El jardín de la casa no tenía ningún orden. Había sido modelado por el caos. Por las casualidades de plantas derramadas en el terreno de la casa inconclusa, sin siquiera pintar. Proliferaban el quicuyo y las enormes hojas de sambo. A ella le gustaba mirar los detalles chiquitos de las plantas. En esa época había mariquitas en el jardín. Era precioso recogerlas con las yemas de los dedos y mirar sus lunares hasta que la tarde avanzara. Asimismo, sostener entre el pulgar y el índice esas bolsitas verdes de los amores constantes que, al aplastar, se convertían en gusanos vegetales, listos para decorarse el pelo. Le gustaban también los cocos y los toctes, chancarlos hasta que surgieran los frutos tiernos desde las profundidades de una coraza que parecía impenetrable. Pero lo mejor de todo, era coleccionar loras y ponérselas sobre toda la ropa. Amiguitas insectas, tan cariñosas, de un gris plateado amable y unos ojitos cafés de particular encanto. Un día, llena de loras en la chompa, que le colocó su hermana, llegó la madre. Lanzó un grito de terror. Conoció el miedo por primera vez. Sintió urgencia de arrancarse las loras, como si fueran a tragársela. Ya no las ha visto en muchos años. Sólo recordarlas, estremece.
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