Hoy sentí en el fondo de mi corazón que les debía un texto a mis peluches. Fueron llegando en circunstancias especiales, así que a cada peluche le debo un acápite, sobre el inicio y el final de una vida de lana que se esfumó, con una excepción, en la brevedad.
El primer peluche que tuve, se llamó "Perro de Cula", acaso porque era un perrito gordo, su superficie era como de bolitas suaves y tenía en la mano un chupón y venía con un baberito. Detrás había la posibilidad de abrirle una suerte de pañal. Por eso el nombre, que es de esas claves familiares que me avergüenza mucho decir fuera del contexto hogareño. Con ese peluche jugamos hasta el cansancio, aun cuando de niña yo fui poco inquieta, de hecho, mi mamá me ha contado muchas veces que yo nunca dañaba mis cosas, ni mi ropa, y mis zapatos se mantenían nítidos y perfectos (yo no me quejaba cuando estaban apretados, así que ella tenía constantemente que tocar las puntas, para ver si ya me había crecido el pie). De todas maneras, el "Perro de Cula" se volvió un peluche comunitario, que terminó sucio, rasgado y que luego sucumbió en alguna limpieza de la casa. No supimos más de él.
Mi segundo peluche fue un regalo de Navidad de mi mamita. Yo pedí, en una carta al Niño Dios (porque nunca creímos en Santi Clos, en eso mis padres eran irreductibles) un peluche y una pelota. Llegó envuelto en papel de regalo, que abrí ansiosa, e inmediatamente le llamé Plumín. El Plumín vestía un sobrio pañuelo de tweed que envolvía con flema inglesa, su suavísimo cuello. Era café y la carita, blanca. Yo le amaba demás al Plumín, no me separaba de él para nada. La nariz de mi amiguito era de cuerina, por lo que debía protegerla de eventuales roces. No sé qué fue del Plumín, sucumbió seguramente en alguna de las batidas estéticas que frecuentemente hacía mi hermana Oliverita en el afán de que nuestro hogar tuviera mayor decoro y sobriedad.
La siguiente historia es sobre una pareja de peluches que adquirí con mi propio peculio, cuando recibí mi primera remuneración por asistir en tareas escolares a mi primo. Fui a la Feria Libre y los vi y me enamoré. Eran dos peluches iguales, pero distintos en color. El uno era cardenillo y el otro, del color del dulce de leche. Tenían gorritos de lana y bufandas a juego. Sus ojitos eran de plástico, con pestañas incluidas y tenían un trozo de tela de imitación de terciopelo roja por lengua. No sé qué influyó en mí para escoger sendos y polémicos nombres: Nicky y Ricky, les llamé. Les hice sentar en una mesita y parecían soportar de manera perenne un frío de carácter cuasi polar. Elevo en este momento una plegaria por Nicky y Ricky. Qué sería de aquellos gemelos traviesos.
(En este punto, fui al baño y me di cuenta de que tuve otros peluches también -regalos de amigxs y novios- pero para delimitar el objeto de este modesto estudio, únicamente me centraré en aquellos que tuvieron nombre, así que ya mismo terminamos este fascinante recorrido, amantísimxs lectores).
Tenía yo diez años cuando hice mi primera comunión. Para festejar este paso sacramental, la asunción en mi infante organismo del cuerpo de Cristo, luego de la penitencia y la Eucaristía, mis padres ofrecieron a las personas más allegadas de la familia, un almuerzo de agasajo para compartir conmigo la dicha de haber llegado a la edad de discreción. Hay unas fotografías que deberían desaparecer del portafolio de mi trayectoria, en que, de rodillas, escucho reflexiva y tarareo, "Oh buen Jesús, yo creo firmemente, que por mi bien estás en el altar", pensando, lo digo con cierto remordimiento, en qué agrados me convidarían luego. Podría escribir una historia aparte sobre los presentes que recibí ese epifánico día. Seré breve: fui obsequiada con los dos primeros diarios íntimos que tuve, cuyas páginas plagué de mis tímidos secretos preadolescentes, un Divino Niño Santorini, o alguna marca similar, de manos de mi inefable abuelita y, el más grato regalo, vino desde mi abuelito Don Víctor. Era un oso de tamaño mediano, cafecito, de lana muy suave, que tenía entre las manos un corazón de tela carola, rodeado de nítido encaje blanco, con la leyenda "I love you mom". Entonces, yo ya había recibido en la escuela unas clases básicas de inglés y en mi sinceridad infantil le dije al abuelito: "Gracias abuelito, está precioso. Tiene un corazón que dice te amo mamá". Mi abuelito, con mucha dulzura y razón, me dijo: "es que vos sois la mamá del osito". Tanto le amé yo al osito Don Víctor, que me acompañó dieciséis años más. Dormía con el osito todas las noches y fue ganando una apariencia preciosa. Es de los pocos peluches que lucían más bellos con el uso. El osito Don Víctor continúa viviendo en mi cuarto de soltera. Le puse una chompita azul con verde, con cuello de tortuga, que conserva.
Actualmente, no tengo ningún peluche en mi casa. Ninguno. No los extraño porque me gustan en la medida en que puedo observarlos. No necesito poseer un peluche. Guardo en mi corazón de lana a todos aquellos muñecos suaves que pasaron por mi vida, para alegrarla. Para consolarme en mis días de dudas y tristezas adolescentes. Hoy elevo una plegaria por mis peluches. Por los que no sé dónde estarán, por los que abracé, por los que imaginé amigos míos. Propongo un brindis en su honor.
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