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jueves, 21 de marzo de 2013

El proceso de pintar un gato, de quitarle sus destellos dorados, como si fueran motivo de vergüenza.


(No es un poema. Entre muchas otras cosas, porque ya no es el día de la poesía) 

Como si los bigotes plásticos, 
puestos ahí para semejar realidad,
tuvieran la culpa de la habilidad eterna 
para deshacerse de lo que nos recuerda permanentemente 
que no somos dioses,
que más allá de nuestra capacidad de crear,
tenemos las humanas limitaciones que producen que, 
no solo ese gato de ojos estáticos
y mentirosamente grandes y abiertos,
sino todo lo que creamos,
carezca por completo de la capacidad de autodeterminación, 
de la capacidad de respirar por sí mismo, 
de tener latente un alma,
o algo que se le parezca,
sin la ayuda de una pila. 

Este gato dorado, el paradigma de la falsedad,
la encarnación plástica del augurio de la suerte en los negocios,
este gato cuyo brillo quise ocultar
para que su presencia fuera menos vergonzosa, 
me recordaba a todos los objetos sencillos, incómodos,
reproducidos por millones, 
que nos echan en cara la materialización de la serie sin propósito,
del trabajo mal pagado del otro lado del mundo. 

Este gato que, en lugar de uñas retráctiles,
(como correspondería a un felino real)
tiene un brazo, siempre izquierdo, que saluda constantemente.

Que saluda a todo el que viene. 
Que se mueve cadenciosamente con el viento, 
con la falsa energía de una pila
marca Toceba o marca ShanDon.

Este gato escarchado, gigante como ningún otro, 
falso y exageradamente falso, 
este gato que fue dorado,
que un día decidí pintar, 
para ocultar la vergüenza de su brillo, 
me reclama todos los días
el retorno a su ostentoso origen

mientras rechaza el falso tapiz de colores
que ortopédicamente le impuse. 

Esos ojos me siguen mirando, 
cuando ya se han ido. 

Bajo la inexistente sombra de pintorescas pestañas
que algún día los cobijaron soberbias
esos ojos mentirosamente grandes,
me siguen mirando.

Y unos bigotes que permanecen.
Que resistieron la grotesca intervención.

No era yo nadie para teñir su piel sintética. 
No era nadie para matar el brillo.
No era nadie para cubrir de colores 
el fulminante brazo retráctil,
el que saluda a quien llega,
sin preguntarse por qué,
solo ocupado de fluir al ritmo
de una pila de mala calidad. 


Ahora, me arrepiento. 






domingo, 17 de marzo de 2013

Oliverio

 (una prosopopeya de miércoles de ceniza)

En un planeta lejano, cada dos jueves, se reunían a conversar Oliverio, el Gato, apodado así por sus ojos claros y su voz felina y porque, con frecuencia, se limpiaba el cuerpo con la lengua; Godofredo, el cocodrilo, llamado de esta forma seguramente porque en lugar de ser redondas sus pupilas las tenía lineales y sus dientes eran bastante afilados; Gabriel, el dromedario, a quien de tanto leer encorvado se le había formado una abultada joroba y Camilo, el pájaro, que silbaba de una forma dulce y tenía un olor ligero a plumas.
Estos personajes se conocían de bastante tiempo y siempre acordaban sus citas para las cuatro de la tarde en uno de los cafés más baratos del lejano planeta. Raramente consumían una cantidad de dinero que justificara su prolongada estancia en el lugar, diría que el dueño se había acostumbrado a tenerlos allí, riendo y hablando de sus experiencias y recuerdos. 

Esa tarde, Oliverio, quien tenía la costumbre de la puntualidad, no había llegado a la hora prevista. Godofredo y Camilo estaban extrañados por su ausencia. Llegó, tarde como siempre, Gabriel, el dromedario, junto con su joroba, que cada día estaba más pesada. Abrió mucho los ojos, que parecían aún más grandes a causa de unos gruesos lentes y preguntó:
-¿Dónde está Oliverio?
-No sabemos dónde está -dijo Godofredo, el cocodrilo, visiblemente enojado- aún no llega. ¡Pero deberías saludarnos primero!
-Disculpen, disculpen -contestó Gabriel- lo que pasa es que he soñado esta madrugada con nuestro Oliverio y venía precisamente apurado, con ganas de contárselo.
-¿Y qué soñaste? -preguntó Camilo, quien engullía con parsimonia una cantidad módica de alpiste.
-Bueno -dijo Gabriel sin más preámbulos, percibiendo la intriga que había sembrado en las almas de sus compañeros- soñé que el cadáver de Oliverio era arrojado a la carretera desde las ventanas de un taxi.
-¡No me digas! -gritó en tono sarcástico Godofredo, siempre escéptico- ¿y puedes darnos más detalles de la escena del crimen?
-Es algo muy serio. Ya van algunos días en los que sueño cosas que se cumplen. Además, no es mi ánimo inventar historias siniestras. Pero puedo decirte que el taxi tenía color amarillo, como es usual, y hasta retuve en mi mente las placas: AAF-836.
-Bueno, no sufras -agregó con una palmada en la joroba de Gabriel el pájaro Camilo, siempre tranquilo y amable-. Mejor sírvete un poco de alpiste, porque posiblemente Oliverio tuvo otra cosa que hacer y por eso no vino.
-No gracias -dijo Gabriel- hoy no tengo hambre.
Las tres criaturas se sentaron a la mesa y Camilo pidió al dueño que pusiera música.
-Una de Daniel Santos, por favor- musitó con su voz dulce, seguida de una tos aviar (casi trinaba).
Mientras Daniel Santos cantaba Dos Gardenias, el silencio se había apoderado del café. Nadie hablaba. Camilo silbaba muy bajito la melodía de la canción y tan imperceptible era su silbido que parecía que el pájaro dormía. Godofredo tenía las cejas fruncidas y una expresión amarga en la boca, posiblemente le hacía falta la presencia alegre de Olivierio y le irritaba el nerviosismo exagerado de Gabriel. A su vez Gabriel, acongojado, había hundido la cara en los brazos y meditaba sobre su terrible sueño, mientras seguía el compás de la música con la punta de su pequeño pie. 

