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martes, 7 de noviembre de 2017

Digresión


A veces creo que el dolor se puede definir como ausencia de esperanza. ¿Tiene síntomas? Sí, tal vez el sueño y las ganas de no despertar más. El dolor es un aviso. Se instala en las puntas del pelo. Por eso cortarse el cabello es la forma en que muchas mujeres expulsan el dolor de sus cabezas. No sé explicar si el dolor es no poder olvidar o si el dolor es el olvido. O si los recuerdos son dolorosos.

Me dijo alguna vez una burócrata anciana, cuando lloré sobre su escritorio, agobiada por la indignación de no poder ejercer mi derecho  a la petición, que a mi edad yo no podía llorar porque no conocía qué era el verdadero dolor. ¿Qué puede ser un dolor verdadero? ¿Cuáles son los dolores por los que la gente nos puede dar permiso para llorar? Y seguía llorando ese dolor que no era dolor y que no me daba derecho a llorar. Porque las lágrimas lloran aunque no estén justificadas. Se salen como un chorro caliente, enérgico, formado por gotas enormes que desbordan los ojos, los aclaran y los lavan de rabia.

Yo que no he tenido dolores por los que, según la burócrata, policía del llanto, quepa llorar, he llorado mucho y con gran teatralidad. La primera vez que lloré como para que se secaran para siempre mis reservas de lágrimas, fue cuando murió mi perro Trapo, el cinco de agosto de mil novecientos noventa y seis. Yo tenía diez años y nunca, hasta ese momento, había sentido que me desgarraban el pecho, me sacaban el corazón y explotaba en una masa informe y amarga. 

Después vinieron otras circunstancias por las que, de acuerdo con el manual del llanto, hubiera sido lícito y hasta urgente llorar. Y no lloré. Cuando quise llorar no lloré y a veces, siempre, lloro sin querer. Mis llantos por lo general tienen efecto retardado y pasan de la discreción a la explosión violenta y tierna. Como un rocío tibio e incontenible, las lágrimas se caen de mis ojos e inundan mis papeles, mis libros, mi almohada o mi ropa. De vez en cuando, alguna palabra, objeto, recuerdo, escena, frase o visión, revuelve rincones sensibles de mi alma. En ese momento lloro un poquito, con mucha discreción y sin que nadie se dé cuenta.


Ahí está el misterio del dolor. Que sale de nuestro control. Ninguna emoción controlada es dolorosa, el dolor es haber traspasado los límites de lo contenible y manejable. Como esas tímidas lágrimas que apenas parecen plastificar los ojos y cristalizarlos y se secan con la risa. Eso no es dolor. El dolor es colmar el vaso y traspasar los límites. Por eso llorar ayuda a vaciarse para poder llenar el alma de nuevo, hasta que vuelva a salir, con ayuda de la tristeza, la indignación, la ternura o la rabia, derramada por los ojos.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Disociación

  
(mi papá, de niño, metió la mano en una máquina de moler maíz,
el dedo sangrante, la madre amorosa, para curarle el dedo
y la cicatriz queda,  en esas manos prodigiosas,
con las que un día subirá al cielo, 
porque cada cosa que hacen es magistral,
que siempre que yo las tomaba entre las mías
le decía que eran jóvenes, 
hasta que la artritis les dio consistencia de nudos,
la artritis que heredó de la madre,
como una molienda permanente,
como recuerdo de la madre que cantaba como pájaro
y que consolaba como paloma).
Hay que estar lo suficientemente triste
Hay que estar lo suficientemente en paz
Para procesar la tristeza
Para meter la tristeza en una máquina de moler tristeza
Y triturarla para que expulse letras.
Luego ordenar las letras, 
Formar palabras,
(Unas palabras que acojan como brazos,
de madre con la que se muele maíz,
aunque los dedos sangren)
desde el profundo encanto de la melancolía
Que se añora en las horas felices. 
Y contarlo, y decirlo,

Para que perdure.
Yo tengo unos dedos que vienen del frío,
Los ojos de la lluvia que rompe de azul el cielo en reposo.
Y la mañana de amor que los peces amasan
Con complicado debate.
A pesar de la luz,
O del río muerto,
O de quiénes somos
Vuelvo un rato al parque de enfrente,
Al cielo poblado de nubes blancas,
También al río de piedras
Que canta y ríe
Como un hogar.
Yo no existía en este lugar,
Me es ajena de gigante esta luna.
La mía era pequeña,
De modesta luminosidad,
Como una canica de plata suspendida en un cielo negro y helado,
Como tallado en obsidiana.
Mi perra era negra,
Este continente rubio me devolvió un perro blanco
Que también perdí.
Mi perra negra no está.
Recuerdo a veces sus ojos de paz y tristeza,
De espera,
Y mi llegada, nunca a tiempo.
Pero aquí también soy el niño del dedo amasado 
por la máquina de moler maíz, 
soy las manos (aunque menos prodigiosas, más torpes)
atacadas por la artritis de la madre,
la madre que consuela, 
que canta como pájaro
y mi propia paloma,
que fuma la noche
de canica de plata.