempre en los recreos en medio de algún drama, y nos miraba estremecida y aterrada. Era tan especial como la profesora de pintura y dibujo que tenía outfit maravillosos, ella misma era una obra de op y pop art. Y de la profesora que nos enseñaba filosofía con metódica profundidad y que nos hacía ir, a tempranas edades, a bibliotecas universitarias para dilucidar el concepto de verdad y la noción aristotélica del ser en acto y el ser en potencia.
No me acuerdo, en cambio, de quién mismo fue la profesora que nos pidió llevar algún ser vivo en un frasco de vidrio a la escuela. Yo llevé un insecto, unas amigas unas cuicas, otras llevaron shugshis y veíamos cómo esas vidas evolucionaban entre los cristales. La magia de la existencia en eclosión encerrada terminó cuando el aula comenzó a oler muy mal, las cuicas se reprodujeron y los shugshis perdieron la cola. Qué habrá sido de mi insecto.
Pero sí me acuerdo del profesor invitado que llegó un día a decirnos que veamos bien con quién nos juntamos, de quién nos hacemos, que no vaya a ser que terminemos de pareja de una fea derechosa o de un feo derechoso. También de la profesora habilísima que sacaba manualidades de objetos cotidianos y económicos: cajitas de fósforos, palitos de helado, latas de atún, que se convertían en pomposos regalos del día de la madre y del padre, antes de la invención del fomi que lo llena todo de su color de espuma. Un encaje, una rosa de tela, una voluta, ocultaban el humilde origen y decoraban los jóvenes hogares de las niñas que fuimos.
Alguna vez supe cómo realizar la configuración electrónica e hibridación del azufre. O supe de memoria el himno nacional con las partes que no se cantan jamás. O cómo hacer de un poroto una planta. O los nombres de todas las hoyas y los nudos del Azuay. Me he olvidado de todo eso. De otras cosas me he olvidado más todavía, porque ni siquiera podría ponerlas de ejemplo. Pero no me olvido de las caritas de mis profesoras, tal vez tan jóvenes o más jóvenes que yo ahora mismo, lidiando con infantes displicentes. No me olvido de las palabras de ánimo y del brillo en los ojos cuando descubrían alguna genialidad en la clase. Tampoco me olvido de las discriminaciones e injusticias. Pero prefiero acordarme de las cosas hermosas que han quedado en la superficie. Del fondo en donde descansan las letras y los números de todos los libros que leí y que olvidé y de todos los ejercicios que resolví. Y de todos los ejercicios (físicos) que jamás hice, porque, dócil como era, en esa materia al menos, ejercí tímidamente mi derecho a la resistencia.
Las huellas de amor o de violencia de los profesores y las profesoras, no se borran jamás. A quienes nos llenaron de amor, feliz día.

lunes, 3 de abril de 2017

¿Por qué nos matan? (A la memoria de Cristina, asesinada y arrojada al río.)

En esta semana, nos declaramos de luto, nos declaramos en rabia permanente, a la memoria de Cristina. No tuve el honor de conocerla, pero no hizo falta para saber que no merecía morir. ¿Qué tienen en común Estefanía, Cristina P., Cristina S., probablemente Disney Maybelline? Ser mujeres. El único factor de riesgo para morir asesinadas por motivos de género es ser mujeres. No importa si somos niñas, adolescentes, jóvenes, adultas, ancianas. No importa si somos ricas, pobres, lesbianas, heterosexuales, indígenas, afros, mestizas, con discapacidad o no, rurales o urbanas, con instrucción formal o no. El factor de riesgo es ser mujeres. ¿Por qué nos matan? No nos mata un loco, no nos mata un psicópata. Nos mata un hijo sano del patriarcado. Nos mata no porque "hicimos algo", no porque "fuimos correspondientes", no porque "nos pusimos en riesgo", no porque "no nos cuidamos". Nos matan porque pueden. No nos matan aisladamente. Nos matan porque existe un sistema, una estructura, donde las vidas de las mujeres valen menos, desde el inicio. Porque la sociedad celebra más cuando nace un varón. Porque a muchas niñas les dan de comer menos en sus casas. Porque muchas no pueden ir a la escuela y se quedan en la casa, sobrecargadas de labores domésticas y de cuidado. Porque nos siguen mirando como objetos que se pueden poseer y desechar y porque si no pueden poseernos, se creen con derecho a privarnos de la vida. Porque desde chiquitas vivimos con miedo, a andar "solas", aunque vayamos entre algunas. A enfrentar la vida sin un hombre al lado. A sufrir, sólo por ser mujeres, violencia sexual en casa y en la calle. Nos matan porque hay climas feminicidas, que tienen tanto éxito que, cuando una de nosotras falta, hacen que la gente se pregunte "¿qué habrá hecho?", "ella misma se puso en riesgo", en lugar de establecer las responsabilidades donde deben estar, sin buscar "atenuantes" para justificar a los agresores, en nuestras conductas, que siempre son penadas si se alejan de alguna manera de los modelos de mujer que impone el sistema machista. 
A las mujeres es más probable que nos maten las personas que conocemos, en quienes depositamos nuestra confianza. Una de cada dos mujeres muere a manos de un conocido (pareja, hermano, padre, compañero de trabajo, "pretendiente", "amigo"). Sólo uno de cada veinte hombres muere en similares circunstancias. 
Por eso es importante llamar a las cosas por su nombre. Los asesinatos de las mujeres por odio, desprecio, "placer", sentido de posesión, discriminación, generalmente perpetrados por varones que pensaron que eran de su propiedad, se llaman feminicidios. Quienes militamos en la defensa de nuestros derechos como mujeres, alertamos permanentemente de esta realidad. Muchas personas piensan que exageramos. Cristina en este momento es un ángel en el cielo, como dijo su madre, que nos inspira a seguir luchando. Por todas las que faltan y para que nunca más le pase a ninguna. 
Para prevenir los femicidios, es imprescindible erradicar la violencia de género. Que comienza desde cuando, a tempranas edades, nos socializamos desiguales hombres y mujeres. Cuando nos criamos como indefensas y los varones como agresivos. Cuando nos reímos de los "chistes" sexistas. Cuando justificamos la violencia y culpamos a las víctimas. Cuando no nos escandaliza la violencia y nos escandalizan quienes la denunciamos tildándonos de "feminazis". Cuando trabajamos más y ganamos menos. Cuando no estamos en espacios de decisión y parece natural. Cuando somos acosadas, perseguidas, violadas y sentimos miedo de denunciar porque asumimos que algo de culpa tenemos. La violencia es una cadena, un continuum, que va desde lo aparentemente sutil, como la discriminación hacia las mujeres en los medios de comunicación, los modelos de mujer madre, princesa, virgen; pasando por la violencia psicológica, obstétrica, física, sexual, patrimonial, hasta la demostración más extrema y grave de esa violencia: el femicidio. Todos son eslabones con una misma raíz: la desigualdad, el patriarcado androcéntrico. 
Solidaridad con la familia de Cristina, la lucha de ustedes es la de toda una ciudad. Este crimen horrendo no puede quedar en la impunidad.
Seguimos en la lucha, por Cristina y por todos los pares de zapatos rojos que llevaban los pies de mujeres valiosas, soñadoras, queridas, amadas, inteligentes, fuertes. Porque sabemos que decir "no", les costó la vida. Decimos no, todas, todos, a la violencia. Nos juntamos todas por nosotras y por nuestras Cristinas: hermanas, madres, hijas, amigas, conocidas, humanas. 