Gabriel recordó segundo a segundo lo que había soñado. Era una mañana de tormenta. La lluvia había sido anunciada por rayos y truenos. Luego reventó furiosamente, acompañada de potentes chorros de granizo. El ruido era tan fuerte, que Gabriel hubiera despertado con seguridad de aquella pesadilla, de no ser porque sentía que algo más iba a suceder. En ese momento apareció el taxi. Venía rápido y, casi sin detenerse, de la ventana derecha salía entero, pero sin movimiento y sin vida, el cuerpo de una criatura de estructura felina.
-¡Oliverio! gritó enseguida, al levantarse, Gabriel.

La última vez que había visto a Oliverio, este vestía una camisa de franela a cuadros, zapatos negros de charol y un blue jean roto, pero limpio. Lucía bastante pulcro y en el prolijo peinado posiblemente habría empleado medio frasco de gel. Olía a menta fresca y tenía las uñas cortas y afiladas. "¿Adónde vas tan elegante?", le dijo Gabriel con su acostumbrada dulzura y con los grandes ojos azules sonrientes, a lo que el félido respondió, sin una expresión determinada, "voy a hacer algunos negocios". 
Dicho esto, los dos amigos que se habían encontrado mientras caminaban por la calle, como es común en las ciudades pequeñas, se despidieron con un apretón de manos y una breve palmada en el omóplato (lomo-joroba). Gabriel recordaba que era miércoles de ceniza y de las cien frentes que había visto, al menos ochenta tenían marcada en el centro una gran cruz negra y entre ellas, la de Oliverio. 

Mientras recordaba los colores de esa mañana -había pasado una semana ya- Gabriel hacía un esfuerzo para imaginariamente recoger sus pasos. Vino a su mente, en ese momento, la idea de que a Oliverio nunca le había gustado ir a misa. Entonces, ¿por qué tendría esa cruz en la frente? Pensaba Gabriel que seguramente esa mañana, al ser la última, el corazón de su amigo el Gato se había retorcido del remordimiento por los pecados cometidos y necesitaría un último refugio espiritual. En su mente comenzaba a desfilar un montón de imágenes confusas y de posibles explicaciones del crimen. 

-Era miércoles de ceniza, lo recuerdo bien -dijo Gabriel con la voz temblorosa de quien arroja a la opinión pública una idea fantástica, recién tejida. 
-¿Cuándo era miércoles de ceniza?- preguntó Camilo, mientras que, con el movimiento delicado del ala derecha, pedía al dueño del café que pusiera otro disco.
-Fue miércoles de ceniza la última vez que vi a Oliverio. Tenía puestos unos zapatos de charol negros y una camisa de franela nueva. 
-¿En serio? -preguntó el ave sin inmutarse- no sabía que a Oliverio le gustaran los zapatos de charol.
Visiblemente irritado por la conversación, Godofredo tomó su gorra de piel de culebra y se la calzó en la diminuta cabeza. 
-Me voy -dijo, al tiempo que movía el rostro con desaprobación- ustedes especulan demasiado. Gabriel siempre se inventa historias siniestras. Es bastante tarde ya. 
-Yo no me iría a esta hora -respondió tranquilo Gabriel, que no parecía afectado por el comentario de su compañero-. A esta misma hora sucedió lo de mi sueño: tocaba el reloj las cinco en punto cuando Oliverio absolutamente tieso era despedido por la ventana de un taxi.
-Bueno, no soy supersticioso. Y si Oliverio ha muerto en realidad, avísenme por favor. 
Godofredo salió del café con paso rápido y decidido. El dromedario siguió con sus ojos la escena y miró al cocodrilo hasta que su minúsculo cuerpo llegó a ser un punto verde que pasaba desapercibido entre la multitud que transitaba por la calle. 
-Es muy extraño. Parece que Godofredo tiene algo que ver con este incidente. Imagínate Camilo, huye así. 
-Estoy de acuerdo -dijo Camilo, que no había prestado atención al último comentario de Gabriel-. Ahora que recuerdo bien, yo también vi esa mañana a Oliverio. Vestía jean y zapatos negros de charol. Pero eso sí, no tenía en su frente cruz alguna ni su camisa era nueva. 

Gabriel echó un suspiro largo, tomó sus cosas y sin despedirse salió a la calle en la dirección opuesta a la que había tomado Godofredo. Otra vez, nadie le había creído. 

viernes, 8 de marzo de 2013

RESPLANDOR PERDIDO (Tríptico)

Una vida libre de violencia es una vida feliz. Una vida en la que yo puedo hacer y decir lo que pienso, donde soy dueña de mis decisiones, de mi cuerpo, de mi destino. Una vida sin culpas impuestas.
La violencia nos consume y nos quita alegría. El silencio gris que acompaña a la violencia, nos desaparece lentamente. Llega un punto en el que nos olvidamos de nosotras y pensamos que es normal estar así.
 
 He visto a muchas mujeres que fueron felices, poquito a poco, apagarse.
















María José Machado A., marzo de 2013. 
Tríptico de témpera sobre cartón, creado para la exposición colectiva de mujeres "Mujeres de marzo", en el marco de la lucha feminista por una sociedad libre de violencia de género.