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miércoles, 16 de diciembre de 2015

El regreso a la infancia

El regreso a la infancia.
Es una colcha de tigre.
Es un jabón de rosas verde menta,
Seguido de uno rosado y de uno blanco
Y de otro celeste.

Es el papel higiénico Top Morado,
Que más que ecológico,
Era el que vendían en las tiendas.

Es el frasco de mermeladas Guayas,
Convertido en vaso.

Es el teléfono de rueda,
Sobre un tapete de crochet.

Es el zapato de lona,
Secado en la refri.

Es el pan de la tienda,
La leche de funda.

La ilusión de que nos den monedas,
para dar la limosna en misa,
pensando que así éramos buenas.

Es un bolo de cincuenta sucres,
Y con suerte de cien.

Es ese álbum cuyos cromos
Venían en los chocolates Jet
(El de Historia Natural)
Y que la Antuca nunca pudo llenar.

Es la chompa de lana tejida
Por el amor de la madre.

Es el jean con efecto nevadito,
Y el cerquillo.
Y el zapato de charol.

Es el querido diario
Con candado delator.

Es el "guaguas a tomar café"
de las cuatro de la tarde.

Es la casa como mundo.
Y el patio como universo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Apagarse debe ser triste



Apagarse debe ser triste. 

Como haber sido de colores y luego una escala de grises.
Irse convirtiendo la imagen en marca de agua.
Como la sombra de unx mismo.
Que en cualquier momento el tiempo termina por llevarse.
O el aire robado por desinflar.
Como la copia de la copia de la copia, que acaba enterrada debajo de los carteles de nuevos mensajes
de próximos acontecimientos. 

No sabría precisar cuál mismo es el encanto
De las fotos en blanco y negro.
De pronto que las podemos imaginar de colores.
O la sobriedad del contraste entre la mezcla de todos los colores y la ausencia completa de luz.
Sin matices más que el gris, que de sombrío se convierte en estos casos en lo más dócil y fluido.
En sus diferentes espesores, en aquello que sugiere humanidad y no dibujo.

El blanco y el negro son colores democráticos y antiguos.
Al mismo tiempo tristes.
Haber sido de colores y perderlos debe ser como perder el brillo un traje de noche.
Como perder el pelo y recurrir a raros peinados para evitarlo.
Como el resplandor perdido de quien vive de glorias pasadas.
Copiándose a sí mismx, en su mejor momento.
Con la máscara de tiempos más felices
Sobre la amargura de no poder aceptar
O de no saber aceptar
Que el mundo se mueve y hay que ir con él
Aunque dormirse en los laureles debe tener el encanto
De pretender que la vida es sueño. 

Haber sido de colores y perderlos sin duda es peor que no haber sido de colores nunca.
No es lo mismo una foto en blanco y negro de la época de las fotos en blanco y negro.
Que una foto en blanco y negro de ahora.
Que alguien sin mucha ciencia puede hacer reduciendo  la saturación.
Renunciar a los colores es diferente a que los colores te despidan. 

Apagarse debe ser triste.
O talvez apagarse es necesario en un momento en que las luces sobran.
En que los colores fastidian y han perdido su significado.
Los grises, blancos y negros pueden ser el lugar del luto o del remanso.
De la paz en degradé, hasta llegar a la ausencia o al extraviarse definitivo. 

Haber perdido los colores es triste cuando no se acepta.
Y cuando esos colores perdidos quieren reemplazarse con ortopédicas imposiciones.
Pero apagarse voluntariamente puede ser valiente, siempre que no sea por tristeza.
No es lo mismo la abulia que la ataraxia.
Ni morir que matarse, 

o que te maten.


lunes, 5 de octubre de 2015

Hijas del domingo


Azul azulejo de baño.


Si su amor fue flor de un día, porque causa es siempre mía, esta cruel preocupación.


