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jueves, 12 de septiembre de 2013

Pajaritos

Y me miento, y pienso que mañana, esos colores que la vida pinta, no serán más los del cartón, sino los del rayo, los del páramo o el sol, los del pavimento seco del calor que quema y da vida, la música de los pitos de las calles y de los susurros de las vecinas, no más la música preferida que se toca cómodamente, sino el ruido de la vida que pasa y transcurre fuera de las esteras tejidas de paja y fuera de las flores compradas en la plaza de las flores y fuera, también, de los jardines de las villas que nos recuerdan cuán mal repartida está la plata, y por qué un@s tienen jardín y otr@s arrendamos, y por qué el sol calienta mejor un jardín que un departamento, y por qué el frío parece que se ensañara más cuando no tenemos cortinas que nos abriguen del mediodía de posibilidades infinitas de texturas de caramelos alados, con los que acompañamos el café o las galletas de las conversaciones sin fin, que nos llevan a abrir paréntesis en interminables digresiones que poco o nada aportan al tema central, que nos recuerdan que la memoria y que las sensatez, además de conceptos frágiles, son realidades finitas, que como una chispa que se enciende, la lucidez también puede irse en cualquier momento.

Y entonces, al final, que más somos sino lo que nos rodea, pero quedan las miradas, los recuerdos, los sueños y las ilusiones, que estando bien son individuales, que estando mal trastocan las prioridades y convierten lo individual en colectivo. Y salir a las calles, y apropiarnos del espacio público, que tiene de escenario y de testigo, que nos pertenece aunque no seamos propietari@s de ningún pedazo de tierra por el que entrar en procesos judiciales, que nos pertenece como nos pertenecen las flores frágiles y simples que crecen hasta junto a las alcantarillas, y esos pajaritos sencillos, de panza color de asfalto y pintas entre negras, blancas y cafés, en una cabeza que nos recuerda que no solo la compra, la venta y el sueldo son formas de vida, que siguen ahí, alimentándose de las migas de pan, de las flores, de los gusanos que todavía da la tierra, que tienen esas barriguitas grises llenas del plancton de la urbe, que viven más allá de nosotr@s, que son libres porque pueden volar. Que nos pertenecen, precisamente, porque no pertenecen a nadie, porque no nos pertenecen, porque el concepto perverso de la propiedad y la pertenencia, pierde sentido frente a esos seres que pueblan los paisajes de tod@s, y sobre los que nadie, afortunadamente, tiene la exclusividad. 

Y el quicuyo, ese verdor proletario, que llaman algun@s mala hierba, que no necesita más que de los rigores y los prodigios del clima para ser. Y  las gotas de rocío que generosamente bañan las hojitas más sencillas, esas que viven y hablan, esas que muriendo todos los días, viven, que son colectivamente, que no necesitan de su individualidad para ser una alfombra cómoda sobre la que posar las suelas de nuestros zapatos, que no nos hieren los pies. Porque pensar colectivamente es un asunto que viene de la necesidad, de la reivindicación, de los sufrimientos compartidos. No viene de los espejos, ni de los tapices, ni de los libros, siquiera. Viene de adentro, de donde tod@s venimos. Y que sea contagioso, si se pide, si se necesita. Si somos más quienes sufrimos el miedo, la represión, la falsa perfección que nos venden por montones con nuestro propio dinero, más seremos en las calles, en los adoquines del espacio público, versión urbana, pero no menos importante, no menos poética, y no menos simbólica, del quicuyo que se pertenece a sí mismo y que procura una alfombra verde sobre la que seguir peleando el camino. 

Y ser como los pajaritos grises y sencillos, como el quicuyo que no pide para crecer, pero crece de nuevo si se corta, como los dientes de león que de amarillos se convierten en transparencia que el viento se lleva de un soplo prodigioso. Como los niños y las niñas que parecen ya venir con la sabiduría necesaria para enfrentar el mundo que les dejamos mal y que les toca. 

Como las panzas de los pajaritos cuyo nombre, al menos yo, no sé. 

Como el pan enrollado que venden caliente en las tiendas y que al siguiente día sabe mal, pero alimenta igual. 

Como los inexplicables soles cuencanos que preceden a los torrenciales aguaceros para los que, a veces, no tenemos paraguas. 

