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viernes, 31 de marzo de 2017

No merecemos morir

No merecemos morir
No merecemos ser acosadas
No merecemos tener miedo
No merecemos golpes
No merecemos amenazas
No merecemos gritos
No merecemos huir.
No merecemos que nos anulen la vida,
que nos maten,
que nos borren,
que nos olviden.
No merecemos que nos lancen al río.
Merecemos estar vivas,
merecemos una vida libre de violencias,
merecemos la felicidad
merecemos todos nuestros derechos
merecemos una ciudad segura
merecemos afecto
merecemos amor
merecemos paz
merecemos salud
merecemos estar vivas.

Merecemos autonomía.
Merecemos libertad.
Merecemos contemplar el río.
Merecemos estar vivas.


Merecemos memoria.
Merecemos rebelión.
Merecemos justicia.

Por Anabel, por Cristina P., por Cristina S.,
Por todas las que nos faltan.

¡Ni una menos!
¡Vivas nos queremos!

El machismo mata.

¡Basta de violencia feminicida!





miércoles, 29 de marzo de 2017

Habitar en las fisuras

Las cosas pasan en las junturas. Las verdades se esconden en los intersticios. Allí donde crecen las plantas, en la hostil urbanidad cementada. Siempre hay una trizadura que pone a temblar las planicies. Los cismas son escenarios de algo que crece en medio. Tal vez vivir dentro de una grieta es lo que da fuerza a los dientes de león. Habitar una fisura. Debemos empujar el techo de cristal hasta abrir una pequeña rendija, por donde asomarnos, hasta explotar y encontrar el cielo, que no es el límite. Y entre una nube y otra, en los espacios que las nubes entre sí respetan, construir canales que nos lleven al espacio. El cielo no es el límite. El espacio tampoco. Porque siempre podremos abrir una zanja por donde ascender de nuevo. En capas de experiencias nuevas. Todas, capas que podemos dividir. En las junturas nos vamos a juntar. A hacer fuerza hasta que exploten. Ahondar la contradicción: cambiar de apariencia y ser, sin embargo, la misma cosa. Sin aberturas no hay dialéctica. Sin crisis no hay rupturas. Prefiero la incertidumbre de habitar la escisión a la comodidad de una orilla. La hilera divisoria no es tibieza. Da sentido a los polos. En el medio estamos las líneas ecuatoriales del globo polarizado. Habitamos las fronteras de la totalización de sentido, en otras formas de ver la realidad. Y no es el medio. No es la objetividad. Es el hueco que abriga la lucha, la síntesis de la tesis y la antítesis, el silogismo de la duda eterna. Depende de cómo se mire y desde dónde, que la línea sea límite/frontera, o que signifique la conjunción de un encuentro. 

lunes, 27 de marzo de 2017

Fragmentos de mis diarios de vidas pasadas

28 de abril de 2002

En la mañana me levanté muy tarde, me moría de calor y me puse a releer "Del amor y otros demonios". Leí como setenta páginas. Luego bajé a tomar café con mis ñañas. Me moría con la gripe y mi mami me mandó a dar una vuelta por la terraza, para airearme un poco. Luego tendí la cama y por fin mi papi nos puso los cuadritos en el cuarto que quedaron muy lindos. Luego almorzamos sopa de fideos con carne y papas. Hacía mucho frío, y hubo lluvia, truenos y rayos y dijimos que el mundo se iba a acabar. Pero las cosas se calmaron y el mundo no se acabó y mi gripe siguió progresando, ni la limonada caliente, ni las pastillas me calmaron. Luego vi Quién quiere ser millonario y me asusté mucho porque al verme al espejo tenía unas ojeras muy profundas y no me veía nada bien, así que mi mami me dijo que lo más conveniente sería faltar a clases y yo iba a faltar pero fui terca y me pareció injusto no desearle personalmente un muy feliz cumpleaños a la Andrea. Creo que gracias a esa gripe se contagió medio curso. Mi mami dice que la gripe sólo es una confusión mental y yo vivo en un permanente estado de confusión mental, por eso vivo agripada. 

24 de febrero de 2005

Estoy very cansada, hoy ha habido mucho trabajo por los trámites atrasados y los urgentes, miles de papeles que digitalizar, sellar, sellar otra vez, separar, engrapar, juntar con un clip, registrar, despachar, recibir, verificar, archivar por número de trámite y en dos archivos más. Bueno, sí es una exageración porque aunque parezca tan fastidioso e innecesario, es fácil, es rápido, es el único trabajo para el que estoy preparada y es bastante que confíen en mí (aunque sea para poner sellos de fecha y de número). Luego contestar el teléfono: hay muchas personas que oyen mi voz y me asientan. Me dediqué en un tiempo libre que tuve en la mañana, a leer las noticias del periódico y me han llamado más la atención una que se refería a la muerte de un chulío, arrollado por el bus conducido por un chofer prófugo, al momento de marcar la tarjeta; y la otra, de un cargador alcohólico de la Feria Libre, muerto por hipotermia, encontrado en alguna de sus habituales aceras de descanso, sin vida. Tampoco me gusta lo que se refiere a cadáveres (a veces no identificados) abandonados en la morgue. La ciudad crece, aumentan las probabilidades de que muera un conocido, los suicidios y los cuasi suicidios también, plato de todos los días. Nuestra sociedad, deprimida, triste, roja (por la emoción del Cuenca y por la sangre). 
Es infeliz ver ese tipo de noticias, puede ser morbo mío (no niego esa posibilidad) pero me deprime el hecho de ver en la crónica roja sólo a gente pobre. Me deprime preocuparme por cosas estúpidas, mientras hay quienes sufren de verdad. 

