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viernes, 21 de septiembre de 2018

Pensamientos surgidos en una biblioteca mientras no tenía conexión a internet

Yo desde chica me sentía culpable y algo divertida también por mi pasión por las novelas rosa, los melodramas, los talk shows, las conversaciones de señoras, el mundo del espectáculo, las reuniones de amigas para conversar de la vida y las telenovelas. Nunca pensé que debía justificarme por eso. Pero sí pensaba que era la parte poco seria de mi formación cultural y por eso debía complementarla con conocimientos “de verdad”, con información de la historia, la cultura, la filosofía y la literatura universales. Y he pasado muchos años estudiando todas esas cosas. Y a veces me aburren. Y creo que ese “malestar que no tenía nombre” era la ausencia de las mujeres en los relatos oficiales. Las proezas de los hombres que me dan infinita pereza. El no saber en cada guerra qué pasaba en los hogares y en las subjetividades. Aprender fechas de batallas y nombres de señores haciendo cosas que luego llamarían Historia, con mayúscula, sin hablar de las mujeres que también la protagonizaron y peor de las mujeres que la sufrieron y contuvieron con sus redes de trabajo y afecto no pagos la vida en el planeta, mientras ellos se peleaban. 

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A veces pasa en las noches, a veces, en las mañanas, muy temprano. También al mediodía. Desde las casas se desprende el exquisito olor de los refritos que cocinan las mujeres trabajadoras. Dejan preparada la comida en la noche anterior. Otras veces madrugan para calentarla al mediodía. En ocasiones hacen la comida al momento. Esa mezcla nuestra de aceite, ajos, comino, cebolla, tomate, tan característica, es el olor que me devuelve de verdad a mi país, a mi ciudad, a las manos que la cocinan. 

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De regreso a la casa me he sumergido en un micro mundo. El de las bibliotecas públicas. Aquellos escasos espacios que los recortes presupuestarios con que el estado castiga a la cultura van mermando cada día más. Es hermoso este silencio empolvado. El mobiliario años dos mil, es seguramente producto de alguna entusiasta administración que con afán de renovar el servicio dio de baja los monitores blancos que medían de fondo lo mismo que de frente y que sonaban como máquinas del tiempo y que algún día, nuevos, destronaron a las máquinas eléctricas de escribir que reemplazaron a las mecánicas. El selecto público que asiste a esos templos profanos: estudiantes, algunos, pero también muchos jubilados, más hombres que mujeres, que pueden dedicar un precioso tiempo a la tarea de leerse el periódico de cabo a rabo. Ancianos que descubren en las computadoras tipo clon, con internet, el mundo virtual. Las búsquedas de bibliografía que duran un minuto en internet explorer. El ruido de los buses que dejan ese hollín molesto en las persianas y que impide la sensación de aislamiento total del mundo en la modesta pero iluminada y espaciosa biblioteca, decorada por un soberbio retrato al óleo y un reloj que advierte el paso del tiempo. Hoy es jueves, 20 de septiembre de 2018. Es la ciudad que está viva, con su tráfico y su contaminación y sus cables aéreos y sus oficinistas, comerciantes autónomos, estudiantes, burócratas y desempleados tomando cafecito o aguantando un poco el hambre para comer todo el almuerzo al mediodía.

A veces soy la que se queda dormida sobre el escritorio y a veces soy la que ve cómo los otros duermen.