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miércoles, 14 de junio de 2017

Sonrisa

Yo dibujo una sonrisa en un trocito de papel y la guardo para más tarde. Cuando viene la tristeza, abro el papel, miro la sonrisa, la tomo en mis dedos de piel acanalada y me estampo la felicidad en la cara. Es sencillo, como sorber con delicadeza de hurto la espuma de la superficie de un dulce o de un café con leche. Entonces a veces cuando quiero sonreír y no debo, abro el papel donde la sonrisa ya no está y lo coloco sobre los labios felices, para amargarlos. Así parezco seria y acotada, de espíritu moderado. Sin cháchara que lamentar. 

Es como una máscara de las que me gustan. Mi abuelita las vendía (vende) para mentir en fines de año y Santos Inocentes. Tengo varias caretas de papel maché, madera y cerámica que contienen el universo de gestos que mi cara hace aun en contra de mi voluntad, ante estímulos diversos. Puede ser una canción que alguien escuchó en el bus para pensarme. O una madre con su hija en medio del bullicio de una feria. O un cantante de peña con maravilloso traje de lentejuelas, emborrachando su pena amorosa. O una media agüita en algún lugar del mundo, que está ahí para que mis ojos la vean. Y me gusta dibujar las faces del odio, del amor, de la ternura, de la dicha, de la nostalgia, de la preocupación,  de la rabia. Cada una tiene un color del arco iris.

Los tonos cálidos del abanico colorido de mis gestos son los de la felicidad. Me los tomo con una agüita endulzada con panela. Los fríos, la ira. Yo no veo a la rabia como algo rojo. La veo azul. Entonces a veces pienso que el mar es adonde van las indignaciones de la humanidad que se reflejan en el cielo. Y las nubes son esas treguas que nos deberíamos deber de vez en cuando para no odiarnos tanto. 

martes, 13 de junio de 2017

Felicidad láctea

La felicidad en el consumo de azúcar es inversamente proporcional a la cantidad de azúcar que puedes pagar. Cuando yo era niña, recuerdo que la leche condensada era un manjar extraño, como si se tratara en términos adultos de caviar o trufas, alguna exquisitez reservada para ciertos paladares, en un contexto donde las dulzuras más cotidianas eran cucharas de azúcar, caramelos leche miel, panela o melcochas. Pensaba que la leche condensada era un raro bocado, una inaccesible delicia y era entonces cuando amaba la leche condensada con la urgencia y la amargura de lo lejano y no imposible. Con lo imposible sucede distinto, hay un amor que ha aprendido el desapego. No esa desdicha de casi alcanzar y no. Resignación, gracias por la palabra. Ese es el sentimiento. Ocurre que un día mi papá compró un tubo de leche condensada que administraba con sabiduría y bondad, entre mis hermanas y yo. El bocado de leche condensada cada tantos días, por algunos, así, se convertía en un momento de felicidad explosiva que buscábamos retener para siempre. Pensaba el día entero en el próximo bocado, con ilusión curiosa. A veces trataba de encontrar dónde tenía mientras tanto mi papá escondido el tubo de leche condensada. Y lo encontré, pero nunca pude romper ese rito sagrado de que nos administrara el dulce y no robarlo. Hasta que el tubo se acabó. 

Años después, descubrí que la leche condensada costaba unos pocos centavos apenas y me la compraba en latas. Mi hermana mayor sabía abrirlas y a veces arriesgábamos nuestros dedos ilesos en los dientes metálicos de la lata abierta y los chupábamos sangrantes con el exquisito manjar. Hasta que un día compré una lata cuyo contenido seguramente estuvo caducado y me intoxiqué en leche condensada. Atrás quedaron los años de la urgencia, de los ojos brillantes de espera por esas perlas lácteas almibaradas. Vomité esa angustia. 

El exceso le quitó a la leche condensada en gotas ese valor platónico de urgencia y brevedad inasible. Ese intento de retener para siempre en la boca algo parecido a ser feliz. Luego supe que lo precioso no era la leche siquiera, ni la dulzura del bocado, sino recibirlo de la mano amada de mi padre, que administraba amoroso como premio, sendos bocados de leche condensada a nosotras, sus hijas. 

Esa era la verdadera felicidad.

sábado, 10 de junio de 2017

Alguna vez mi diario


Desaparece, rueda, como gota de agua que nunca va a florecer en mi mano. Tiene el corazón de una pregunta que no me cuestiona, aunque yo quiera. Y unos ojos que responden lo que nunca le pregunto. Por timidez o porque no quiero saber o porque creo que sé más cosas que las que ignora de mí. Y es la certeza que me gusta negar de saber que jamás la que se deshace en hojas de cuadernos y de árboles que caen con la arena de reloj sobre el tiempo que transcurre, que pasa. De la gota que rueda en la palma de la mano sin haber florecido. Y cae.