2 de marzo de 2005

Seguíamos con el teléfono cortado y me informó mi ñaña que el abuelito ya había pintado mi payaso, entonces tenía que ir a retirarle. Salí en la tarde, media hora antes del trabajo, y fui caminando hacia la casa del abuelito. La abuelita me abrió la puerta y me dijo que él me estaba esperando, así que subí y le encontré muy risueño viendo Laura en América. Me trajo el payaso y estaba hermoso, con pelo y todo, tuve una emoción inexplicable. Después agradecí, me dijo cómo debía ser la ropa del títere y me despedí. La abuelita me regaló un chocolate. 

10 de abril de 2005

Pasé estudiando todo el puerco día, tanto que voy a vomitar letras por los ojos. 

2 de mayo de 2005

No andar con reloj porque el tiempo es una cosa relativa. Ni tener celular porque la comunicación es más bien telepática cuando es necesario tenerla a distancia. Ni ver la televisión porque el mundo real, el que se ve en las calles, es más simpático por sí mismo que colado en el filtro de las apreciaciones subjetivas de otros. No frecuentar Internet por la basura que contiene y por la magia que sus efectos le quitan a la simplicidad de la vida. Ni correo electrónico, porque las letras son más bonitas desde tu puño, porque me gusta ver el color de la tinta y la textura del papel. 

31 de octubre de 2005

Intento de profecía
Los hombres del futuro se preguntarán por nosotros y aun dudando de nuestra existencia, se harán en la mente una imagen nuestra. Nos recordarán sin habernos conocido, e idearán obras pictóricas y literarias (si todavía tales expresiones existen) en nuestro honor. Se llenarán de enigmas y cubrirán con el sello del misterio todo aquello que escape a su comprensión. Se maravillarán por nuestros grandes pasos, por nuestras mágicas invenciones, y se sentirán horrorizados por los errores imperdonables que caracterizaron nuestra historia. No encontrarán explicación a nuestras costumbres, nos tendrán por salvajes civilizados. Les sorprenderá enormemente la cantidad de instituciones que creamos y el sinnúmero de artificios, rituales, reglas y tradiciones con que pensamos extender nuestra existencia, amenizarla, complicarla. Amarán nuestras grandes narices, porque ellos van a tenerlas pequeñas y compararán sus pies cuadrados, simples, con los nuestros de cinco dedos. Tratarán de descifrar los jeroglíficos de nuestras letras y nunca, en su afán investigador, lograrán aprender todas nuestras lenguas. Leerán nuestras cartas de amor sin comprender la razón de los sentimientos y les parecerá extraño que cada uno de nosotros posea su propio rostro y que se hagan clasificaciones de ellos en feos, hermosos y raros, porque todos los de su especie serán iguales. Fabricarán casas con nuestros discos musicales, haciendo de ellos material de construcción... Con las cintas se tejerán suéteres, con nuestros cuerpos, canchas deportivas. No concebirán esa extraña costumbre de enterrarnos unos a otros y de llorar por los difuntos. Morirán en soledad, sin que ninguno de sus semejantes eleve al cielo oraciones por su alma. No tendrán una noción de alma. La gastronomía será una cosa prehistórica y se concebirá al llanto como una antigua forma de limpiar los ojos. Sus cerebros serán mucho más grandes, y, la visión de los nuestros, un indicio para afirmar que éramos infradotados neuronales. Sus corazones serán del tamaño de una nuez. Sus hígados harán las veces de órgano principal de circulación de la sangre. Los olores tendrán menos importancia, se extrañarán de nuestra propensión a bañarnos y utilizar perfumes. Se sentirán superiores a nosotros aunque utilicen de papel higiénico las teorías de la evolución. Sus excrementos serán reutilizados, no como abono, sino como un suplemento vitamínico de alto valor nutritivo. Los árboles habrán muerto y envidiarán a la Tierra de nuestro tiempo, envuelta en bosques. Volarán con la sola orden de sus mentes. Volarán, pero en el fondo de sus hígados, tendrán la nostalgia y la envidia de no poder hacerlo con la imaginación. 


domingo, 26 de marzo de 2017

Trapito

El Trapito fue la primera mascota que tuvimos en la casa, desde que tengo uso de razón. Era un perro de una vez runita que no sé cómo exactamente llegó allí. El primer recuerdo que tengo del Trapito es de él muy diminuto, vestido con un ajuar de bebé, dormido en los brazos de mi mamá. Quizás queríamos darle calor, porque sabíamos que venía de una situación de encierro muy dura. Era un perrito mal acostumbrado. 

El Trapito, sin embargo, con los cuidados de mi mamá, se convirtió en un perro gigante. Tenía color café, de arequipe, con una característica mancha blanca en el pecho. Era alto, espigado y fuerte. Pronto mi mamá le mandó a hacer un collar de cuero repujado, en una talabartería del centro, para que no le confundieran con un perro abandonado, porque estaba acostumbrado a las andanzas. Recuerdo que nos hizo pasar varios apuros, callejero como era. 

Le gustaba hurgar en basureros y salir disparado cada vez que alguien abría la puerta. De hecho, en todo el barrio le conocían. Tenía una especial obsesión con los carros en marcha. Ladraba feroz y corría velozmente junto a cada coche que pasaba por la calle. A veces, de regreso de la escuela, le veíamos en lugares insospechados, paseando, en ocasiones solo, o con otros perros. Pero siempre regresaba. Destruyó en esa época todo lo que de madera había en la casa. Una mesa de centro, los tapices de los muebles y la puerta de entrada. Siempre teníamos miedo de que le pise un carro, o de que desaparezca. Pero conocía bien los riesgos de la calle y sus secretos y había aprendido a dominar las situaciones de peligro.

Mi mamá le cocinaba ollas enteras todos los días, de verduras y carnes. Devoraba cuanto alimento se le ponía encima. Era efusivo con las visitas y se abalanzaba cuan largo y pesado era, sobre todos los seres humanos. Cuando íbamos a la calle y teníamos la (mala) suerte de encontrarle, nos seguía. Nos acompañaba a la parada del bus. De hecho, un par de veces el perrito se subió, literalmente, en el bus. Tuvimos que hacer maniobras para que se bajara. Recuerdo también que alguna vez irrumpió en una bonita panadería que había cerca de la casa, con los panes dispuestos elegantemente en canastas, y metió su hocico en una de ellas, hasta robar una palanqueta. Y así, siempre nos metía en líos, desde la candidez y la torpeza de una efusividad adolescente.

