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viernes, 21 de septiembre de 2018

Pensamientos surgidos en una biblioteca mientras no tenía conexión a internet

Yo desde chica me sentía culpable y algo divertida también por mi pasión por las novelas rosa, los melodramas, los talk shows, las conversaciones de señoras, el mundo del espectáculo, las reuniones de amigas para conversar de la vida y las telenovelas. Nunca pensé que debía justificarme por eso. Pero sí pensaba que era la parte poco seria de mi formación cultural y por eso debía complementarla con conocimientos “de verdad”, con información de la historia, la cultura, la filosofía y la literatura universales. Y he pasado muchos años estudiando todas esas cosas. Y a veces me aburren. Y creo que ese “malestar que no tenía nombre” era la ausencia de las mujeres en los relatos oficiales. Las proezas de los hombres que me dan infinita pereza. El no saber en cada guerra qué pasaba en los hogares y en las subjetividades. Aprender fechas de batallas y nombres de señores haciendo cosas que luego llamarían Historia, con mayúscula, sin hablar de las mujeres que también la protagonizaron y peor de las mujeres que la sufrieron y contuvieron con sus redes de trabajo y afecto no pagos la vida en el planeta, mientras ellos se peleaban. 

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A veces pasa en las noches, a veces, en las mañanas, muy temprano. También al mediodía. Desde las casas se desprende el exquisito olor de los refritos que cocinan las mujeres trabajadoras. Dejan preparada la comida en la noche anterior. Otras veces madrugan para calentarla al mediodía. En ocasiones hacen la comida al momento. Esa mezcla nuestra de aceite, ajos, comino, cebolla, tomate, tan característica, es el olor que me devuelve de verdad a mi país, a mi ciudad, a las manos que la cocinan. 

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De regreso a la casa me he sumergido en un micro mundo. El de las bibliotecas públicas. Aquellos escasos espacios que los recortes presupuestarios con que el estado castiga a la cultura van mermando cada día más. Es hermoso este silencio empolvado. El mobiliario años dos mil, es seguramente producto de alguna entusiasta administración que con afán de renovar el servicio dio de baja los monitores blancos que medían de fondo lo mismo que de frente y que sonaban como máquinas del tiempo y que algún día, nuevos, destronaron a las máquinas eléctricas de escribir que reemplazaron a las mecánicas. El selecto público que asiste a esos templos profanos: estudiantes, algunos, pero también muchos jubilados, más hombres que mujeres, que pueden dedicar un precioso tiempo a la tarea de leerse el periódico de cabo a rabo. Ancianos que descubren en las computadoras tipo clon, con internet, el mundo virtual. Las búsquedas de bibliografía que duran un minuto en internet explorer. El ruido de los buses que dejan ese hollín molesto en las persianas y que impide la sensación de aislamiento total del mundo en la modesta pero iluminada y espaciosa biblioteca, decorada por un soberbio retrato al óleo y un reloj que advierte el paso del tiempo. Hoy es jueves, 20 de septiembre de 2018. Es la ciudad que está viva, con su tráfico y su contaminación y sus cables aéreos y sus oficinistas, comerciantes autónomos, estudiantes, burócratas y desempleados tomando cafecito o aguantando un poco el hambre para comer todo el almuerzo al mediodía.

A veces soy la que se queda dormida sobre el escritorio y a veces soy la que ve cómo los otros duermen. 