La autora de estos garabatos.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Cuadrito de jazz

El esperado cuadro de jazz que hice para el Diego, luego de tantos meses sin poder concluirlo, lo terminé. 

martes, 1 de septiembre de 2015

Eres fiel compañero de mi soledad.

Licor bendito que quitas los pesares, que alegras corazones y matas el dolor. Te necesito, cuando me encuentro triste. Eres fiel compañero, de mi soledad.


sábado, 29 de agosto de 2015

Legado vacacional


Recuerdo que cuando era niña, al volver a clases un paso obligado era hacer el clásico dibujo de las vacaciones. Yo siempre acostumbraba a dibujar el parque de mi barrio, con un radiante sol, cometas y columpios. 

Ahora me parece lindo no dibujar cómo han sido mis vacaciones, sino aprovechar las vacaciones para dibujar y pintar lo que se me ocurra, y retomar viejos compromisos. Les presento los resultados, luego iré colgando otras obras que ya están listas. 


Esta foto es de un dibujo que está pensado para una serie de collages que estoy haciendo desde hace algún tiempo. Mi aspiración es luego meterle en una caja y ponerle un vidrio. Espero que quede muy bonita. 


Juan Gelman tiene un libro que se llama "El emperrado corazón amora", título que me encantó y me recuerda que cuando hay amor en el corazón este se expande hasta llenar el pecho, por lo que he representado un corazón derramado horizontalmente.


Siempre es precioso volver a los formatos redondos, este es un pequeño óleo donde hago una acostumbrada mezcla de seres, que están ahí no sé por qué razón, solamente en favor de la composición. No es una escena en especial. 

miércoles, 5 de agosto de 2015

Sobre la ley de la juventud y sus consecuencias:

Yo a los doce años.



Art. 1.- Ambito de aplicación.- La presente ley reconoce las particularidades de las y los jóvenes ecuatorianos y la necesidad de establecer mecanismos complementarios a los ya existentes en el sistema jurídico, que promuevan el goce y ejercicio efectivo de sus derechos y garanticen el cumplimiento de los deberes y obligaciones. Para los efectos de la presente ley se considera joven a todas las personas comprendidas entre 18 y 29 años de edad.


Yo a los trece años.
Amigas y amigos, para mí ha sido un gusto enorme recibir sus saludos y cariños, desde aquí y desde otros lugares del mundo donde el corazón mío está. No saben la alegría que me ha dado recibir sus mensajes por todas las vías y esos abrazos inconmensurables de afecto. Legalista como me formaron y contra lo que lucho todos los días, por un derecho por principios y no por reglas, no creo que este sea mi último año de juventud, pero lamentablemente, la ley lo quiso así.


Yo a los catorce años.
Despidiendo a mis veinte (siempre se tienen veinte años en un rincón del corazón, como dice el viejo refrán), reflexiono sobre mi corta vida, que parece reinventarse cuando me he dado cuenta de que el tiempo no para y que lo que parecía ser tan parte de ella, puede ser solo un fragmento.


Yo a los quince años.

El otro día escribía una notita relacionada con la irrepetibilidad y la perdurabilidad del arte que luego descubrí de mucha casualidad, que se puede resumir en una frase tan chiquita y sabia como la contundencia de los romanos y su capacidad de síntesis, imposible en nuestros días: “ars longa, vita brevis”.

Yo a los dieciocho años.

La fugacidad de la vita brevis siempre me ha asustado, sobre todo porque en la palma de mi mano hay una bifurcación que delata, o un cambio radical de vida, o su final. Para no sonar tan dramática, simplemente se me ocurre tener nostalgia por el paso del tiempo y por lo implacable de las arenitas del reloj.

Yo a los diecinueve años.

