Vistas de página en total

domingo, 10 de diciembre de 2017

Sobre los balcones

Un balcón está hecho para asomar el cuerpo, sin que se caiga, a la vida que brota más allá de las paredes, de las ventanas. Un balcón está hecho para en él, huir de una casa que asfixia, sin salir a la calle. Está hecho para recibir el calor del sol, para ver la luna, para sentir el viento, para tratar de encontrarles sentido a las estrellas. Está hecho como comunicante, casi aéreo, entre un cuerpo y un mundo.

Cuando era niña no tuve nada parecido a un balcón en la casa de mis padres. Teníamos ventanas y una amplia terraza. Pocos meses antes de casarme mi mami hizo una importante inversión para que pudiera tener mi habitación propia. Era una extensión de la casa de un cuarto, una grada pequeña y un altillo. En el altillo había dos cuartos, uno para mi taller de pintura y otro para los estudios de las enseñanzas místicas rosacruces de mi mami. Le llamábamos el cuarto de brujas. En esos cuartos ganados a la casa mi mami y yo, finalmente, teníamos un espacio propio para nuestras aficiones.  En el dormitorio nuevo, que usé poco tiempo, donde fui muy feliz, había un balcón chiquito. El único y primer balcón de la casa, que adornamos con plantas en macetas colgantes.

El primer departamento que arrendamos cuando nos casamos con el Diego también tenía un balcón de tamaño importante. Ahí colgamos, cuando vino la época electoral, las lonas gigantes de nuestro movimiento político. Cuando llegó Navidad, le llenamos de luces que chorreaban, tintineantes, el camino de Belén. El balcón comunicaba con la escuela de Las Marianitas. Me recordaba un poco al parque que había enfrente de la casa de mis padres. Entonces era la puerta a la maravilla de un mundo infantil. En los recreos de las niñas, se oían los gritos, los juegos y la música. A la salida, se veía cómo las apuradas madres iban a recoger a las guaguas que se distraían comprando salchipapas, helados, espumillas, mangos con sal o negociando cromos o algún juguete de moda y de plástico, a los comerciantes que esperaban no ser echados de ahí por la guardia municipal. En las tardes, en cambio, por el balcón entraba la maravillosa música de las prácticas de infantes y adolescentes que estudiaban en el Conservatorio local. Era imposible no amar esa casa. Por eso nos quedamos en el barrio, pero a la vuelta.

Nuestra casa también tiene un balcón. Viejo y amplio, donde pusimos una banquita de madera que compramos en la Rotary y pintamos de verde, para ver pasar a la gente. Allí se dan las mejores conversaciones en las fiestas que organizamos. Vivimos enfrente de una radio popular y va mucha gente conocida para entrevistas. Lo que recuerdo más es la salida de una entrevista de Lucio Gutiérrez. Cuando tenía diecisiete años también le vi, desde la altura de una ventana del edificio del área cultural del Banco Central, donde hacía prácticas colegiales, comiéndose una empanada. Las diferencias son claras. Entonces tenía poder y otra nariz. De vez en cuando nos asomamos al balcón para curiosear. A la Tomasa le gustaba especialmente pasar echada en el balcón y ladrar al mundo impunemente. Extraño ahora mismo ese balcón, porque desde él podía ver la Catedral, Turi y toda la calle Benigno Malo en las tonalidades distintas que le imprimen los cambios de colores de las horas.

Aquí, en Sevilla, tenemos también un balcón al que salimos para fumar. Se escucha cómo los gitanos del barrio conversan, en bullicioso jolgorio. Entran por el balcón la música, el olor a grasa quemada, las hojas de los árboles que se caen en el otoño. También por el balcón se puede ver algo del curioso movimiento del barrio.