Así era el Trapito, infinitamente entrañable. Llenaba todo. La casa era fría y en la época de invierno, queríamos vestirle para que no se enfermara. Rebelde como era, con la dentadura afilada de un león, hacía hilachas de las chompas que le poníamos. Nunca quiso dormir adentro, tampoco dormía siempre en la casita que le habíamos procurado. Le gustaba la intemperie y se tomaba enserio su labor de guardián. Mi mamá le amaba particularmente al Trapito, porque le acompañaba en las largas horas que dedicaba a estudiar y a trabajar de noche. Él se acostaba en sus pies para abrigárselos mientras ella se quemaba las pestañas. Así consiguió mi mamá que fuera dulce el tiempo de estudio y trabajo, hace veinte años ya, cuando la vida era mucho más dura, nosotras pequeñas todavía. 

Como dijo Cernuda; ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño? Los años en la infancia parecen pasar más lento. Yo tenía ocho años cuando el Trapito llegó a nuestras vidas y parecía que había estado en la casa una eternidad. Así que el perrito era parte de una historia que recién comenzaba. Cuántos juegos, cuántos accidentes infantiles, cuántos paseos, cuántas conversaciones tuvimos con él. Recuerdo nítidamente cada gesto del Trapito. Era como el hermano que nunca tuvimos. 

Los inviernos fueron duros en 1996. Ese año marcó mi vida particularmente. Cumplí diez años, Abdalá Bucaram subió al poder, cada semana había un escándalo de corrupción, mis papás compraron la primera olla de presión, hubo quebrantos de salud en la casa, y un invierno crudo. El Trapito tenía entonces dos años. Estaba comenzando a ser un animalito sosegado, sus impulsos iniciales de destrucción se habían moderado considerablemente. Parecía el paraíso. Nos alegraba ver que, finalmente, comenzaba a ser educado y cortés. 

Estábamos en vacaciones escolares, a finales de julio, cuando el Trapito se enfermó gravemente, de manera inesperada. No sé con exactitud qué tuvo, pero fue algo respiratorio, pues echaba sangre por la boca. Le llevamos al veterinario y pasó varios días fuera. Días angustiantes y largos, como la tristeza de mi mami, el desconcierto nuestro y la soledad de la casa. Regresó un día y estaba muy débil. No tenía nada que ver con el perrito precioso, vigoroso, majadero y gamín que en dos años se instaló en la casa como uno más de nosotros.  

El cuatro de agosto de 1996, cumplí diez años. Ese día estuvo marcado por la agonía del Trapito. Hicimos todo lo que pudimos. Le cubríamos el cuerpito con caricias, conversábamos con él, le tapábamos para que no tenga frío. El cinco de agosto de 1996, le llevaron al veterinario. Mi mami regresó desconsolada de esa visita, con el cadáver de nuestro perrito. Del perro de toda la casa. Del perro del barrio. Del perro callejero por derecho propio, con la libertad por filosofía. Esa noche fue la más triste que tuve. Y será, posiblemente, una de las noches más amargas de mi existencia. Porque las alegrías de la infancia son desmesuradas y las tristezas también lo son. Luego de esos golpes durísimos de la vida, una aprende a moderar hasta los sufrimientos y a asumir a la muerte como parte natural de la experiencia en la tierra. Llorábamos sin consuelo. Fue la primera vez que tuvimos contacto directo con la muerte de un ser querido. Entender la muerte a los diez años fue una experiencia agria. 

En esa noche, recogimos con mis hermanas y primos, llorando, llorando, flores del patio de la casa. Hicimos con esas flores una cruz y una corona. Mis tíos cavaron en el patio una fosa honda, frente a la casa, en el lugar donde al Trapito le gustaba dormir. Mi mami no podía parar de llorar. Llegó mi abuelita, como presintiendo la profunda desdicha de toda la familia, de noche, con dulces y provisiones para brindar café y pan. Y le dijo a mi mami, "ya sé que no tienes cabeza para nada. Yo me encargo de todo. No me tienes que decir nada, yo sé que para vos el perrito era como un hijo". Así, le despedimos al perrito, a la mancha blanca de su pecho fuerte, a la humedad de su nariz, al olor penetrante de su piel. 

Mi mami guardó en un cajón el collar de cuero repujado que le mandó a hacer especialmente. El olor del Trapo se quedaría impregnado en la casa muchos años más. Cinco días después, Abdalá Bucaram asumiría la presidencia de la República, en los festejos de independencia patria.

Cada cinco de agosto me acuerdo de nuestro perrito. Le pido deseos mirando al cielo y sé que nos acompaña desde entonces.
Mi hermana Antonia, mi papi Marco Antonio y el Trapito. Una de las pocas fotos que conservamos de él. 1995, en el patio de la casa.

sábado, 25 de marzo de 2017

El duende del diente de oro (escrito a los quince años)

No tenía tesoros al final del arcoiris,
 ni coleccionaba tréboles


No sabemos si era la noche
o sólo era el frío del invierno,
pero hasta ahora se oyen
sobre él leyendas y cuentos.

"Lo abandonaron de niño, 
nadie quería acogerlo, 
él es De Dios un castigo"
dice la gente del pueblo.

Se dice que nació sin habla
y que abrió muy tarde los ojos
y en su boca al nacer contrastaba,
un único diente de oro.

Desde niño fue rechazado,
su aspecto asustaba a la gente
y por su pequeño tamaño,
le apodaron "el duende".

Él no necesitó palabras,
para maldecir a los otros
pues para utilizar su magia
mostraba su diente de oro.

Él nunca tuvo un amigo
nunca tuvo a quien amar
sólo las piedras del río
lo amaron como a nadie más.