martes, 1 de mayo de 2018

Cuchara floreada y Coral negro

En su Poética del espacio, Bachelard concibe a la casa como “la plenitud primera” y el lugar de los seres protectores. El calendario de la vida solo podría establecerse en su imaginería y, en el acto de memoria, para el conocimiento de la intimidad es más urgente que la determinación de las fechas, la localización de nuestra intimidad en los espacios.[1]
La casa -que por antonomasia es la casa de la madre y el padre- sería símbolo de identidad, afecto y arraigo, al que se añora regresar desde la distancia del tiempo, el exilio o la ruptura. Para matizar esa visión idealizada, desde la crítica feminista, la casa también se comprende como un espacio de riesgo, violencia, dominación y ejercicio de poder patriarcal sobre las mujeres, las niñas y los niños. Cada quien reconstruirá desde su particular experiencia, con matices y collages estético/afectivos, su imagen, o más bien, recuerdo, de la propia casa. Hoy quisiera reconstruir para ustedes un poco de mi casa, lugar donde habitan mis amados padres con cuatro gatas -dos jóvenes y dos ancianas- el nido que compartieron con nosotras, tres hijas, por más de treinta años, hasta que, paulatinamente, con sendos quipis, la dejamos para seguir con nuestras vidas. 
Pero a nuestra casa siempre volvemos, en alegre visita. Dicha morada, con renovados ambientes interiores, no ha perdido la huella de algunos adminículos, corotos o francamente, chucherías, que alguna vez nos importaron. Mezei destaca que varios trabajos autobiográficos asocian espacios privados y experiencias de la niñez con la evolución de la conciencia interior. Los espacios domésticos, que han sido percibidos ordinariamente como banales e incluso insignificantes, son vitales para la formación de la memoria, de la imaginación y del “yo”. El espacio geográfico donde se ubica la casa, los paisajes, la fachada y la decoración interior, hasta en los objetos más pequeños, expresan y afectan la identidad individual y la composición de la escritura y la imagen. Hay una simbiosis entre el espacio y la vida que simboliza y determina la expresión narrativa.[2]
He escogido para este texto evocar dos objetos de importancia clave en el relato de la ambivalente relación de amor-odio entre mis hermanas y yo mientras convivimos en la casa. La casa también es el espacio/tiempo de batallas fratricidas por territorios y objetos y de ejercicio abusivo de micro poderes, envidias, violencia y desencuentros entre casi iguales: 

1.  La Cuchara floreada
Era yo muy pequeña. Mis recuerdos de la cuchara floreada en sí son borrosos. Era una cuchara normal, sino se habría extraviado de algún juego de cucharas floreadas. No sabemos cómo llegó a la casa. Lo que hacía preciosa a esta cuchara, era su distinción. Era diferente a las demás de la casa, que tenían apenas una franja poblada de flores como adorno. En la Floreada, el estampado vegetal inundaba todo el mango, sin bordes. Era un poco más grande y redonda que el resto y con eso bastaba para sobresalir. Comer con la Cuchara floreada era una pequeña victoria. Con ella, un humilde arroz con huevo o atún se transformaba en un manjar delicado. Mis hermanas -llegaron a ser mis primas también- y yo, ocultábamos la cuchara para ser las siguientes en usarla. Estábamos constantemente pendientes del descuido de quien la tenía en ese momento para hurtarla y dejarla a salvo, como tesoro, para exhibirla en la próxima comida familiar. No había mayor alegría que comer con aquella sopera. La decoración de los mangos de las cucharas con motivos de fantasía se remonta a las más antiguas civilizaciones. Floreada parecía conocer su importancia y a veces, esquiva, desaparecía. Las amargas batallas por ella: concursos, premios, chantajes, apuestas, intervenciones de adultxs, llantos, reclamos y leve violencia física entre pares, marcaron nuestra infancia. Muchos años después de su misteriosa desaparición, con la que cesaron esas peleas, mi mami -si no recuerdo mal- nos confesó que ella se hizo cargo de destruir a la cuchara -o acaso guardarla- para tener algo de concordia en el hogar que con ilusión había formado.

2. Coral negro
Alguna vez le regalaron a mi madre (o lo compró, no me acuerdo) un perfume llamado Coral negro. Estoy ayudando a mi memoria, nítida en cuanto a la imagen de la pretenciosa botella, con Google, para revivir más detalles. Las fotografías que la red me devuelve cuando busco Coral negro, en frívolo déjà vu, me remontan al baño de la casa y a otro período feliz de mi infancia. Cuando mi mami llegó a la casa con la fragancia de origen cubano, modesta en precio pero escandalosa en aroma, diseñada por Suchel Camacho, de la familia olfativa almizcle floral amaderado para mujeres; cuyas notas de salida son gálbano y limón (lima ácida); las notas de corazón son rosa, sándalo y jazmín; las notas de fondo son almizcle y ámbar gris; se activa mi memoria olfativa y revivo aquellas rencillas en que nos amenazábamos con mis hermanas: "si te portas mal te rocío de Coral negro". Así, gran parte de esa época vivíamos la zozobra constante de que en cualquier momento podríamos ser bañadas en el tumultuoso vaho de dicha esencia. Mientras los perfumes amados se evaporan cuando nuestra economía no nos permite ya comprarlos, las colonias de bajo precio en el spray de su magia, tienen el efecto contraproducente de inundarlo todo y de ser imborrables e imperecederas. No sé cómo desapareció de la casa Coral negro, pero continúa el miedo de ser envuelta en sus efluvios miasmáticos. Hay aún algo que impregna la casa con la oscura emanación de Caribe noventero galante y tropi-glamuroso. 
La Cuchara floreada y Coral negro, de formas opuestas -la primera, porque nos peleábamos para tenerla, el segundo, porque nos peleábamos para no tenerlo- fueron objetos entrañables de mi niñez. Las frecuentes discordias entre mis hermanas y yo por futilidades y cachivaches no impidieron que   amemos nuestro hogar, en el que fuimos felices, nos quisimos y apoyamos. A pesar de esporádicas -o continuas, dependía de la época- pero siempre efímeras, riñas, primó lo que hoy llaman sororidad en nosotras. Actualmente, no tengo a nadie con quién pelearme por un objeto decorativo. De alguna manera extraño esa sensación de importancia que da el saberse custodia de un tesoro que más personas anhelan (Cuchara floreada) o de poseer en mis manos el don de rociar, con una hedentina     -potente y destructiva-, a quien me haga daño (Coral negro). 