El balcón es una manera de estar en la calle sin estar. Es la protección de la altura lo que da al balcón un encanto que no tiene ningún otro espacio. Es un lugar para pensar. El balcón es ganarle habitabilidad al aire, un exterior común en las alturas de los vecinos de un edificio. Es el jardín de quienes no tienen tierra. Es la jaula de los pájaros que no podemos volar.

martes, 7 de noviembre de 2017

Digresión


A veces creo que el dolor se puede definir como ausencia de esperanza. ¿Tiene síntomas? Sí, tal vez el sueño y las ganas de no despertar más. El dolor es un aviso. Se instala en las puntas del pelo. Por eso cortarse el cabello es la forma en que muchas mujeres expulsan el dolor de sus cabezas. No sé explicar si el dolor es no poder olvidar o si el dolor es el olvido. O si los recuerdos son dolorosos.

Me dijo alguna vez una burócrata anciana, cuando lloré sobre su escritorio, agobiada por la indignación de no poder ejercer mi derecho  a la petición, que a mi edad yo no podía llorar porque no conocía qué era el verdadero dolor. ¿Qué puede ser un dolor verdadero? ¿Cuáles son los dolores por los que la gente nos puede dar permiso para llorar? Y seguía llorando ese dolor que no era dolor y que no me daba derecho a llorar. Porque las lágrimas lloran aunque no estén justificadas. Se salen como un chorro caliente, enérgico, formado por gotas enormes que desbordan los ojos, los aclaran y los lavan de rabia.

Yo que no he tenido dolores por los que, según la burócrata, policía del llanto, quepa llorar, he llorado mucho y con gran teatralidad. La primera vez que lloré como para que se secaran para siempre mis reservas de lágrimas, fue cuando murió mi perro Trapo, el cinco de agosto de mil novecientos noventa y seis. Yo tenía diez años y nunca, hasta ese momento, había sentido que me desgarraban el pecho, me sacaban el corazón y explotaba en una masa informe y amarga. 

Después vinieron otras circunstancias por las que, de acuerdo con el manual del llanto, hubiera sido lícito y hasta urgente llorar. Y no lloré. Cuando quise llorar no lloré y a veces, siempre, lloro sin querer. Mis llantos por lo general tienen efecto retardado y pasan de la discreción a la explosión violenta y tierna. Como un rocío tibio e incontenible, las lágrimas se caen de mis ojos e inundan mis papeles, mis libros, mi almohada o mi ropa. De vez en cuando, alguna palabra, objeto, recuerdo, escena, frase o visión, revuelve rincones sensibles de mi alma. En ese momento lloro un poquito, con mucha discreción y sin que nadie se dé cuenta.


Ahí está el misterio del dolor. Que sale de nuestro control. Ninguna emoción controlada es dolorosa, el dolor es haber traspasado los límites de lo contenible y manejable. Como esas tímidas lágrimas que apenas parecen plastificar los ojos y cristalizarlos y se secan con la risa. Eso no es dolor. El dolor es colmar el vaso y traspasar los límites. Por eso llorar ayuda a vaciarse para poder llenar el alma de nuevo, hasta que vuelva a salir, con ayuda de la tristeza, la indignación, la ternura o la rabia, derramada por los ojos.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Disociación

  
(mi papá, de niño, metió la mano en una máquina de moler maíz,
el dedo sangrante, la madre amorosa, para curarle el dedo
y la cicatriz queda,  en esas manos prodigiosas,
con las que un día subirá al cielo, 
porque cada cosa que hacen es magistral,
que siempre que yo las tomaba entre las mías
le decía que eran jóvenes, 
hasta que la artritis les dio consistencia de nudos,
la artritis que heredó de la madre,
como una molienda permanente,
como recuerdo de la madre que cantaba como pájaro
y que consolaba como paloma).
Hay que estar lo suficientemente triste
Hay que estar lo suficientemente en paz
Para procesar la tristeza
Para meter la tristeza en una máquina de moler tristeza
Y triturarla para que expulse letras.
Luego ordenar las letras, 
Formar palabras,
(Unas palabras que acojan como brazos,
de madre con la que se muele maíz,
aunque los dedos sangren)
desde el profundo encanto de la melancolía
Que se añora en las horas felices. 
Y contarlo, y decirlo,