Los sueños de las niñas producen desencantos (y esperanzas)


Yo de niña soñaba con terminar la escuela. Y mi mamá me dijo que la escuela no era para mujeres. Que aprendiera a hacer las cosas de la casa, servirles a mis hermanos, para que ellos pudieran estudiar. Y ya ve, ninguno de ellos es profesional. Y pudieron estudiar. Ya de adulta yo me inscribí en la escuela y logré terminar. Y trabajo para que mis hijas y mis hijos sean profesionales. Imagínese tener una hija doctora, un hijo ingeniero. Lo que yo no pude. Ahora mi hija es profesional y nos ayudamos mutuamente. Estoy orgullosa de ella.

En cambio yo de niña quería ser azafata. Nunca supe cómo podría llegar a eso, pero me veía volando de ciudad a ciudad en esos aviones grandes. Las azafatas siempre me parecieron elegantes y buenas. 

Yo soñaba, en cambio, con casarme con el amor de mi vida. Resulta que el amor de mi vida era el padre de mi hijo. Nunca quiso casarse conmigo, me dijo que nos juntemos nomás. Pero no me parecía correcto. Entonces me casé con otro hombre, al que nunca amé. Él me maltrataba. Es todavía mi marido. 

Yo de chiquita soñaba con mi negocio propio. Una tienda quería tener yo. Para manejar harta plata. Me imaginaba los fajos de sucres en las manos, negociando con los proveedores, dando vueltos, conversando con las vecinas. 

Yo me acuerdo que desde chiquita quise tener un puesto de comida. Viera cómo me gusta cocinar. Tengo una tienda y a veces, cuando hay partidos de fútbol en una cancha que está cerca, vendo salchipapas. Pero no siempre hay gente. Entonces he averiguado de los arriendos para llevar mi negocio a otro lado, pero están muy caros. Mi marido me dice que para qué ando buscando otro negocio, que me quede con la tienda. Una vez me salió un crédito y no quiso firmar. Perdí el crédito. Siento que quiero y que no puedo. Vine acá para aprender de ustedes cómo hacer. 

Yo quería ser monja. Desde pequeña me encantaba la palabra de Dios. Orar. Leer la Biblia. Cuidar animalitos y enfermos. Yo de alguna manera cumplí mi sueño. Me paso en la parroquia. Le ayudo al párroco que es bien bueno. Doy catequesis, hacemos grupos de oración. Sin Dios no hubiera podido hacer nada de mi vida. Dios es mi fortaleza. 

Quería ser cantante. Me imaginaba sobre el escenario cantando y bailando. Me dijeron que no había futuro en la música, así que decidí estudiar otras cosas que me hacen feliz, igual. Pero siempre me quedé con las ganas. 

Yo quería mismo ser agricultora. Mi marido también es agricultor. Pasamos bien, nos reímos mucho. Ambos cuidamos los animales y trabajamos la tierra. 

Ustedes se van a reír de mi historia. Yo sí acabé la escuela. Yo tenía un compañerito que sacaba cien sobre cien en todo. Y dije "con ese me he de casar". Y sí, me casé con él. 

Yo de niña soñaba con ser escritora. Debí haber estudiado literatura, pero me convenció mi papá de estudiar derecho. Pero ahora que hablamos de los sueños, creo que nunca es tarde. No necesito haber estudiado literatura para escribir. Ahora escribo todos los días alguna cosa y así ensayo mi sueño infantil.