La vida ha sido muy generosa conmigo, soy una privilegiada de la vida. Desde la comodidad de mi escritorio y de mi condición, a veces no me siento digna de escribir las cosas que escribo, o de querer representar a otras personas, pero es lo que puedo dar. Con los años se va ganando nostalgia, pero prefiero pensar que unx es viejx cuando los recuerdos pesan más que las esperanzas, y así, sigo escribiendo desde los lugares comunes que conozco. No sé cuánto más viva, pero creo que en mí tienen mucho espacio los recuerdos, vivo de rever mi propia vida. Viva la egolatría, viva yo. Y también tengo sueños e ilusiones, cual quinceañera enamorada que pone candado en el diario íntimo, para que nadie lo lea, cuando poco a poco se muere la niña y empieza la aventura de la vida, como dirían Thalía y Adela Noriega.

Yo a los veinte años.

Les agradezco a todas y todos infinito por haberse manifestado en este hermoso día de cumpleaños. Siempre digo que agosto es un mes privilegiado, aunque el cambio climático le ha ido quitando ese encanto de cielo cuencano azulejo de baño despejado con viento de cometa. He tenido la suerte de nacer en agosto, con las cometas de plástico con duda y carrizo. Creo que ya no las hacen así, creo que todo se va sofisticando con el tiempo, como los mismos registros de la vida. Ya no llevo diarios ni cuadernos, el feisbuc, cosa lamentable, se ha convertido en algo así como una bitácora del siglo XXI y un clic es la versión moderna de la uñita que borra el nombre del ser amado del diario quinceañero.

Yo a los veinticinco años.

Juventud divino tesoro, ya te vas para no volver. Cuando quiero llorar, no lloro. Y a veces lloro sin querer.

miércoles, 15 de julio de 2015

"Dibujar es sacar una línea de paseo" (Paul Klee)



Fui la semana anterior a Chile por motivos de trabajo por primera vez en mi vida y tuve la grata sorpresa de recoger un poco mis pasos a través de la visita a la casa de mi amiga Ana, quien en el año 2011 me compró un cuadro, que yo tenía en la mente, pero fue uno de esos al que nunca tomé fotos, talvez porque no se me ocurría en ese momento la importancia de documentar mi proceso de creación artística. Cuando una vida comienza, parece que el mundo es infinito y que infinitas serán las letras por escribir, los libros por leer, los lugares por conocer, los pasos por andar y las pinturas por dibujar. 

Ayer leía un libro precioso que encontré en mi viaje: “Obra Visual de Violeta Parra” quien además de cantante  y compositora,  era una artista plástica excepcional, que como Frida Kahlo, comenzó a pintar por enfermedad y por la obligación de estar postrada a causa de una hepatitis. El libro recoge las imágenes de arpilleras, óleos y esculturas en papel maché de Violeta Parra, quien tenía un estilo espontáneo e ingenuo, parecido a las imágenes expresionistas europeas de inicios del siglo XX, con toques mágicos y míticos, producto de una vida latinoamericana y andina. 

Como en el caso de Violeta Parra, la pintura no surge siempre desde la emoción profunda o de la reflexión, sino a veces es la compañera inevitable de los momentos más dolorosos. Yo pinto mucho y escribo cuando estoy triste y en estos años de felicidad, quizás no lo he hecho con la misma asiduidad. Es el trabajo también, el cambio de vida, de casa y de espacios, que algunas pinturas se han secado y las obligaciones que aparecen cuando una se casa. Pero no es solo eso, creo más bien que existe un plan por fuera de nuestra determinación, que escribe como si lo hiciera en el acta de nacimiento, el número de pasos que daremos en la vida, las letras que escribiremos, los libros que leeremos, las palabras que pronunciaremos, los besos que repartiremos, y las pinturas que crearemos.
Y el tiempo dosifica como en gotas los momentos precisos en que cada proceso creativo tendrá lugar.