Para que perdure.
Yo tengo unos dedos que vienen del frío,
Los ojos de la lluvia que rompe de azul el cielo en reposo.
Y la mañana de amor que los peces amasan
Con complicado debate.
A pesar de la luz,
O del río muerto,
O de quiénes somos
Vuelvo un rato al parque de enfrente,
Al cielo poblado de nubes blancas,
También al río de piedras
Que canta y ríe
Como un hogar.
Yo no existía en este lugar,
Me es ajena de gigante esta luna.
La mía era pequeña,
De modesta luminosidad,
Como una canica de plata suspendida en un cielo negro y helado,
Como tallado en obsidiana.
Mi perra era negra,
Este continente rubio me devolvió un perro blanco
Que también perdí.
Mi perra negra no está.
Recuerdo a veces sus ojos de paz y tristeza,
De espera,
Y mi llegada, nunca a tiempo.
Pero aquí también soy el niño del dedo amasado 
por la máquina de moler maíz, 
soy las manos (aunque menos prodigiosas, más torpes)
atacadas por la artritis de la madre,
la madre que consuela, 
que canta como pájaro
y mi propia paloma,
que fuma la noche
de canica de plata.


domingo, 8 de octubre de 2017

A las seis vidas de mi Panchita


La Panchita nació el 17 de enero de 2000. Casi con el milenio. Hija de la Agucha, gata que llegó a la casa porque mis primos y yo le compramos como regalo de cumpleaños a mi ñaña Antuca, destacó desde chica por su vivacidad. Es común hablar de la inteligencia clarividente de los gatos. Hay, de hecho, abundante literatura sobre la sagacidad felina. Pero la Pancha es todo eso con una inmensa dosis de ternura torpe, de efusividad abrumadora, de amor repartido sin reservas, sin medir las consecuencias, de conmovedor drama, de histrionismo, casi. La Pancha nunca ha tenido esa personalidad de gata acotada y elegante, esa pretensión de indiferencia, de naturaleza digna, decorosa y sobria. Ese abandono de la humanidad y esa independencia y apego nulo que tienen usualmente los gatos. La Pancha tiene forma de ser de perra, de bola de lana acomodada nerviosamente en las manos en que se siente a salvo. 
Dicen que los gatos tienen siete vidas. La Panchita, para empezar, no fue la más bonita de la camada. Tenía unos hermanos plomos, atigrados. Tres, para ser exacta. Desde que nació, destacaba en la familia, precisamente por ser la más sencilla. Ya decíamos que esa “blanquita” era vivísima. Nació de tres colores, no como sus hermanos espumosos y pulchungos, de estampa atigrada. Ella era una gatita hecha de retazos sucos, plomos atigrados y blancos. Los ojitos, amarillos. La lengua, rosada. Desde chiquita fue ya muy inteligente, destacaba por su lucidez. Era la primera en percibir las cosas, dónde estaba la comida, dónde la teta de la Agucha, dónde el calor. 
La primera vida que perdió la Panchita fue porque se electrocutó. Me acuerdo todavía de esa noche. La cocina de la casa tenía como una cajita de cables que no habían sido cubiertos y ella, moneando, moneando, hizo una conexión trágica. Fui la primera persona que le encontró luego del accidente. Llegué a la cocina oscura, y vi el cuerpito de la Pancha casi rígido, tendido debajo de los cables, en el piso. Me asusté mucho. Le llamé a mi mami y descubrimos que, aunque con dificultad, respiraba. Tenía la boquita quemada. Esta historia podría describirla mucho mejor mi mami porque ella, aconsejada por mi abuelita, los días siguientes le acunó en el pecho hasta que, prácticamente, resucitara. Sus expectativas de vida eran mínimas. La respiración, lenta. Los pronósticos veterinarios, orientados al inmediato sacrificio. Mi mami le dio, con gotero y con paciencia amorosa, una