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viernes, 9 de febrero de 2018

Acerca de las galletas Ducales


Está lejos de mi intención celebrar una marca o promocionar un producto. Simplemente he pensado que hay alimentos que tal vez tienen significados mucho más amplios que su compra o consumo. Hace un tiempo me permití hacer una modestísima reflexión sobre los bolos, esos refrescantes hielos con colorante, económicos y humildes, que consumimos regularmente y con fruición en la niñez.*

Hoy, el turno es de galletas Ducales. No encuentro, en mi memoria, cuál sería la primera vez que las comí. Tal vez el recuerdo más lejano y fotográfico que tengo de Ducales fue en las amplias habitaciones de mi bisabuelita, Anita Ruiz, a quien visitaba con frecuencia en la infancia. Luego de largas conversaciones, de ver las novelas o la misa juntas (ella cambiaba de canal en las escenas de besos y pasábamos de Adela Noriega o Lucía Méndez a Doce ritmos doce o al rezo del rosario en Telecuenca) cuando le habíamos caído en gracia o estaba de buen humor, sacaba de un gran armario de madera, cuadriculado, una bella lata redonda que abría con la solemnidad de la revelación de un secreto, y extendía su contenido: galletas Ducales. Decía, esté calladita, no irá a contar a nadie, comerá aquí. Creo que entonces el gesto especial del regalo de la Anita era más hermoso que las galletas en sí.  

De ahí la presencia de Ducales es un eje transversal de la vida, especialmente en fiestas modestas, reuniones improvisadas o en encuentros de grupo en los que hay que alimentar a varias personas con un presupuesto limitado. Cuando no hay plata para comprar refrigerios, nada hay que no pueda solucionar una olla de café Cubanito y un plato desechable con Ducales. Cuando la gente ve las Ducales, lo he notado, en repetidos procesos de observación participante, se molesta. Es como si dijera, ¡qué iras, de nuevo Ducales! Pero nadie deja de comerlas y, dado que tienen alguna sustancia que pareciera producir adicción, se sirven una tras otra, hasta que desaparecen de los recipientes de espuma flex. Así, Ducales es una apuesta segura, que hasta se aprovecha para cocinar en frío platos más sofisticados, como pasteles de limón.  

Una vez que tengo las Ducales en mis manos, por su tamaño grande, y para que duren, cuando la ración es pequeña y limitada, yo suelo dividirlas en sus partes -pues el mismo fabricante ha previsto esta posibilidad- y comerlas lentamente con el agua de frescos, la colada, la cola o el café. Se pone una sección de nuestra querida galleta en la boca, se humedece y parece que se hincha un poco, para en segundos deshacerse como si se tratara de un bocado elegante, de amable digestión.


 Sabemos que galletas clásicas como Daysi o María, son excepcionalmente consumidas. Konitos y Óreo no pueden comerse en grandes cantidades. Las Chocochips también son altamente calóricas, tanto como las Amor. Las de animalitos son más propias de la Navidad, circunscritas a fechas claves y para rellenar sin invertir mucho dinero, bolsas para regalar a infantes que, una vez que recogen los chocolates y caramelos del fondo, las dejan secar, en pedazos, dentro de las fundas plásticas.  

En Ducales hay algo de Ritz y de Ricas (¿qué diferencia hay entre ellas, alguien sabe?) pero en mayor volumen. Hay quienes, inclusive, en gesto encantador, las envuelven en papel de regalo para obsequiarlas por su abundante contenido. Nunca se puede quedar mal con un paquete de Ducales. Es como el canguil: puede no fascinar pero una vez que se empieza a comer, no se deja.

Confieso que cuando elegí el motivo de las galletas Ducales para este ensayo, tuve una gran expectativa y pensé que hablar de ellas estaría a la altura, o la sobrepasaría, de un texto precedente sobre los bolos, que mencioné al inicio y que invito a releer.** Sin embargo, me doy cuenta de que en el carácter magnánimo de Ducales radica precisamente en su sencillez. Eso las hace insustituibles: el hecho de que en un par de párrafos pueda agotarse, si cabe, la experiencia universal sobre ellas.

***http://mariajosemachado.blogspot.com.es/2017/08/apologia-de-los-bolos.html

lunes, 5 de febrero de 2018

Acerca de aparecer en público

Tenía siete años cuando gané un concurso infantil de ortografía. Un lunes de acto cívico en la escuela, de manera inesperada, me premiaron. La costumbre consistía en formarnos en el patio para cantar el himno nacional, el himno a Cuenca y alinearnos con la distancia de nuestros cortos brazos, con la mano derecha en el corazón izquierdo, la frente en alto, para las instrucciones de la semana de clases.

Mi mami me había puesto ese día el uniforme y una gorrita blanca de lana con un pompón rosado, guantes y bufanda a juego. De repente en la hora cívica dijeron mi nombre en el micrófono, con el anuncio de mi hazaña. Con indecisión e incredulidad, pasé a recibir el premio, con la mochila puesta. Me regalaron sendos libros de fábulas de Esopo y de Samaniego y un juego de damas chinas, envuelto todo en papel de regalo. Regresé del escenario en el que tímidamente me había subido, hundida en la lana del ajuar que amansaba los fríos de las madrugadas de la hora sixtina. Era 1993. 

Recuerdo que los niños y niñas se acercaban a mí, muy pequeña, y trataban de adivinar qué obsequios estarían en esos voluminosos paquetes. Afortunadamente encontré en ese mar de infancia a mi ñaña mayor Gaby, quien espantaba a los curiosos que con sonrisas y cierta ternura me felicitaban. Cuando llegamos a la casa con los regalos, al mediodía, mi mami estuvo muy orgullosa de la premiación sorpresa, pero al mismo tiempo, nostálgica por habérsela perdido. Nos dijo: "debían avisarme, para estar. Gaby, era de que le quites a la guagua el gorro, la bufanda, la mochila y los guantes para que pase adelante bien presentada". Yo leía las instrucciones de las damas chinas, juego de mesa que acompañó a nuestra familia durante un buen tiempo, como las moralejas de Esopo y Samaniego. 

Desde ahí, ha sido importante para mí vencer la timidez en los escenarios públicos. Y mi mami ha estado constantemente lista para animarme. "Imagina que en el público están plantas", "respira fuerte", "sostén algo en la mano". Si hubiera sabido de aquella premiación, de seguro me hacía algún peinado especial. Ya de joven, su apoyo fue en aumento: me daba una copita de trago de punta antes de mis apariciones en público. Y así, hasta hoy, ella me anima con su consejo, ante cualquier desafío, para darme valor. Aunque cada vez que hablo en público o que me pongo enfrente, me siento tan envuelta en la bufanda y el gorrito de lana como a los siete años. 

Pero respiro y digo "son plantas" y es como si me hubiera tomado un trago.