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lunes, 6 de marzo de 2017

Credo

Yo creo en la pureza de las manos primeras que acogen una fontanela cubierta con lanugo. 
En el olor profundo, primigenio, de una cabeza párvula. En las pupilas inmensas, de color indefinido, de seres nuevos, sin apenas expresión. En los delicados surcos de una mano que de tan suave, parece transparente. 
Yo creo en la pureza de las ventanas que albergan algún tesoro. En la nostalgia de los ojos que se asoman curiosos a mirar desde un balcón de tercer piso. En las profundidades acuosas de un florero que recibe pétalos y tallos desde una ofrenda amante. Estoy en contra de todo, excepto de los hielos que se venden en la calle, coloridos con aguas brillantes, saboreados con leche condensada. De las lámparas de lágrimas que de niña soñaba con tener. En la lágrima plástica de lámpara colgante que ofrecieron regalarme un día y que imaginé un diamante precioso, que me rescataría de algún apuro económico más adelante. En el olor de las casas humildes, pero limpias, a fuerza de sacarle brillo a la estrechez con cera y trabajo. Creo que es más pura el agua de exprimir la ropa lavada de un ser amado, que el rocío que moja las hojitas del patio. Creo en la pureza de una lupa a contraluz, que de tan transparente quema los reflejos platinados del papel de una caja de tabacos del bolsillo de mi padre. 
Creo en la honestidad cuando veo los ojos de mi papá, medio claros, algo parecidos al ámbar, cuando se enrojecen por las tristezas acumuladas de no haberle enseñado a llorar a tiempo. Creo en el brillo de capulí de los ojos oscurísimos de mi mamá y en la punta redonda de su nariz, siempre reluciente, que delata una vida limpísima y unos hábitos de higiene incomparables. Mi madre brilla, en lo pequeñita. 
No estoy en contra de la bondad de la gente y de las ilusiones. Puedo contemplar por horas una película plástica, con líquido adentro, que mueve al compás de la voluntad propia unas estrellas fosforescentes que sugieren universos y galaxias rosadas. Creo en la purpurina que mi abuelito me sugirió comprar para decorar mis primeras obras, en los trozos de vidrio que fuimos a recoger de restos de trabajos de vidrierías, para ubicarlos estratégicamente dentro de calidoscopios fabricados con la ternura de espejos acomodados dentro de tubos de cartón. Para que chispeen aleatoriamente en la infinitud de multiplicar cristales para siempre. 
Creo en la posibilidad de agrupar objetos importantes y guardarlos en frascos. Para contemplarlos en la pulcritud del encierro. Para, más bien, sentir que nos miran desde el fondo de una caja. 
Creo en las manos gigantes de mi abuelito, que construyen maravillas de la nada. En el olor que me queda en el corazón luego de aspirar el pelo de mi abuelita con un beso. 
Creo en la colonia de caballero que mi abuelito, como secreto inconfesable, un día me dijo, servía para perfumar sus trabajos de acuarela. Y sus viejas estudiantes de arte no se explicaban cómo la hermosura de unas flores se proyectaba al punto de explotar fragancias de frescor antiguo. 
La pureza en la que creo se resume en los ojos de mi perra Tomasa. Pero la encuentro aún más clara en su pelo negro, como el mío, brillantísimo, que parece absolutamente blanco cuando reluce a más no poder, en esas hermosas matiné en que me encuentro en mi casa, extrañamente, raramente, o nunca, a las cuatro de la tarde, y puedo sentirme feliz solamente contemplando los rayos del sol (los últimos, los más quietos y sublimes) que traspasan sin ninguna violencia las ventanas de la casa vieja que habitamos. 
No tengo casi ídolxs, pero amo a quienes viven de ilusiones y las dicen y las lloran sin que les dé vergüenza. Porque yo lloro frecuentemente. A mí me hacen llorar las palabras hermosas, las imágenes de ternura indecible, más que las grandes nostalgias de la vida. Encuentro más arte en una lámina lenticular, en un cromo holográfico visto a la saciedad desde distintas luces, descubierto en la multiplicidad de colores que puedo ver. Porque hay los otros, los imposibles a la mirada humana. Imagino esos colores y al no poder imaginarlos por los límites que los sentidos nos amarran, los huelo. Y huelen a ropa recién lavada o a pan. 
Creo en los papeles brillantes que estaban guardados en una colección de libros de artes manuales, antigua, que mi papá guardaba intacta en su estudio. Siempre abría esos sobres y sentía que no debía robármelos. Me guardaba esas imágenes y las tengo ahora en mi memoria.

Esos papeles preciosos, platinados, recortados en tiras finísimas, envuelven imaginariamente este escrito. Son polvo de galaxia que algún día me acompañará en el ineludible regreso a casa. 

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