alimentación exclusiva de clara de huevo. Durante muchos días ese fue el único alimento de la Panchita. Sobrevivió con los cálidos y fervorosos cuidados de mi mami, pero se quedó con un daño neuronal irreversible, que se tradujo en una voz grave, casi gutural, imagino que alucinaciones (visiones del futuro, porque mi papi dice siempre, cuando se trata de la Pancha “tiene algo que decirnos, sabe algo que no sabemos”) unos nervios exacerbados, un espíritu huraño y miedoso con personas desconocidas, pero también un vínculo incondicional con quienes siente afecto. 
La Panchita tiene la característica de percibir el dolor, practica la misericordia y la empatía. Cuando hay alguien en la casa enferma, triste, preocupada, la Panchita se apega mucho. Es como si quisiera tomar el dolor para sí misma porque la electrocución le revistió de extraños poderes. Nadie en la casa podría negar que cuando está triste, la Panchita se acerca, sin previo aviso. También le gusta, cuando nos sentamos en la sala, lamer el cabello de las personas, como si su lengua rasposa peinara.
En otra ocasión, la Panchita desapareció, varios días. Mi mami fue a buscarle por todo el barrio, sin éxito. Un día, regresó a la casa, cuando habíamos pensado lo peor. Se fue apenas de paseo.
Alguna vez la Panchita, con lo escandalosa que era, dejó de llorar. Cuando nos fijamos, su carita estaba estática y tenía la boca abierta, permanentemente. Fue entonces cuando mi mami descubrió que brillaba una enorme espina de pescado en la garganta de la pequeña. Fue una operación de mucho cuidado y delicadeza, sacarle la espina. Un hilo de sangre salió detrás. Tardó unos días en recuperarse. Otra vida de la Panchita que el destino segó, fue cuando se cayó desde el segundo piso, por la ventana. Por ser inquieta se lanzó sin que pudiéramos impedirlo. No pasó de un buen susto, afortunadamente.
Yo creo que otra vida que la Panchita perdió, fue cuando dio a luz. Su hermana Amelita y ella quedaron encintas casi al mismo tiempo. La Amelita no tuvo problema alguno en el parto. Hizo todo sola y le encontramos metida en una cajita, con los guaguas ya limpiecitos y con la lanita esponjada, lactando tranquilos. En cambio, la Panchita, tal vez por el trauma cerebral de la electrocución que sufrión, una madrugada, llegó a mi cama. Me tomó de las manos y me miraba fijamente a los ojos, como pidiendo ayuda. Yo trataba de consolarle en el trabajo de parto. El primer bebé tardó mucho en salir. Hasta eso, le desperté a mi mami para que nos ayudara en el alumbramiento. La Panchita no sabía que debía abrir la placenta del bebé y el primero murió, ya era demasiado tarde. Los cuatro restantes salieron muy bien y al poco tiempo, con efecto retardado, la Panchita pudo hacerse cargo de sus bebés sin problema alguno.
Paradójicamente, la vida que parecía más frágil de todas, por los accidentes frecuentes, era la de la Panchita. La Agucha, su mamá, tuvo cuatro gatitos. Uno murió al poco tiempo de nacer y el Rafico y la Amelia tuvieron muertes trágicas, provocadas y tempranas. La Panchita, con tantos accidentes, sucesivos, ha sobrevivido a sus tres hermanos y tal vez sobreviva a su anciana madre.
Ahora que estoy lejos de la casa y de la Panchita, me cuentan que la pequeña estuvo enfermita dos semanas y que le tuvieron que operar. Tiene a la fecha como diecisiete años. Salió, una vez más, airosa de la operación y está convaleciente. No puedo hacer más que entristecerme por la enfermedad de la Panchita y dedicarle unas líneas. Que te recuperes pronto, preciosa. Tu hermana, Pepita.