Siempre se hablaba del duende
del mágico diente de oro,
nadie aceptó haberle visto
pero le habían visto todos.

La pequeña Lorenza,
siempre le amó en secreto,
no lo aceptó por vergüenza
de amar a alguien tan feo.

No conocía la felicidad
por eso odiaba a los otros,
y sabía que estaba mal
y chasqueaba su diente de oro.

Y no necesitó morirse
para que le enterraran,
pero aún pueden sentirse,
los efectos de su magia.

(Todos los cuentos de hadas
tienen un duende en su trama).

jueves, 23 de marzo de 2017

Lluvia


No se sabe para cuándo han de servir las frases guardadas en la memoria, las que no olvidas ni queriendo desaprenderlas, como el padrenuestro, como el significado de la oración, como los elementos químicos, los cinco países más grandes del continente, los planetas, o las capitales de las provincias de la sierra, de norte a sur. Quiero decir, esas frases que se pegan en la tibieza del hueco del codo, para salir de repente y calzar como llaves en algún penar.

Quería escribir sobre eso, pero la lluvia no me deja. Porque llueve hoy día como para lavar toda la ropa tendida en el Tomebamba. Llueve como llorar desconsoladamente, sin edición ni freno. Llueve como se suspira algunas veces, desde las tristezas que se habían olvidado y que se escondieron en el caracol de las orejas. Llueve como para hacer colada de avena con naranjilla o tomate. Como para abrazar y solamente detenerse a escuchar las gotas que caen como latidos. 

Llueve infinitamente, con tesón de gotera de casa pobre, golpeada por el metal de la improvisada olla recipiente. Llueve como estallido de cristales microscópicos de estornudo puesto en evidencia por la luz de las ventanas. Llueve como late el corazón si te veo. Llueve como lentes empañados, como visión de cuadro puntillista. Llueve como mano helada, como pies fríos, como lamer el filo de un sobre para que la carta quede protegida de impertinencias. Llueve como piezas de calidoscopio que caen para acomodarse al fondo del prisma por el empuje del azar. Llueve como para lavar el alma y encontrar sus inquietudes primigenias, originales, en el fondo. El alma es un palimpsesto que la lluvia recupera. Llueve como salpicar puñados de hielo en la inmensidad de un valle. Como orinar cuando hace frío, con chorro vital e hirviente. 
Llueve con furia, como para lavar la miseria de una ciudad acomplejada, para castigarla con la desnudez. Llueve como estar sola y permitirse escuchar la misma canción una vez y otra, hasta que se evapora. Llueve como arruinar el esponjado peinado de un perrito que se acicala para una venta marcada por el dolo bueno. Llueve como llanto contenido de masculinidad clásica. Como chorro que bebe el alcohólico cuando rompe, en soledad, los días de abstinencia. Llueve sin escampar, sin pausa, con propulsión de glaciar derretido. 

Llueve con furia de incendio. Llueve con abundancia de arena, con constancia de planta que eclosiona de repente, con cadencia de reloj, con humedad de mano nerviosa, de pupila emocionada. Llueve como recoger una lágrima de otra mejilla con la yema del dedo y comérsela, para que la tristeza se divida en dos. Como para alargar una reunión hasta que escampe.

Llueve como para inundar un zapato, como para que la ropa tendida en el patio jamás se seque. 
Llueve sin tregua, sin piedad. Para dibujar un nombre en un cristal empañado y que nadie lo pueda leer. Para toser una polvorienta sed apagada, con flujo celestial de nube exprimida por las manos de traviesos ángeles que se durmieron olvidando cerrar la llave.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Habitar un corazón

Habitar un corazón sin querer habitar un corazón. Moverse despacio para que no sienta tu presencia. Querer salirse de un corazón sin hacer ruido, suavemente, traspasar las paredes sin que se note. Habitar un corazón sin habérselo propuesto, sin pedir habitarlo. Cómo dejar de habitar un corazón sin pedir permiso, sin dar explicaciones. Sin alargar la estancia sólo para que no duela. Si alargas la estancia, duele. Comienzas a caminar en ese corazón, a darte vueltas, a hacer tímido ruido. El problema de habitar un corazón sin querer, es que aunque quieras salir y salgas, no sales. Sólo dejas una cicatriz que no cierra.

martes, 21 de marzo de 2017

Un trozo de pan en el bolsillo

Me guardo un trozo de pan en el bolsillo
para que se lo coman las hormigas
porque el luto eterno da hambre.
El trabajo sin pausa.
Recorrer una piel y darle la vuelta,
haciendo cosquillas.

Me basta meter la mano en el bolsillo.
Decirles que la comida está lista.
Llamarlas desde lo hondo
de una cicatriz de mi pelo,
o desde el fondo del remordimiento
de todas las hormigas a las que maté.

Desde la sabiduría
de las que atraje con azúcar
para juntarlas en un pañuelo húmedo
cuando ya eran plaga en la casa.

Sus cadáveres diminutos,
negros, brillantes,
como ojos fijos,
como ojos sabios,
con imperceptibles patas
que todavía se movían,
los recogí en una cajita de fósforos,
para que no tengan frío.

Las migas del pan del mundo,
en todos mis bolsillos
no son suficientes
para comer esta pena.

A veces sueño que las hormigas
duermen conmigo.
Las llamo,
compañeras, se detienen,
en la yema de mi dedo índice,
me muestran un camino.
Cierran los ojos y regresan
al cielo de las hormigas
que es blanco, nítido,
como el azúcar mortal.



El globo (no poema, a propósito del día de la poesía)

Dicen que los globos están para guardar secretos.
Que los globos nuevos son como bolsas para las penas.
Entonces, cuando hay alguna fiesta, tomas un globo,
te lo pones en la boca, respiras profundo,
lo llenas de palabras no dichas.
Y si quieres, lo amarras.

Para que las palabras se queden adentro y convivan.
Y analicen un poco la situación de su encierro en tu garganta.