Como las mentiras que nos decimos, como las verdades que se multiplican hasta vaciar de contenido las mentiras que queremos que sean verdades. 

Como los pajaritos aquellos, que llegan sin que un@ les llame. Como el diente de león y el quicuyo, regalos urbanos de la naturaleza que le gana al concreto. 

En fin. 


sábado, 7 de septiembre de 2013

ESPEJOS


“Un pez solo en su pecera se entristece
y entonces basta ponerle un espejo
y el pez vuelve a estar contento.”
Julio Cortázar, Rayuela.

Los espejos, paradigma de la vanidad y el autoconocimiento, al menos superficial, reafirman y repiten nuestra frágil existencia. Nos miramos en el espejo, en un ejercicio de narcisismo o mortificación, y de apropiación de nosotros/as mismos/as, para saber que estamos aquí. La sociedad actual, “mundo de plástico y de ruido”[1], es algo parecido al espejo testigo, que hoy reemplaza a los ojos del resto, antaño los espejos en los que teníamos que mirar para vernos.

Hace más de quinientos años, según cuenta la leyenda, los españoles cambiaron por oro a los indígenas, espejos. Aunque se pensaba que aquel era un intercambio completamente injusto, (desde el paradigma occidental, que da mucho valor al oro), los/as indígenas, en cambio, lo tenían en abundancia y no suponía ninguna novedad. Pero no conocían ese cristal maravilloso, como un pedazo de agua o de luna, que entonces les presentaría, por vez primera talvez, la maravilla de su propio reflejo. Este hecho sería la anticipación de la irrupción del individualismo occidental en la cultura milenaria de los pueblos indígenas de vida en comunidad, en la que el espejo único, hasta entonces, había sido el agua: otro ser vivo, a través del que comprobar la existencia.

La conquista nos regaló la falsa idea de compañía que los espejos ofrecen. Porque un espejo siempre nos muestra a nosotros/as mismos/as, pero al revés. Basta que alguien nos mire para saber cómo somos en realidad. ¿Y quién es ese/esa que nos mira desde el espejo? ¿Podremos tener de él/ella alguna respuesta nueva? Narciso, según la mitología, murió por no haber obtenido ninguna respuesta de su venerada imagen reflejada en el lago. Porque en la auto contemplación, sin más, nos falta algo. Nos faltan las otras personas. Necesitamos de los/as demás para existir y confirmar la existencia que un espejo nos muestra incompleta.  Porque nuestras vidas no están en los espejos vacíos y deshabitados, sino en cómo las brindamos a los/as otros/as.

Dejar la propia imagen   y reconocernos en el resto (en un retorno al cristal transparente, que también tienen los espejos) es necesario para retomar el sentido comunitario de la vida, el sentido de relación y dependencia, tan elemental, pero reducido, cada vez más, en contextos urbanos, a nuevos espejos: los de las pantallas de los ordenadores y de los celulares. Se supone que nos facilitan mirar al resto, en menor tiempo, con mayor cobertura. Pero lo único que vemos a través de ellos, en, por ejemplo, las redes sociales, es la imagen del espejo que cada uno/a quiere mostrarnos, no la realidad, ni la imagen, ni los sentimientos, producto del contacto directo. Eso es otra cosa. Las computadoras y los celulares, sofisticados espejos de los siglos XX y XXI, son el actual paradigma del ensimismamiento que el consumismo nos regala. Estamos cambiando tiempo y contacto real (y el tiempo es oro, dicen los gringos, nuevos conquistadores globales) por esos espejos de la era digital, que importamos por millones y desechamos cuando quedan obsoletos.

El retorno a los espejos reales, a los espejos de las miradas humanas, que, aparte de duplicarnos actúan simbióticamente, pues devuelven también la posibilidad de que el otro/a se refleje (cosa que no podemos hacer con un espejo), será, talvez, el mayor cambio histórico que nos traiga el futuro. De lo contrario, como Narcisos y Narcisas modernos/as, estaremos condenados/as al vértigo de un “caer en mí mismo inacabable”[2], sin respuestas que complementen nuestra existencia. Solo con ecos de imagen vacíos, que cuando nos vendieron el discurso de la autonomía y la autosuficiencia, no nos contaron que llevan, tarde o temprano, a la soledad.



[1] Eduardo Galeano, “Elogio del Silencio”.
[2] Octavio Paz, “La caída”.