[1]Gastón Bachelard: La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000, traducción de Ernestina de Champourcin.
[2]Kathy Mezei: “Domestic Space and the idea of Home in Auto/Biographical practices”, en Marlene Kadar, Linda Warley, and Jeanne Perreault: Tracing the Autobiographical, Editorial Wilfrid Laurier University Press, Waterloo, Ontario, 2006, p. 82-83.

viernes, 23 de marzo de 2018

“Me gustaría rajar mi corazón con un cuchillo y meterte dentro de él”, breve ensayo sobre El Collar de la Paloma de Ibn Hazm de Córdoba

Su amor ha hecho volar mi corazón de su sitio,
Y, después de posarse un instante, aún anda revoloteando.
Ibn Hazm

El Collar de la Paloma es una delicada joya, cumbre de la literatura islámica de tema amoroso. Para muchos, es también el libro más hermoso jamás escrito sobre la naturaleza del amor en sus misteriosos y universales detalles. Su autor, Abu Muhammad 'Ali Ibn Hazm, fue filósofo, jurista, teólogo, historiador y poeta andalusí. Nació el 7 de noviembre del año 994 en Córdoba. Sus primeros años transcurrieron en un medio de nueva aristocracia, lujo y bienestar. Se educó dentro del harén, donde conoció prematuramente los entresijos de la vida sexual y erótica. En 1013, luego de un período de esplendor, Córdoba es destruida y pasa a manos de los beréberes. Ibn Hazm fiel a la dinastía de los Omeyas huye a Almería, de donde fue desterrado. Luego del cautiverio sufrido en Aznalcázar, situado entre Málaga y Murcia, se refugia en Játiva, donde escribe su más famosa obra, El collar de la paloma. Sobre el amor y los amantes[1].
Octavio Paz señala la deuda de Occidente en cuanto a su concepción del amor, con el mundo árabe. Para Emilio Tornero, la filosofía occidental, a lo largo de su historia, no ha hecho objeto de sus análisis la temática amorosa. En el ámbito literario y religioso comenzará a plantearse el tema del amor y de su estudio teórico. Fue Stendhal quien reconoció que “el modelo y la patria del verdadero amor hay que buscarlo bajo la tienda gris del árabe beduino”. El collar de la paloma es el libro más conocido de los árabes que versan sobre el amor.[2]
Esta risāla de treinta capítulos es un obsequio del autor, “para retratar con veracidad, sin desmesura ni minucia, la pintura del amor, sus aspectos, causas y accidentes y cuánto en él o por él acaece”[3] a pedido de un amigo, como concesión para complacerle. Por este motivo, el libro inicia con una graciosa justificación:

Por tratarse de un asunto liviano y ser nuestra vida tan corta, que no conviene que la usemos sino en aquello que esperamos ha de hacer más llevadera nuestra existencia futura y más placentera nuestra eterna morada el día de la resurrección. (…) “Dejad que las almas se explayen en alguna niñería, que les sirva de ayuda para alcanzar la verdad”. “Quien no sepa echar alguna vez una cana al aire, no será buen santo”.