Porque a veces hay mucho que no decimos.
Entonces el globo contiene todas las palabras cautivas
en tu boca.

Por eso es generoso en su flexibilidad.
Se contrae y estira dependiendo del caudal
de palabras que tengas para contarle.

Yo siempre tuve los dedos fríos
 y me cuesta amarrar un globo.
En incontables ocasiones,
los globos se me han ido de las manos,
chismeando al mundo mis confesiones.

lunes, 20 de marzo de 2017

El niño y la funda

Un niño persigue una funda de plástico que se aleja cuando parece que ya va a tenerla en sus manos por el viento que sopla fuerte y parece jugar con el niño que se apura y corre y corre y corre y la funda hace piruetas en el aire y sigue un trayecto misterioso por rumbos que el niño no hubiera tomado y el niño piensa que la funda quiere decirle algo pero sólo es una funda de plástico a rayas una azul otra blanca con orejas para colgar de la mano de alguna abuela que compra en el mercado habas y espinacas y cebollas y necesita una funda para guardar las cosas y el niño no sabe en qué momento se sintió encandilado por una funda que corre ligera con el viento que casi en sus manos parece elevarse hasta una altura que ya no le pertenece y comienza a cansarse de seguir la funda porque la oscuridad amenaza el camino es largo los pies duelen entonces el niño decide tomar un descanso para regresar a su casa la funda desaparece de su vista y regresa y entonces el niño piensa que es una señal y comienza otra vez a correr detrás de la funda y la funda se posa por instantes en su mano chiquita y el niño cree que es una funda muy suave pero igual que todas y no entiende por qué de repente sigue detrás de la funda y la funda sigue volando cuando casi son las seis y debe esconderse el sol y llevarse el viento y comienza a correr de regreso a su casa pero la funda comienza a seguirle y  el niño de repente asustado corre corre y corre porque tiene miedo de que la funda se trague su cabeza y no le deje respirar y entonces el niño acelera el paso y la funda sigue detrás de él casi rozándole el pelo y el niño llega a la casa toca la puerta sale su padre le abre los brazos y el niño le abraza y le dice que una funda le persigue y el padre le da un beso y abre la puerta y cauteloso sale a la calle a echar un vistazo y no encuentra ninguna funda y piensa que es linda la imaginación de un niño y cierra la puerta y la funda pegada detrás espera continuar mañana jugando encantada.

domingo, 19 de marzo de 2017

Mi infancia peluche

Hoy sentí en el fondo de mi corazón que les debía un texto a mis peluches. Fueron llegando en circunstancias especiales, así que a cada peluche le debo un acápite, sobre el inicio y el final de una vida de lana que se esfumó, con una excepción, en la brevedad. 

El primer peluche que tuve, se llamó "Perro de Cula", acaso porque era un perrito gordo, su superficie era como de bolitas suaves y tenía en la mano un chupón y venía con un baberito. Detrás había la posibilidad de abrirle una suerte de pañal. Por eso el nombre, que es de esas claves familiares que  me avergüenza mucho decir fuera del contexto hogareño. Con ese peluche jugamos hasta el cansancio, aun cuando de niña yo fui poco inquieta, de hecho, mi mamá me ha contado muchas veces que yo nunca dañaba mis cosas, ni mi ropa, y mis zapatos se mantenían nítidos y perfectos (yo no me quejaba cuando estaban apretados, así que ella tenía constantemente que tocar las puntas, para ver si ya me había crecido el pie). De todas maneras, el "Perro de Cula" se volvió un peluche comunitario, que terminó sucio, rasgado y que luego sucumbió en alguna limpieza de la casa. No supimos más de él. 

Mi segundo peluche fue un regalo de Navidad de mi mamita. Yo pedí, en una carta al Niño Dios (porque nunca creímos en Santi Clos, en eso mis padres eran irreductibles) un peluche y una pelota. Llegó envuelto en papel de regalo, que abrí ansiosa, e inmediatamente le llamé Plumín. El Plumín vestía un sobrio pañuelo de tweed que envolvía con flema inglesa, su suavísimo cuello. Era café y la carita, blanca. Yo le amaba demás al Plumín, no me separaba de él para nada. La nariz de mi amiguito era de cuerina, por lo que debía protegerla de eventuales roces. No sé qué fue del Plumín, sucumbió seguramente en alguna de las batidas estéticas que frecuentemente hacía mi hermana Oliverita en el afán de que nuestro hogar tuviera mayor decoro y sobriedad. 

La siguiente historia es sobre una pareja de peluches que adquirí con mi propio peculio, cuando recibí mi primera remuneración por asistir en tareas escolares a mi primo. Fui a la Feria Libre y los vi y me enamoré. Eran dos peluches iguales, pero distintos en color. El uno era cardenillo y el otro, del color del dulce de leche. Tenían gorritos de lana y bufandas a juego. Sus ojitos eran de plástico, con pestañas incluidas y tenían un trozo de tela de imitación de terciopelo roja por lengua. No sé qué influyó en mí para escoger sendos y polémicos nombres: Nicky y Ricky, les llamé. Les hice sentar en una mesita y parecían soportar de manera perenne un frío de carácter cuasi polar. Elevo en este momento una plegaria por Nicky y Ricky. Qué sería de aquellos gemelos traviesos. 

(En este punto, fui al baño y me di cuenta de que tuve otros peluches también -regalos de amigxs y novios- pero para delimitar el objeto de este modesto estudio, únicamente me centraré en aquellos que tuvieron nombre, así que ya mismo terminamos este fascinante recorrido, amantísimxs lectores). 

