Vistas de página en total

viernes, 17 de marzo de 2017

Esperan desde el cielo

Y tal vez el viento no está preparado para esas sonrisas. Porque a veces hace mucho frío y se podrían enfermar. Y tal vez no alcanzaríamos a cubrirles de lana las toses del alba en el minuto preciso del reclamo infante. Porque verían a la ciudad muy cambiada, a las montañas muy secas y a la familia envejecida. Porque no llegaríamos a un acuerdo sobre cómo deberían llamarse, o si les bautizaríamos, o si habría que esperar que lleguen a la mayoría de edad para escoger por sí mismos la música de sus nombres y su fe, de bocas amadas.

Porque posiblemente no leerían todos los poemas que les he guardado en cajitas que tengo escondidas. Porque los genes no se llegarían a poner de acuerdo en los dibujos de sus caras, en cómo sería la mueca previa a sus sonrisas, o en el carácter que podrían tener para apurarnos la vejez.

Porque podrías guardar tus historias para otras almas. No pensar que hay alguien que busca seguir el camino que hemos andado, con pies párvulos. Me imagino que sería insoportable no reconocer en una tierra un hogar propio, porque la ciudad y el campo serían su casa. Porque serían del mundo. Y tal vez es mejor que no vengan porque tendrían mi pelo y tus ojos, o heredarían nuestro cansancio de mucho reír.

Me he imaginado sentada, abrazándoles, acunando en mi pecho sus angustias. Me he imaginado sabia, contándoles cómo nos hacemos mujeres y hombres, cómo llegamos a serlo. Me he imaginado escribiendo una lista de instrucciones de cómo no se debe llorar para guardarles en la lonchera con un batido de frutas y leche. Pero tal vez no las necesitan. Tal vez andan por ahí, en una galaxia paralela. Se asoman, a veces, pensando que pediremos que vengan. Pero no reclamamos. No les llamamos sino en secreto. Cuando es de noche y hay que repasar alguna angustia para dormir y seguir respirando mañana una chica nostalgia. 

Quizás somos muy diferentes y no podríamos esculpir juntos un par de manos.  Me iré sin la urgencia de esperar que sean lo que me gustaría que sean. Donaré mis libros a alguna biblioteca, a alguna causa que hubiera querido enseñarles y me enterraré con el resto, para leerles cuentos que escribí pensando en el color del fondo de sus ojos y en los canales imperceptibles de las yemas de sus dedos, y en cómo les aliviaría con canciones de amor en tu voz una aviesa fiebre. 

Porque quisiera que tengan más alas que las mías. Que no sean cobardes como yo. Que hicieran lo que se les ocurra en las mañanas de viento de cometa. Que sepan traducir al mundo y sus enigmas crueles como yo no he aprendido, como yo no sé, como vos no sabes. Y no podemos.

A veces imagino que sujetan mi mano, firmemente, y me piensan la persona más sabia. Que en la calle, señalan para mí con el dedo índice de azúcar y los ojos encendidos de ilusión algún coroto o peluche, guardado en una vitrina de juguetes, para regalártelo al volver. Hasta que  un día conocen el mundo y nos enseñan, con sus promesas nuevas, un poquito a vivir, en el momento exacto e inevitable en que se acaban mis respuestas a sus preguntas y empiezo a preguntarles yo. A veces imagino.

Y cierro los ojos y cambio de idea. Porque tal vez nunca me gustó comprar helados, y cómo se van derritiendo en la mano cuando son muchos. Porque huyo de los ruidos y de los parques y sus columpios, que podrían llevárselos demasiado pronto a las nubes. 

No hay comentarios: