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domingo, 5 de abril de 2020

El kitsch del virus




Amante soy de la parafernalia y de los paliativos*. No gratuitamente mis ídolos personales son Walter Mercado (que, en sus departamentos de Miami y Puerto Rico, respectivamente, tenía sendas habitaciones dedicadas por entero a albergar capas y perfumes) y Laura León (en cuyo talk show nos animaba a echarnos para adelante) y mis tesoros personales son cuentas, abalorios, bisutería, muñecas de aserrín y papel maché y figuras de yeso de animalitos (preferible si son perros, leones o delfines). Rezo con frecuencia y googleo los favores de la astrología a mi signo, con preferencia por aquellos horóscopos light que predicen bienaventuranzas y logros, cuando no exóticos viajes y prósperos negocios.

El virus puede sacar lo peor de los gobiernos y de la gente, en términos de desmantelamiento de sistemas de salud pública, estados de malestar, darwinismos sociales, mezquindades humanas, vilezas, envidias, oportunismos políticos, pero también nos demuestra que la vulnerabilidad es universal y que el sentido de supervivencia es el más fuerte de los impulsos demasiado humanos. En este momento el personal médico está ocupado en salvar vidas en los hospitales. Circula, por tanto, en nuestros celulares, una serie de bulos que se viralizan tanto como el mal porque multiplican la esperanza de tía en tía, como seráficos piolines que vivifican los ánimos caldeados por la angustia de la inminencia de la muerte en nuestro cosmos digital.

Médicos, ya cubanos, ya peruanos, ya chinos, nos cuentan en sus testimonios filmados con convicción científica pero improvisación audiovisual que han encontrado en sencillos elementos de nuestro mundo circundante (de la cocina) la cura al virus y que las potencias mundiales y las farmacéuticas los amenazan de muerte por arruinarles su multimillonario negocio. No está demás, por supuesto, tomar jengibre, propóleo, sal, limón, bicarbonato, no romper una cadena de whatsapp y juntarse en cruzadas de oración o meditación en línea, versiones contemporáneas de la consagración del Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús en 1873, como primer país en el mundo en hacerlo, luego de pasar por un horrendo terremoto. 

Ese frenesí de la esperanza mundial con su punto focal en los andes tropicales da cuenta de lo mucho que amamos la vida. Nos aferramos con uñas y dientes a la esperanza de ser los sobrevivientes de esta incierta, inédita y silenciosa peste. Queremos ser esa salamandra triunfal que sobrevive con las cucarachas en el célebre manifiesto de García Márquez, El cataclismo de Damocles, escrito en tiempos de amenaza atómica, que con Desiderata forma parte del repertorio kitsch del degradé de las emociones humanas universales que van desde el pesimismo total hasta el entusiasmo cauto y cuya circulación crece exponencialmente, salpicando de fe nuestros corazones abrumados por la proximidad cada vez más angustiante de la muerte. 

Hay una belleza y un dolor insoportables, en palabras de Bolaño, en esas calles que ahora son, por estar vacías las de verdad, las redes sociales. Hasta las tías más ancianas saben manejar videollamadas de whatsapp y son portadoras de angustias y esperanzas, recetas para desinfección exhaustiva y consuelos virtuales. Las noticias en radio y televisión no son alentadoras. En los prólogos musicalizados con ritmos marciales, los informativos en tono apocalíptico ponen los nervios de la población de punta. Y no es para menos. Por eso, crece, constante y amorosa, esa ola de fe que deviene en meme, oración o vídeo motivacional. El amor tiene muchas formas de manifestarse y un piolín, acaso, es como las cucarachas de García Márquez: esperanza imperecedera y único vestigio de lo que fue la vida cuando Chernobyl nos quitó la ilusión, como ahora lo hace esta extraña peste de cielo tan azul como trinos de pájaros libres.

*Amar la fe y la esperanza no quiere decir que debamos pasar por alto las advertencias de la OMS y sus protocolos.