Tenía yo diez años cuando hice mi primera comunión. Para festejar este paso sacramental, la asunción en mi infante organismo del cuerpo de Cristo, luego de la penitencia y  la Eucaristía, mis padres ofrecieron a las personas más allegadas de la familia, un almuerzo de agasajo para compartir conmigo la dicha de haber llegado a la edad de discreción. Hay unas fotografías que deberían desaparecer del portafolio de mi trayectoria, en que, de rodillas, escucho reflexiva y tarareo, "Oh buen Jesús, yo creo firmemente, que por mi bien estás en el altar", pensando, lo digo con cierto remordimiento, en qué agrados me convidarían luego. Podría escribir una historia aparte sobre los presentes que recibí ese epifánico día. Seré breve: fui obsequiada con los dos primeros diarios íntimos que tuve, cuyas páginas plagué de mis tímidos secretos preadolescentes, un Divino Niño Santorini, o alguna marca similar, de manos de mi inefable abuelita y, el más grato regalo, vino desde mi abuelito Don Víctor. Era un oso de tamaño mediano, cafecito, de lana muy suave, que tenía entre las manos un corazón de tela carola, rodeado de nítido encaje blanco, con la leyenda "I love you mom". Entonces, yo ya había recibido en la escuela unas clases básicas de inglés y en mi sinceridad infantil le dije al abuelito: "Gracias abuelito, está precioso. Tiene un corazón que dice te amo mamá". Mi abuelito, con mucha dulzura y razón, me dijo: "es que vos sois la mamá del osito". Tanto le amé yo al osito Don Víctor, que me acompañó dieciséis años más. Dormía con el osito todas las noches y fue ganando una apariencia preciosa. Es de los pocos peluches que lucían más bellos con el uso. El osito Don Víctor continúa viviendo en mi cuarto de soltera. Le puse una chompita azul con verde, con cuello de tortuga, que conserva.
Actualmente, no tengo ningún peluche en mi casa. Ninguno. No los extraño porque me gustan en la medida en que puedo observarlos. No necesito poseer un peluche. Guardo en mi corazón de lana a todos aquellos muñecos suaves que pasaron por mi vida, para alegrarla. Para consolarme en mis días de dudas y tristezas adolescentes. Hoy elevo una plegaria por mis peluches. Por los que no sé dónde estarán, por los que abracé, por los que imaginé amigos míos. Propongo un brindis en su honor. 

sábado, 18 de marzo de 2017

Instrucciones para hacer muñecos de papel maché

Mi abuelito tiene las manos gigantes, que no han perdido la precisión para la pintura, con ese temblor de sombras y luces de cuadro impresionista. Con esas manos hábiles y curiosas, me enseñó un día a hacer muñecos de papel maché. Generoso como es, compartió conmigo los secretos sencillos y profundos de una técnica humilde y económica, cercana a la cocina. Los muñecos de papel mache que hice con mi abuelito, literalmente, los cocía. 

Ustedes, queridxs lectores, pueden hacer su propio muñecx de papel maché. Tomen un rollo de papel higiénico y hagan con él finas tiras. Es muy placentero rasgar el papel y ver cómo del rollo compacto, concéntrico, surgen volutas esponjadas, próximas a una estampa de algodón. Tengan lista una lavacara, olla o pote con agua de la llave. Y vayan colocando las tiras sobre ella. Las tiras, al contacto con el agua, se transparentan. Hagan muchas tiras y verán cómo comienza a espesar el agua. Cuando tengan una cantidad que les guste, metan la mano en la mezcla. Comiencen a romper el papel mojado y a machacarlo con los dedos. Verán cómo se convierten inmediatamente en pequeñas bolitas las  tiras. Continúen el procedimiento hasta que ya no se dividan más las bolitas. 

Entretanto, tengan en el fuego dos partes de agua previamente mezclada con una parte de harina, cernida para el efecto. La harina diluida con el agua parece leche condensada y es muy fluida. Calienten esta mezcla moviéndola constantemente, con fe. Van a ver cómo se comienza a formar una especie de crema o gel, similar al relleno de los relámpagos que venden en La Colmena. Cuando espese lo suficiente y gane transparencia, el proceso ha llegado a su fin. Tienen pues, engrudo. Este engrudo es suave e hirviente, hay que esperar que enfríe un poco para que no se quemen. 

Tomen un carrizo, o algún palito con el diámetro del cuello que quieren procurarle a su creación. Hagan con papel periódico una bolita y con cinta masking péguenla al carrizo. A veces esto no es posible, entonces, tomen el periódico, de modo que quede una cinta larga, doblada varias veces. Dóblenla alrededor de sí misma y rodeen el carrizo. Tomen entonces una piola o un trozo de lana y amárrenla al periódico que rodea al carrizo. Es muy importante que quede una parte del periódico más abajo, como un cuello y que el hilo sea lo suficientemente largo para quedar colgado, paralelo al carrizo.

Ciernan la pasta que hicieron con el papel higiénico y el agua. Hasta que quede sin agua casi. Y mézclenla con el engrudo. Si hicieron un buen trabajo, el resultado es de una finura agradable. Tienen ya una pasta que pueden modelar sobre la bolita de periódico que envuelve al carrizo. Comiencen a crear la carita, denle un par de ojos, una nariz, una boca. Un cuello. Comiencen a hacerle una historia. Dado que la mezcla, antes de secarse, es absolutamente vulnerable, hay que tomar el carrizo, que tiene que ser lo suficientemente largo para meterlo en una botella cualquiera, así no arriesgan su creación. A veces la mezcla da para varias cabecitas. Pónganlas en el sol, en algún lugar alejado de personas que pudieran atentar contra su trabajo. 

En cuestión de un día, las cabezas comienzan a secar. A veces se puede meter en el horno o en el microondas las cabecitas, pero corren el riesgo de que se quemen o que su casa comience a oler a pastel. Por tanto, la intemperie hace un trabajo mejor. 

Tomen con la cabecita seca ya, una parte de yeso y otra de óxido de zinc, con un poco de agua y con cola blanca o "plasticola", como la llama mi abuelito. Con esto se forma una pasta que se aplica con un pincel para cubrir la superficie grumosa de su trabajo. Cubran toda la cabeza y esperen a que seque, otro día. A la mañana siguiente, tomen una lija gruesa para comenzar y luego con una más fina, terminen de lijar la cabecita. No hay que exagerar con esto porque es sólo una capa que garantiza un terminado liso, pero no es indestructible si la hacen muy gruesa. Se puede desprender. 

