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sábado, 30 de septiembre de 2017

Sobre cómo se debería señalar en un libro de poemas los favoritos

Yo no podría confiar en alguien que no amara leer poesía. Tendría que leerla siempre, constantemente, sin buscar, necesariamente, mensajes o significados profundos en las letras. Cuanto más compactos fueran los poemas, mejor. Y tendría, asimismo, que escribir, al acabar un volumen, una nota en la página dos que dijera cuándo lo leyó y de qué color estaba el cielo al terminar la obra.
Finalmente, tendría que doblar con mucho cuidado y sin hacer escándalo,las esquinas de las hojas donde están los poemas favoritos, en diminutos triángulos equiláteros, para no perder de vista la belleza encontrada con esfuerzo entre unos poemas que entibian el corazón y otros que no lo tocan en ese momento. Entonces, el libro quedaría (si es propio, sobre todo) repleto, huérfano o apenas poblado de pequeños triángulos equiláteros que señalan las líneas de preferencia de quien ha leído. 

Así, la mejor forma de conocer a una persona, sería a través de percibir cómo deja sus libros de poesía luego de haberlos leído. Tomar poemas al azar, hojeando un libro, no da los mismos resultados. Esto porque encontrar, como tesoro, un poema que habla sobe asuntos que inquietan nuestras almas, ha de ser trabajado, ganado a pulso. No se trata de dejar al azar la llegada a la vida de un poema. Se trata de trabajar la llegada, de buscarla, de invocarla. 

Como quien borda o teje para un ser amado, en actividad monótona, interrumpida, a veces, por la felicidad de la conjunción, del encuentro donde se sabe, con certeza, que aquellas palabras fueron escritas para este momento. Esa impresión bien podría escribirse luego, en la página dos del libro, luego de la anotación correspondiente sobre el color del cielo de ese momento. 

Historia de amor en el tren

"Si quieres probar la olla de tu vecino, la tuya tiene que estar sin tapadera".
26 de septiembre de 2017
Viajábamos en tren de Barcelona a Sevilla y una pareja de viejitos muy cerca de nosotros conversaba animadamente durante el viaje. Él tenía 81 años y ella, 83. Se quedaron en la estación Linares, Baeza, y mientras el tren se detenía, la señora se sentó a mi lado para contarme un poco de su vida.
"Nosotros somos ricos en amistades. Yo soy muy charlatana. Yo fui la mayor de cuatro hermanas. Mis padres cuando yo era pequeña me pusieron a cuidar a las cabras en mi pueblo y nunca terminé la escuela. A los dieciocho años salí a vivir en Barcelona para trabajar como muchacha de casa y cocinera, con una familia adinerada y aristocrática. Yo sola aprendí a leer y a escribir para estudiar los libros de cocina. Mi especialidad son los guisos. Creo que ahora podría escribir un libro llamado "La Cocina de Alicia". Trabajé con esa familia dieciocho años y ahí, ya mayor, conocí a Antonio, mi marido, unos amigos me presentaron. Yo era más vieja que él. Cuando nos casamos, él tenía 35 años y yo, 37. Me quedé embarazada pero perdí al bebé. A los 38 años la regla nunca me volvió a llegar. Yo, desde mucho antes, bordaba toallas y sábanas para mis niños, pero ya las tuve que regalar. Nunca pudimos tener hijos, pero, ¿sabes? hemos sido muy felices. Él es muy bueno conmigo. Lo importante de una relación es que mandes sin mandar. En nuestra casa los dos mandamos, hay que dar una de azúcar y otra de sal. Tenemos ahora una casa en el campo que construyó él, que es albañil. Ahí tengo sembrados veinte tipos de rosales y él siembra vegetales para comer. Soy la mujer más feliz del mundo".
Y me besa en cada mejilla y se va.