Así, zanja la preocupación de entregarse a la frivolidad de la escritura sobre un asunto que tiende hacia la sensualidad aristocrática y a la descripción poética de las emociones que despierta la pasión amorosa, no sin una fuerte influencia religiosa y moralizante. En el libro también se pondrán en evidencia el pecado y las penas que se imponen a quienes son sorprendidos en falta, así como el valor de la castidad.[4]
El recorrido por la obra ofrece un profundo deleite a los lectores acerca de la aventura amorosa, sus delicias, placeres, decepciones y desgracias: esencia y señales del amor, sobre quien se enamora en sueños, sobre quien se enamora por oír hablar del ser amado, sobre quien se enamora por una sola mirada, o quien no se enamora sino por el largo trato, sobre quien habiendo amado una cualidad determinada, no puede amar ya luego ninguna otra contraria; sobre las alusiones verbales, las señas hechas con los ojos, la correspondencia, el rol del mensajero, la guarda del secreto, la divulgación del secreto la sumisión, la contradicción, el que saca faltas, el amigo favorable, el espía, el calumniador, la unión amorosa, la ruptura, la lealtad, la traición, la separación, la conformidad, la enfermedad, el olvido, la muerte, la fealdad del pecado y la excelencia de la castidad, que se abordan minuciosamente, a lo largo de treinta capítulos.
Para Ibn Hazm, la naturaleza del amor consiste “en la unión de partes de almas que, en este mundo creado, andan divididas, en relación a como primero eran en su elevada esencia”[5] “El amor es, por tanto, algo que radica en la misma esencia del alma”. Aunque existan diferentes suertes en el amor y varios tipos de él, destaca el “amor irresistible que no depende de otra causa que la afinidad de las almas”. Todos los géneros de amor cesan, con excepción del verdadero amor, “basado en la atracción irresistible, el cual se adueña del alma y no puede desaparecer sino con la muerte”:

En ninguna de las demás clases de amor acaecen la preocupación, la turbación, la obsesión, la mudanza de los instintos innatos y el cambio del espontáneo modo de ser, la extenuación, los suspiros y las demás pruebas de pesar que acompañan al amor irresistible. Todo esto confirma la idea de que este auténtico amor es una elección espiritual y una como fusión de las almas.[6]

El nacimiento del amor es, en la mayoría de los casos, por la forma bella, pero no solo. De otro modo no serían amadas criaturas sin belleza. El alma bella suspira por todo lo hermoso y siente inclinación por las perfectas imágenes. Si tras de esa imagen distingue algo afín, nace el verdadero amor. De lo contrario se trata de puro apetito carnal.[7] Es el amor, en suma, “una dolencia rebelde, cuya medicina está en sí misma, si sabemos tratarla; pero es una dolencia deliciosa y un mal apetecible, al extremo de que quien se ve libre de él reniega de su salud y el que lo padece no quiere sanar".[8] Sobre esta paradoja conmovedora, escribe en un poema:

¡Oh esperanza mía! Me deleito en el tormento que por ti sufro.
Mientras viva, no me apartaré de ti.
Si alguien me dice: “Ya te olvidarás de su amor”,
no le contesto más que con la ene y la o”.[9]

Abundan en el texto las referencias a detalles pintorescos, de una entrañable sensibilidad, como la descripción de las señales del amor:
(…) animación excesiva y desmesurada; el estar muy juntos donde hay mucho espacio; el forcejear por cualquiera cosa que haya cogido uno de los dos; el hacerse frecuentes guiños furtivos; la tendencia a apretarse el uno contra el otro; el cogerse intencionadamente la mano mientras hablan; el acariciarse los miembros visibles, donde sea hacedero, y el beber lo que quedó en el vaso del amado, escogiendo el lugar mismo donde posó sus labios.[10]
Del mismo modo, “los amantes que se corresponden se enfadan con frecuencia sin venir a qué; se llevan la contraria, aposta, en cuanto dicen; se atacan mutuamente por la cosa más pequeña, y cada cual está al acecho de lo que va a decir el otro para darle un sentido que no tiene; todo lo cual es prueba de lo pendientes que están del otro”[11]. La afición a la soledad, la preferencia por el retiro y la extenuación del cuerpo cuando no hay en él fiebre ni dolor que le impida ir de un lado para otro ni moverse y el modo de andar, son indicios de la languidez latente en el alma.[12] El insomnio es otro accidente de los amantes, a quienes califica de “apacentadores de estrellas”, que se lamentan de lo larga que es la noche. La extrema susceptibilidad respecto a quien se ama y a cada una de sus palabras es otra señal propia del amor. El amante que no está seguro de ser correspondido se vuele circunspecto, se refrena y cuida sus ademanes y miradas. El amante espía al amado, toma nota de cuanto dice, investiga cuanto hace, no se le escapa cosa chica ni grande, y le sigue en todos sus movimientos. En esto los necios se vuelven listos y los incautos, agudos.[13]
El amor ejerce sobre las almas un efectivo e irresistible poderío. Destruye lo más recio, desata lo más consistente, derriba lo más sólido, se aposenta en el fondo del corazón y torna lícito lo vedado.[14] Quien declara su amor a través de alusiones verbales, mientras espera la respuesta se halla temeroso y suspenso entre la ansiedad y la desesperanza. Cuando los amantes se entienden mutuamente, nadie más que ellos, comprende cuanto se dicen, excepto quien está dotado de penetrante intuición, ayudado por la sagacidad y asistido por la experiencia.[15] Los ojos son los mensajeros privilegiados, avanzada certera del alma, clarísimo espejo en que ella conoce las realidades.[16]
El papel de la correspondencia es crucial, si los amantes siguen en relaciones. Muchos enamorados se dan prisa en romper las cartas, una vez leídas, diluyen la tinta con agua o borran su escritura para evitar desgracias. La carta sirve de lengua al amante, cuando éste se encuentra impedido para hablar o sufre sonrojo o timidez. El arrobo del amante cuando su carta se ha recibido, es maravilloso. El amado se pone la carta sobre los ojos o sobre el corazón y la estrecha. Incluso un hombre depravado ponía sobre su miembro la carta de la amada, ejemplo de fea rijosidad y de excesiva incontinencia. También están quienes mezclan con tinta sus lágrimas o saliva, o escriben con sangre de heridas hechas a propósito.[17]
La elección del mensajero es fundamental, suelen ser criados de poca edad, personas respetables y fuera de sospecha o mujeres de oficios que suponen trato con las gentes.[18] Las mujeres tienen un celo especial por guardar y encubrir secretos, las más viejas ayudan a las más jóvenes en sus empresas amorosas, incluso prestándoles sus ropas y alhajas a las pobres.[19] A veces la mensajera es una paloma, que lleva como collar las cartas de los amantes.
Asimismo, se expresa la diferencia en que mujeres y hombres viven el amor, desde una perspectiva patriarcal. Las mujeres, para Ibn Hazm, no siempre son de fiar. Las que están ociosas nada hacen sino desear a los hombres y sentir deseos de unión sexual, dado que no se ocupan en otra cosa ni han sido creadas para nada más. Los hombres, ocupados de asuntos importantes y penosos trabajos, no pueden andar ociosos, distraídos con niñerías.[20]
No quedan fuera del tratado las mezquindades del amor: la divulgación de su secreto, la traición, los celos, la sumisión, la venganza, la separación, las calumnias que separan a los amantes, los embustes, las mentiras, el hastío y la clandestinidad:
La unión clandestina ocupa un lugar
A que no llega la unión posible y manifiesta.
Es un placer mezclado de precaución
Como el andar por medio de las dunas.[21]
A veces la unión amorosa viene a ser tan dulce y los corazones se aúnan de tal modo, que los amantes llegan a despreciar el qué dirán, a no parar mientes en los censores, a no ocultarse de los espías, a no cuidarse de los chismeros, e incluso entonces las hablillas acrecientan su deseo.[22] No hay veneración comparable a la que el amante siente por su amado, ni alegría mayor ni más grande placer que el del amante cuando está seguro de que el corazón del amado le pertenece y tiene confianza en su inclinación y en la sinceridad de su amor. No hay situación más humilde que la del amante apasionado ante el ser que ama cuando éste se halla enojado, presa de la cólera y dominado por la soberbia.[23]
Sobre la fatalidad de la separación, en confesión autobiográfica, declara su amor:
Nadie ha estado nunca tan perdido de amores ni ha sentido mayor pasión que la mía por una esclava que tuve en otros tiempos y que se llamaba Nu’m. Fui su primer amor y nos correspondíamos en afecto. Cuando murió no había cumplido yo los veinte años. Luego de perderla, ya no he hallado placer en la vida. Ni he olvidado su memoria ni he podido después tratar a otras. Mi amor por ella ha borrado todos los que le precedieron y ha hecho imposibles los siguientes.[24]
Cuando el amor no es posible, llega la conformidad, de maneras que rayan en el masoquismo, como el caso del amigo que había sido herido con un cuchillo por quien amaba y besaba el sitio de la herida, bañándola en llanto. Otra muestra de conformidad es darse por pagado al poseer cualquiera de los objetos del amado. Por esta razón jamás hubo dos enamorados que no cambiasen entre sí mechones de pelo, perfumados con ámbar, rociados con agua de rosas, unidos por la raíz con goma o con blanda e intacta cera, y envueltos en trozos de brocado, seda o cosa parecida, para que les sirviesen de recuerdo durante la separación. Otra muestra de conformidad consiste en darse por contento con ver en sueños la imagen del amado y saludar su espectro nocturno. Incluso el amante se puede regocijar con ver y tratar a quien ha visto a su amado, o a quien viene del país de este.[25]
Existen, como lo opuesto al amor, dos tipos de olvido, el natural y la resignación. Entre el resignado y el olvidadizo está la diferencia de que el resignado puede ser duro e injuriar a su amado pero no permite que nadie lo haga más que él. Los motivos del olvido son la inconstancia, la cortedad que se interpone entre él y la alusión a sus sentimientos y el trueque de un amado por otro, que merecen censura. No la merece la resignación, al preferir la modestia al placer del alma. El carácter del Islam es la modestia. En el amado, hay cuatro causas de olvido: el continuo desdén, la esquivez, la crueldad y la traición. Hay una causa que proviene de Dios: la desesperación por muerte o por separación o por enfermedad incurable y son excusas para quien se esfuerza por olvidar.[26]
El pecado, el adulterio y la homosexualidad, considerada una grave falta, son fuertemente castigados por las leyes humanas y divinas. Por esa razón se ensalzan las excelencias de la castidad, sobre todo para quienes han resistido a la tentación pudiendo ceder a ella. Para Octavio Paz, en la erótica árabe el amor más alto es el puro; todos los tratadistas exaltan la continencia y elogian los amores castos. Se trata de una idea de origen platónico, aunque modificada por la teoría islámica. Para Ibn Hazm hay una escala del amor de lo físico a lo espiritual: el culto a la belleza física, las escalas del amor, el elogio a la castidad –método de purificación del deseo y no fin en sí misma- y la visión del amor como la revelación de una realidad transhumana, pero no como una vía para llegar a Dios. El amor es humano, exclusivamente humano, aunque contenga reflejos de otras realidades. [27]
Así concluyo este breve ensayo, sobre el libro más hermoso jamás escrito sobre el amor y los amantes, legado de Al-Ándalus a la sabiduría universal, con estos apasionados versos:
Me gustaría rajar mi corazón con un cuchillo,
meterte dentro de él y luego volver a cerrar mi pecho,
para que estuvieras en él y no habitaras en otro,
hasta el día de la resurrección y del juicio.





