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miércoles, 15 de marzo de 2017

Anita María

Mi bisabuelita era diminuta, muy pequeñita. Tenía los ojos negros, como capulíes que miraban fijo. Yo iba a visitarle a veces y me gustaba peinarle, arreglarle el pelo y las uñas. Porque cuando yo era guagua y ella un poco más lúcida, me peinaba también a mí. Cuidado inverso. Alguna vez dormí con ella y recuerdo que abrazaba fuerte. Tan vital era, que cuando nos peinaba, nos dejaba con las mechas absolutamente tiesas y con un poquito de dolor de cabeza.

El piso en el que vivía era el más lindo de toda la casa. Con sábanas bordadas, tapetes, abrigos, bolsos, zapatos, cremas en tarros especiales, una televisión gigante y unas latas donde escondía galletas, sumamente discreta. Hacía falta caerle muy bien para que se animara a abrir el supuesto costurero. Eran ducales, apenas, nada exquisito. No las galletas originales de la caja. Pero sabían a gloria, por la deferencia de la bis.

A mí me encantaba arreglarle las uñas a mi bisabuelita. Tenía unas manitos finas, con las uñas preciosas, salvo la del pulgar que no era tan regular porque se había chancado de chica. Aunque le molestaban detalles de mí como mis dientes chuecos (a los nueve años comencé a utilizar ortodoncia y me dijo que a las niñas así era mejor mandarles a hacer dentadura postiza) en el fondo me quería. 

En intervalos lúcidos, sosteníamos conversaciones sobre su infancia. Y me dijo un día, con preocupación y gratitud, de repente: 

"Niñita, ¿a usted no le doy asco yo?" 

Yo le decía Anita (nos prohibió decirle bisabuelita). 

"No Anita, cómo me va a dar asco usted. ¿Por qué me pregunta?".


"Porque cuando yo era guagua mis tíos, que me criaron, me dejaban en una casa con viejas y viejos para que ayude a cuidarles. Y a mí me daban asco. Yo corría por el campo para no verles y a veces vomitaba. Me gustaba saltar la soga. Corría, corría. Y yo nunca pensé que sería igual de vieja. Hasta más vieja, casi. 

"Usted no me da asco, Anita", le dije de nuevo, tratando de convencerle. Le besé la mano, la uña chancada y el cabello finísimo, con unos churos casi de algodón. Con la cabeza baja, en reflexión, me escuchaba.

 "Yo le quiero mucho, qué me va a dar asco", insistí.


No creo que me creyó. Pero soltó la mano más confiada, para que se la siguiera decorando. 

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