Luego de lijada, viene lo más hermoso: pintar las caritas. Es ahí donde eligen un color, unos gestos. Yo les pongo chapitas al final. Pinten con acrílico y si es de buena calidad, el terminado será brillante. Si no, pueden barnizar las caritas. A continuación, con lana, pueden preparar peinados para las caritas. Procuren que los peinados otorguen un sello de distinción y elegancia a sus monigotes.

Los cuerpos se hacen con medias viejas y retazos de tela, cosidos a mano, y el relleno puede ser de algodón, plumón o guaipe Yo les ponía por dentro un corazón y escribía historias en papeles para meterles en el cuerpito. Qué también habré sabido poner en esas hojas.

El resultado depende de su esfuerzo personal, su gusto y el amor que le pongan. Durante varios años, hice muchos muñecos de estos. No conservo ninguno. Los recuerdo con infinito cariño. Una parte de mí está en cada una de esas criaturas. Hagan la prueba, es como dar vida a otros seres. Y sacan de apuros si no hay plata para comprar muñecas. 

Seres en la casa de Andrea y Marius, en Noruega. 

Gritan las paredes "Correa, minero, el agua primero"



Aunque en una etapa de mi vida fui chica scout y me debatía entre las obligaciones parroquiales de militar en la iglesia y recoger las limosnas de los y las feligreses los días domingos en misa y la intensa actividad de encuentro con la naturaleza en los campamentos, de escuchar por las noches los grillos junto al río, a un fuego armado con técnicas aprendidas, con el helado y puro aire del campo azuayo y la vida simple y casi de supervivencia en las verdes montañas; ese contacto cercano con la madre tierra no lo volví a sentir nunca más. Hoy la vida es más urbana que nunca.
 En lugares que hace pocos años fueron verdes, (en los que probablemente acampé con mi patrulla scout), se quiere desesperadamente cambiar el uso del suelo de agrícola o forestal a uso de vivienda ya por grandes intereses inmobiliarios o también por naturales necesidades de herederos/as que ya no encuentran espacio en la ciudad y necesitan construir sus casas. La urbanización se va comiendo, poco a poco y a veces demasiado rápido,  ese mundo poblado de árboles, de casitas de adobe con techos de paja, la lógica de vida comunitaria, agrícola y campesina. Donde hubo planicies verdes, con tranquilas vaquitas haciendo lo suyo, hoy se quieren construir naves industriales. Las presiones son grandes, si el municipio no autoriza tales cambios, suceden dos cosas: las empresas amenazan con irse de la ciudad a otra que sí de condiciones para el “desarrollo”; las personas amenazan con construir de todas maneras, pero sin orden y sin control municipal. 
La nostalgia del campo es en nuestro medio frecuente. Las personas ricas también advierten esa nostalgia y por lo tanto, se procuran su propia burbuja forestal, poblando en una dinámica urbana, pero en territorio rural, los sitios que antes eran de los campesinos y campesinas. Cuenca es la ciudad del agua. Del agua en Cuenca sabemos que, en muchos años más, no será un problema, pues a diferencia de otras ciudades tenemos el privilegio de vivir rodeados/as de cuatro ríos. Del agua sabemos que fluye a chorros por los grifos y que conseguirla es tan fácil como “abrir la llave”. En Cuenca está el Cajas, un hermoso Parque Nacional repleto de lagunas y de bolsas musgosas que están, como esponjitas vegetales, repletas de agua. 
Del páramo sabemos que viene el agua para Cuenca. El gobierno tiene grandes proyectos mineros en esta zona y uno de ellos está en Quimsacocha. Los movimientos indígenas y ambientalistas insisten en que la explotación minera sería una locura en este territorio, porque inevitablemente se contaminarían las fuentes de agua para Cuenca. Pero no nos han enseñado o no hemos querido saber, porque el agua viene a chorros por el grifo, fría o caliente a un precio cómodo por el gas subsidiado, que el agua es donde se generó la vida, que nosotros/as, como dice la filosofía shamánica, “pasamos nueve meses en un microcosmos de agua, en el océano de amor que se agita en el vientre de nuestra madre”. 
La población indígena, con su infinita sabiduría, lo sabe. Los/a políticos/as y tecnócratas que dirigen este país parecen no saber la importancia de respetar los ciclos vitales del agua, porque dicen, hay un montón de oro en el lugar que sacará de la pobreza a las mismas poblaciones que darían la vida por defender su territorio de humedales y páramo. Para seres urbanos como yo, asumir ese respeto por el agua, nos tomará más tiempo. Necesitamos pasar por el doloroso y maravilloso proceso de cambiar de piel, de deshacernos de la racionalidad que carcome, que perfora, que acaba, de las ansias de oro que sacrifican el agua y la vida en nombre del progreso material, para reencontrarnos en la sabiduría infinita del páramo y de sus habitantes, que ven el agua, no como el recurso inagotable que sale de un grifo, sino como la señal de la continuidad infinita, de la fuente de todas las vidas y de todas las convivencias. Si viéramos con el corazón, dejaríamos el oro bajo tierra pero eso implicaría el paso doloroso del cambio de piel, de la piel del consumo a la piel de la sencillez de la naturaleza y sus misterios.      

Escrito en 2013

viernes, 17 de marzo de 2017

Esperan desde el cielo

Y tal vez el viento no está preparado para esas sonrisas. Porque a veces hace mucho frío y se podrían enfermar. Y tal vez no alcanzaríamos a cubrirles de lana las toses del alba en el minuto preciso del reclamo infante. Porque verían a la ciudad muy cambiada, a las montañas muy secas y a la familia envejecida. Porque no llegaríamos a un acuerdo sobre cómo deberían llamarse, o si les bautizaríamos, o si habría que esperar que lleguen a la mayoría de edad para escoger por sí mismos la música de sus nombres y su fe, de bocas amadas.

Porque posiblemente no leerían todos los poemas que les he guardado en cajitas que tengo escondidas. Porque los genes no se llegarían a poner de acuerdo en los dibujos de sus caras, en cómo sería la mueca previa a sus sonrisas, o en el carácter que podrían tener para apurarnos la vejez.

Porque podrías guardar tus historias para otras almas. No pensar que hay alguien que busca seguir el camino que hemos andado, con pies párvulos. Me imagino que sería insoportable no reconocer en una tierra un hogar propio, porque la ciudad y el campo serían su casa. Porque serían del mundo. Y tal vez es mejor que no vengan porque tendrían mi pelo y tus ojos, o heredarían nuestro cansancio de mucho reír.

Me he imaginado sentada, abrazándoles, acunando en mi pecho sus angustias. Me he imaginado sabia, contándoles cómo nos hacemos mujeres y hombres, cómo llegamos a serlo. Me he imaginado escribiendo una lista de instrucciones de cómo no se debe llorar para guardarles en la lonchera con un batido de frutas y leche. Pero tal vez no las necesitan. Tal vez andan por ahí, en una galaxia paralela. Se asoman, a veces, pensando que pediremos que vengan. Pero no reclamamos. No les llamamos sino en secreto. Cuando es de noche y hay que repasar alguna angustia para dormir y seguir respirando mañana una chica nostalgia. 

Quizás somos muy diferentes y no podríamos esculpir juntos un par de manos.  Me iré sin la urgencia de esperar que sean lo que me gustaría que sean. Donaré mis libros a alguna biblioteca, a alguna causa que hubiera querido enseñarles y me enterraré con el resto, para leerles cuentos que escribí pensando en el color del fondo de sus ojos y en los canales imperceptibles de las yemas de sus dedos, y en cómo les aliviaría con canciones de amor en tu voz una aviesa fiebre. 

Porque quisiera que tengan más alas que las mías. Que no sean cobardes como yo. Que hicieran lo que se les ocurra en las mañanas de viento de cometa. Que sepan traducir al mundo y sus enigmas crueles como yo no he aprendido, como yo no sé, como vos no sabes. Y no podemos.

A veces imagino que sujetan mi mano, firmemente, y me piensan la persona más sabia. Que en la calle, señalan para mí con el dedo índice de azúcar y los ojos encendidos de ilusión algún coroto o peluche, guardado en una vitrina de juguetes, para regalártelo al volver. Hasta que  un día conocen el mundo y nos enseñan, con sus promesas nuevas, un poquito a vivir, en el momento exacto e inevitable en que se acaban mis respuestas a sus preguntas y empiezo a preguntarles yo. A veces imagino.

Y cierro los ojos y cambio de idea. Porque tal vez nunca me gustó comprar helados, y cómo se van derritiendo en la mano cuando son muchos. Porque huyo de los ruidos y de los parques y sus columpios, que podrían llevárselos demasiado pronto a las nubes. 

jueves, 16 de marzo de 2017

Paraguas

Había perdido la cuenta de cuántos paraguas pasaron por sus manos. Serían unos treinta, a la fecha. Entre regalados, prestados, extraviados, comprados.

(Los paraguas tienen esa generosidad astuta, esa indulgencia y discreción, de morir lejos de sus iniciales dueños, en una muestra de recogimiento y dignidad. Tienen voluntad propia. Prestan un servicio y desaparecen. Son esquivos como ciertas lluvias. Son protectores como ciertos soles. Son de servicio comunitario, sin quererlo.)

 Los paraguas van de mano en mano, como el paraguas olvidado por él, que está con ella. Ella un día lo abrió cuando comenzó a paramar y los alambres torcidos y caprichosos en nada se parecían a su paraguas casi nuevo, de apenas dos lluvias. Este se veía viejo, destartalado, pero algo cubría. Lo compartió con una amiga que agarró fuerte su brazo, para estar más juntas, para que la tormenta no les mojara las pestañas. Llegó la calma y olvidaron el paraguas en un restaurante.

(Los seres humanos somos de una ingratitud reprochable con los paraguas. Si no llueve, pocas personas tienen en mente llevárselos luego de haberse servido de ellos y acomodado en alguna esquina. Son esas las mentes impecables, organizadas, prolijas. Para otras mentes, los paraguas son ayuda impermeable ante la inminente amenaza de lluvia. Pero son fácilmente olvidados cuando escampa. Así que su naturaleza huidiza compensa el abandono que sufren.)

El paraguas viejo se quedó en el restaurante y la dueña lo guardó en una canasta. Ya servirá para sacar de algún apuro a un cliente, pensó.

(En qué estarán convertidos, me pregunto, mis paraguas. Los paraguas de dólar, de tres dólares, que compré al paso, apurada, cuando hubo lluvia súbita. Los paraguas sofisticados que, en emergencias, me robé de mi padre, que no recuerdo con precisión, en realidad, si devolví. Los paraguas que se prestan a huéspedes queridos, para secarles el camino, por cortesía. Que sabemos, amargamente, que jamás volverán).

Hay una viejita saliendo de un restaurante. Abre un paraguas negro, pequeño, modesto, suficiente para llegar seca a la casa. Los alambres, torcidos, le dan la vuelta. La viejita sigue andando con este paraguas feo, con ágil paso para llegar pronto. Escampa, se encuentra con una amiga, lo coloca en el piso para que se seque. Olvida el paraguas, de lo entretenida. Lo recoge otra persona, por curiosidad, y se deshace de él aun antes de que llueva. El paraguas termina entonces en un rincón empolvado o quizás en la basura, en un panteón de paraguas olvidados con el primer rayo de sol.

(Me gusta pensar que los paraguas se pierden justamente para ayudar a quienes, en momentos determinados, los necesitarán más.)

Así que jamás tengo tristeza cuando olvido un paraguas.