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sábado, 18 de abril de 2015

El arcoiris que tod@s vieron

Mis padres, allá por los años setenta. Ell@s son los mejores padres del mundo. Este escrito, lejos de ser un reproche o un lamento, es un tributo a una preciosa infancia, en la que aprendí a maravillarme con las cosas que de verdad importan, el arcoiris que se lleva dentro.
De niña me contaban que los arcoiris nacían en las bodas de la bruja y el diablo.
De niña me contaron que había duendes al final de los arcoíris, o talvez, ollas de oro que los duendes buscaban.
Pocos han sido los arcoíris que he visto.
 Y no miro mucho al cielo, quizás porque me dijeron que el cielo sería el primero en anunciar el fin del mundo. El apocalipsis es uno de mis miedos más profundos.

Haber perdido el arcoíris que tod@s vieron,
Me recuerda a aquellas fiestas infantiles a las que no fui invitada.
Las fotos que toman de aquel arcoíris
Me recuerdan a las sorpresas que tenían mis compañeras del grado
Al día siguiente de la fiesta a la que no fui invitada.

Ese arcoíris –doble- significa:
Aquellos juguetes que no tuve –las pelotitas inflables del señor que paseaba, increíblemente, llevando consigo un tronco enorme con muchísimos juguetes de plástico y aire, de tantos colores, como aquellos del arcoíris, en el marco del Corpus Christi o alguna otra celebración popular, con aire de feria-.
El billete al que jamás le pude pegar en ese jueguito de las pistolas en el que, con suerte, se ganaba un Vaferito.
El pizarrón de tiza –cuando había tiza- que tenía imágenes del Pato Donald decorándolo.
El guante de media de lana que Yuli promocionaba, que hablaba, casi, solo.
La pelota saltarina de Yuli.
Esas plastilinas de Play-Do, que me parecían un pecado burgués.
El trozo de carrizo que terminaba en un globo y unas plumas de muchísimos colores  que me regaló un payaso en la calle y que luego mi mami le devolvió al payaso porque en realidad lo vendían y fui engañada.
Esos cuadros holográficos que se componían de figuras geométricas de colores tornasolados y que al mirarlos fijamente o al descuido, mentes privilegiadas descubrían en ellos ya la imagen de Cristo, ya la imagen de Papá Noel o algún paisaje hawaiano -yo jamás descubrí nada-.
El cono de Nubeluz (sobre cuyo contenido hacíamos conjeturas y construíamos sueños quienes vivimos la infancia en los ochenta y noventa).
La canasta multiproductos de Chispazos –cuando Grand Duval era Champán, antes de tener líos de propiedad intelectual-.
La pelota esa de ¿Eveready o Energizer? Aquella que en realidad era un rompecabezas circular y que la Gabriela no nos prestaba.
Los relojes de Pepsi, fosforescentes, que nunca pudimos comprar y que Doña Angelita, la señora del Quiosco de la vuelta, jamás nos quiso vender, alegando que aquellos que pendían y que ilusionaban nuestros ojos, nunca nos los daría pues eran para sus sobrinos (comprobaríamos luego que jamás fueron entregados y se secaron en el olvido). Años después, mi amigo Daniel encontraría entre las cosas de su abuelo uno de esos relojes, que me regaló como tributo a esa memoria infantil en un acto de justicia redistributiva, casi un homenaje.
Los peluches de las máquinas de meter monedas para la activación de una pinza que permite extraerlos de su contenedor y que son tan imposibles de agarrar que parecen los peluches más preciosos del mundo a través del cristal, cuando por menos dinero del que se invierte en los intentos por sacarlos de ese mar de peluches, se compra uno mejor.

-Las fotos del arcoíris no llenan el lugar del arcoíris, ese que tiene los colores del círculo cromático, de las clases de pintura del abuelito (donde aprendí que el violeta jamás resulta de mezclar el azul con el rojo, o que el negro es la ausencia completa de luz y el blanco, en cambio, la unión de todos los colores)-.

Pero puedo a través de ellas recordar cosas preciosas de la infancia como las hojas en blanco que mi papá nos daba para dibujar en ellas garabatos que luego recibía con una sonrisa y guardaba en unas carpetas de cartón con nuestros nombres.
La lupa que con la claridad de la mañana deshacía en llamas que parecían aparecer misteriosamente, papeles plateados de cajas de cigarrillo que en la casa abundaban.
El experimento de pasar horas enteras tratando de que una aguja flote en un vaso de agua.
Cuando aprendí a hacer con mis manecitas calidoscopios con trozos de cristales de colores, que se multiplicaban infinitamente.
Cuando en una caja de zapatos sembré unas semillas que jamás crecieron y en su lugar, creció alguna otra cosa que al inicio me hizo pensar que sí sembré bien.
La muñeca que hice con la cabeza de medias viejas y que llevaba en mi espalda abrigada en una chompa de lana, como si fuera una hija.
El clásico muñequito de media nylon que tenía lentes de alambre de red telefónica de colores vivos, y a quien le crecería una lustrosa melena de césped y que cuando pasó de moda, se transformó en una bomba de colores llena de harina y anti estrés (símbolo de los tiempos).
Los porotos y las coles que sí sembré con éxito.
Las pompas de jabón que parecen tener dentro millones de arcoíris.
Ese precioso globo de todos los colores que un día cayó en mi terraza y que fue para mí la señal de un compromiso de vida con los colores del arcoíris.

En fin.
La bruja y el diablo se casaron y no me invitaron a la fiesta.