[1] Paulina López Pita, “El collar de la paloma. Tratado sobre el amor y los amantes”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, H. Medieval, t. 12, 1999, pp. 65-90.
[2] Emilio Tornero, Teorías sobre el amor en la cultura árabe medieval, Madrid, Siruela, 2014, pp. 8-9.
[3] Ibn Hazm de Córdoba, El Collar de la Paloma, versión de Emilio García Gómez, Madrid, Alianza Editorial, 2016, p. 119.
[4]Daniel Álvarez Bermúdez, El collar de la Paloma, el mejor tratado sobre la naturaleza del amor, disponible en: https://drive.google.com/file/d/0B7O3K_Xswt6aTUFSajFlWHpyeXc/view
[5] Ibn Hazm, op. cit., p. 128.
[6] Ibíd., p. 131.
[7] Ibíd., p. 134.
[8] Ibíd., p. 136.
[9] Ibíd., p. 137.
[10] Ibíd., p. 141.
[11] Ibíd, p. 142.
[12] Ibíd., p. 143.
[13] Ibíd., p. 150.
[14] Ibíd., p. 167.
[15] Ibíd., p. 173.
[16] Ibíd, p. 176.
[17] Ibíd., p. 179-181.
[18] Ibíd., p. 182.
[19] Ibíd., p. 108.
[20] Ibíd., p. 209.
[21] Ibíd., p. 238.
[22] Ibíd., p. 240.
[23] Ibíd., p. 249.
[24] Ibíd., p. 286.
[25] Ibíd., 298-302.
[26] Ibíd., p. 329.
[27] Octavio Paz, La llama doble, Barcelona, Seix Barral, 2014, pp. 86-89.