Aunque en una
etapa de mi vida fui chica scout y me debatía entre las obligaciones
parroquiales de militar en la iglesia y recoger las limosnas de los y las
feligreses los días domingos en misa y la intensa actividad de encuentro con la
naturaleza en los campamentos, de escuchar por las noches los grillos junto al
río, a un fuego armado con técnicas aprendidas, con el helado y puro aire del
campo azuayo y la vida simple y casi de supervivencia en las verdes montañas;
ese contacto cercano con la madre tierra no lo volví a sentir nunca más. Hoy la
vida es más urbana que nunca.
En lugares que hace pocos años fueron verdes, (en
los que probablemente acampé con mi patrulla scout), se quiere desesperadamente
cambiar el uso del suelo de agrícola o forestal a uso de vivienda ya por
grandes intereses inmobiliarios o también por naturales necesidades de
herederos/as que ya no encuentran espacio en la ciudad y necesitan construir
sus casas. La urbanización se va comiendo, poco a poco y a veces demasiado
rápido, ese mundo poblado de árboles, de
casitas de adobe con techos de paja, la lógica de vida comunitaria, agrícola y
campesina. Donde hubo planicies verdes, con tranquilas vaquitas haciendo lo
suyo, hoy se quieren construir naves industriales. Las presiones son grandes,
si el municipio no autoriza tales cambios, suceden dos cosas: las empresas
amenazan con irse de la ciudad a otra que sí de condiciones para el “desarrollo”;
las personas amenazan con construir de todas maneras, pero sin orden y sin
control municipal.
La nostalgia del campo es en nuestro medio frecuente. Las
personas ricas también advierten esa nostalgia y por lo tanto, se procuran su
propia burbuja forestal, poblando en una dinámica urbana, pero en territorio
rural, los sitios que antes eran de los campesinos y campesinas. Cuenca es la
ciudad del agua. Del agua en Cuenca sabemos que, en muchos años más, no será un
problema, pues a diferencia de otras ciudades tenemos el privilegio de vivir
rodeados/as de cuatro ríos. Del agua sabemos que fluye a chorros por los grifos
y que conseguirla es tan fácil como “abrir la llave”. En Cuenca está el Cajas,
un hermoso Parque Nacional repleto de lagunas y de bolsas musgosas que están,
como esponjitas vegetales, repletas de agua.
Del páramo sabemos que viene el
agua para Cuenca. El gobierno tiene grandes proyectos mineros en esta zona y
uno de ellos está en Quimsacocha. Los movimientos indígenas y ambientalistas
insisten en que la explotación minera sería una locura en este territorio,
porque inevitablemente se contaminarían las fuentes de agua para Cuenca. Pero
no nos han enseñado o no hemos querido saber, porque el agua viene a chorros
por el grifo, fría o caliente a un precio cómodo por el gas subsidiado, que el
agua es donde se generó la vida, que nosotros/as, como dice la filosofía shamánica,
“pasamos nueve meses en un microcosmos de agua, en el océano de amor que se
agita en el vientre de nuestra madre”.
La población indígena, con su infinita
sabiduría, lo sabe. Los/a políticos/as y tecnócratas que dirigen este país
parecen no saber la importancia de respetar los ciclos vitales del agua, porque
dicen, hay un montón de oro en el lugar que sacará de la pobreza a las mismas
poblaciones que darían la vida por defender su territorio de humedales y
páramo. Para seres urbanos como yo, asumir ese respeto por el agua, nos
tomará más tiempo. Necesitamos pasar por el doloroso y maravilloso proceso de
cambiar de piel, de deshacernos de la racionalidad que carcome, que perfora,
que acaba, de las ansias de oro que sacrifican el agua y la vida en nombre del
progreso material, para reencontrarnos en la sabiduría infinita del páramo y de
sus habitantes, que ven el agua, no como el recurso inagotable que sale de un
grifo, sino como la señal de la continuidad infinita, de la fuente de todas las
vidas y de todas las convivencias. Si viéramos con el corazón, dejaríamos el
oro bajo tierra pero eso implicaría el paso doloroso del cambio de piel, de la
piel del consumo a la piel de la sencillez de la naturaleza y sus misterios.
Escrito en 2013
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