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jueves, 16 de marzo de 2017

Paraguas

Había perdido la cuenta de cuántos paraguas pasaron por sus manos. Serían unos treinta, a la fecha. Entre regalados, prestados, extraviados, comprados.

(Los paraguas tienen esa generosidad astuta, esa indulgencia y discreción, de morir lejos de sus iniciales dueños, en una muestra de recogimiento y dignidad. Tienen voluntad propia. Prestan un servicio y desaparecen. Son esquivos como ciertas lluvias. Son protectores como ciertos soles. Son de servicio comunitario, sin quererlo.)

 Los paraguas van de mano en mano, como el paraguas olvidado por él, que está con ella. Ella un día lo abrió cuando comenzó a paramar y los alambres torcidos y caprichosos en nada se parecían a su paraguas casi nuevo, de apenas dos lluvias. Este se veía viejo, destartalado, pero algo cubría. Lo compartió con una amiga que agarró fuerte su brazo, para estar más juntas, para que la tormenta no les mojara las pestañas. Llegó la calma y olvidaron el paraguas en un restaurante.

(Los seres humanos somos de una ingratitud reprochable con los paraguas. Si no llueve, pocas personas tienen en mente llevárselos luego de haberse servido de ellos y acomodado en alguna esquina. Son esas las mentes impecables, organizadas, prolijas. Para otras mentes, los paraguas son ayuda impermeable ante la inminente amenaza de lluvia. Pero son fácilmente olvidados cuando escampa. Así que su naturaleza huidiza compensa el abandono que sufren.)

El paraguas viejo se quedó en el restaurante y la dueña lo guardó en una canasta. Ya servirá para sacar de algún apuro a un cliente, pensó.

(En qué estarán convertidos, me pregunto, mis paraguas. Los paraguas de dólar, de tres dólares, que compré al paso, apurada, cuando hubo lluvia súbita. Los paraguas sofisticados que, en emergencias, me robé de mi padre, que no recuerdo con precisión, en realidad, si devolví. Los paraguas que se prestan a huéspedes queridos, para secarles el camino, por cortesía. Que sabemos, amargamente, que jamás volverán).

Hay una viejita saliendo de un restaurante. Abre un paraguas negro, pequeño, modesto, suficiente para llegar seca a la casa. Los alambres, torcidos, le dan la vuelta. La viejita sigue andando con este paraguas feo, con ágil paso para llegar pronto. Escampa, se encuentra con una amiga, lo coloca en el piso para que se seque. Olvida el paraguas, de lo entretenida. Lo recoge otra persona, por curiosidad, y se deshace de él aun antes de que llueva. El paraguas termina entonces en un rincón empolvado o quizás en la basura, en un panteón de paraguas olvidados con el primer rayo de sol.

(Me gusta pensar que los paraguas se pierden justamente para ayudar a quienes, en momentos determinados, los necesitarán más.)

Así que jamás tengo tristeza cuando olvido un paraguas.

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