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martes, 28 de enero de 2020

Tres momentos indispensables.


17 de noviembre de 2015

Hace tiempo no había visto una imagen tan común en los años noventa. El peluche con aires de refinamiento que imperturbable mira pasar la vida desde el interior de un carro. Los peluches siempre me han parecido especiales, pues en su suavidad y blancura de a veces y en la altivez de sus peinados y de sus lazos que imitan cintas de seda, tienen vidas cortas en términos de plenitud estética. 

No han faltado por este motivo, quienes les envuelven en fundas plásticas, en el afán de eternizar la estampa gloriosa del muñecx de felpa. En efecto, ¿quién en su niñez no fue privadx de un peluche, ya sea temporal o definitivamente, por el miedo a que pierda su esponjosa textura o su inmaculado color?
No sabemos si nos mira o se deja mirar. Esta exhibición no lo sería enteramente si no tuviéramos la sospecha de que él o ella también tiene algo que decir, desde la posición de remanso en su lujoso lecho de alfombra. ¿Qué objetivo puede tener que un peluche esté dentro del carro? No cumple con el papel del móvil debajo del espejo -cuya utilidad tampoco acabo de entender, salvo en la medida en que puede distinguir un carro de otros, o quizás expresar significados sentimentales, como el del CD que pende del hilo, cuando no es un zapatito de bebé o una estampita de la Churona-.

Con el peluche, hay dos posibilidades: la una, que se trate de un recuerdo o de un adorno, para contemplarlo desde fuera. La otra, que se haya provisto imaginariamente, de individualidad y sentimientos y que esté situado estratégicamente para contemplar el mundo desde un encierro de burbuja. 

No sabría decidirme definitivamente por alguna de las hipótesis. A lo mejor hay otra posibilidad, que es una necesidad inconsciente de una compañía de un animalito de verdad, que tanto puede alegrar o caotizar los viajes cotidianos o aquellos que presagian aventura. 

En todo caso, la invidualización estética de pertenencias con objetos de fantasía me parece algo tan sublime como encontrar este peluche de repente, en medio del cemento y de carros que nada de emociones transmiten. 

Que viva este peluche y los otros, incluso aquellos que desde el cautiverio de las fundas que supuestamente les protegen, conservan su facha de salón del juguete para alguna velada que nunca acabará de llegar.



26 de febrero de 2016

El período de gloria de la base o permanente, coincide con la preferencia de ciertas personas por tener un perrito "french poodle".
En los 80 y 90 cuando estos perritxs estuvieron de moda, merecían peinados semejantes a copos de nieve ubicados estratégicamente, adornados con cintas. Acompañaban a las señoras como copilotos de sus viajes y su presencia era festejada socialmente, como sinónimo de elegancia, sofisticación y talvez un signo muy explícito -redundante- de reciente abundancia económica.
Ahora, se ve fácilmente estos perritxs sin peinados y sin cintas, ladrando al mundo desde un encierro de balcón, e incluso, en abandono. Pasaron de moda... La ingratitud humana llega hasta esos límites, de despojar de su trono de ovejas perrunas a estas criaturas de blanco inmaculado, de cuerpo formado por mucho juntar flores de algodón.
Es uno de los resplandores perdidos que más me duele, el de estos perritxs. Propongo un brindis en su honor.



28 de enero de 2020
 
Hoy caminaba hacia la parada del bus y la vida me regaló una estampa hermosa. Desde hace varios años estoy obsesionada con dos imágenes: la de los perritos french poodles que, más allá de los años noventa, continúan siendo tratados con bien por sus amas y no han sido abandonados a su suerte, como, en términos jurídicos, animalitos mostrencos y los peluches exhibidos dentro de los automóviles para quienes he imaginado historias sobre su estancia protegida pero visible a un público de paseantes siempre indefinido e incierto. 

Hoy paramaba y me encontré con esta perrita como un peluche vivo, convenientemente acicalada dentro de un coche, con la misma soledad de un peluche cuyo único objetivo es decorar el auto en el que descansa, con sus lacitos rosados y su peinado típico de los años noventa. Se dejó fotografiar, sentada en el puesto del piloto, con una serenidad y una sensación de ser vista que le lucían en el semblante de ojos acuosos y penetrantes.

Mi obsesión con los french poodles viene de ese anclaje afectivo y emocional a los años noventa y de la imposibilidad de entender cómo estos perritos pasaron de moda y de cómo sigue habiendo personas, que, a pesar de eso, les mantienen como si el tiempo nunca hubiera pasado. Mi obsesión con los peluches dentro de fundas, vitrinas o carros tiene que ver con la sensación de lo precioso para ser visto pero finalmente, inalcanzable. Del miedo a vivir y de la seguridad de la protección de la transparencia. Y de cómo la lluvia a veces puede, como decía Gómez Jattin, lavar el alma.