Esta reflexión cobró importancia para mí ahora, porque como decía, en un momento de mi vida pensé que pintar sería infinito. Me sentía prolífica  y sentía que los seres brotaban de mis dedos como respiraciones, o suspiros. Que era tan fácil darles vida y que serían tantos que no era importante fotografiarlos, o conservarlos siquiera. Eran tantos que había que venderlos, regalarlos y mantenerlos en la memoria. Y en verdad, aunque no tenga evidencias fotográficas de todas mis obras, las guardo en la mente y sé de cada una. Y si vuelvo a verlas, luego de largas distancias, cual Johann Sebastian Mastropiero cuando encontró a su gemelo separado al nacer, las reconozco enseguida. 

Ahora me parece una labor demasiado importante ir recogiendo los pasos de mis trabajos. No porque quiera hacer algo para mostrarlo, ni porque quiera darles una relevancia pública, precisamente, sino como un compromiso conmigo misma. Hay dibujos míos en muchos lugares y cuando sentía que el proceso creativo era infinito, aun cuando siempre les di valores, historias y vidas individuales a mis cuadros, no pensé que llegaría a necesitar verlos de nuevo o a considerar que cada uno es una pieza imprescindible de una cadena cerrada. 

En el libro de Violeta Parra leí una frase de Paul Klee, primorosa, que describe dibujar como “sacar una línea de paseo”. Solo en este momento de mi vida comienzo a reflexionar sobre la finitud de los actos humanos y sobre la individualidad y la irrepetibilidad de cada uno. Dibujar, como sacar una línea de paseo, en el día del perdón y del juicio final de cada una de nuestras vidas, podrán ser acciones plenamente identificables y precisas, que tuvieron un espacio y un tiempo determinados de ejecución y que en la historia universal, no llegan a ser ni siquiera datos importantes, porque el mundo es ancho y ajeno y la gente es mala y no merece. 

Posiblemente uno de las mayores virtudes del arte, es proveer de materialidad y de relativa permanencia de expresión a los momentos creativos que siempre tienen algo de emoción y un contexto particular, y que, en el acto de darlos a luz, son temporales y terminan irrefrenablemente. Una cartulina, una servilleta, un disco, un libro, una fotografía son momentos congelados, como la arquitectura, música congelada que resume, no solo una vida o momento creativo particular, sino el espíritu creativo de un lugar, de una época, de una población. 

No sé finalmente cuántos dibujos más me quedan por pintar. Pero sí comienzo a sentir la enorme nostalgia de que nada es para siempre. Buenos o malos mis dibujos, como los dibujos de cualquier persona, a lo sumo pueden crearse en lo que dura una vida –el hecho de que sobrevivan a su autora, en tanto soportes materiales, no les resta su finitud-. Se puede matar al soñador pero no al sueño, decía una frase inserta en una agenda muy bonita que tuve de niña, pero si se mata a la gallina de los huevos de oro, quedan los huevos pero ya no hay más. 

Y cada dibujo viene a vivir una vida particular. Unos jamás se terminan y quedan como obras  non finito, otros se destruyen en momentos de desesperación artística, hay los que quedan ocultos debajo de otros, cuyo soporte se aprovecha por ahorrar material, otros se van del país, otros quedan colgados en paredes de la casa, otros quedan en cuadernos o en cajas que alguna vez fueron guardados y su pronóstico es no ser descubiertos nunca jamás. Algo así como el propio destino humano. Y hay estos otros, que sin pensarlo y en los lugares menos imaginados, se vuelven a ver. 



viernes, 1 de mayo de 2015

Tomasita, la hija del destino





 Un jueves siete de enero, a las tres de la madrugada, cuando despedíamos a dos entrañables amigos, ella entró a nuestra casa. Completamente negrita, con los ojos cafés y una cinta rosada en el cuello. El Dieguito opinaba que debía ser de alguien, yo tuve mucho miedo. Me asustan los perros que no son mis perros. Él pensaba que sería cruel, a esa hora, sacarle de la casa. Ella estaba adentro ya. Esa madrugada, durmió en el garaje, solita. Lloraba un poco, estaba asustada y extrañaba a su familia. Al día siguiente, lloró de nuevo y le abrimos la puerta del patio. Salió volando porque, educada como seguramente había sido, debía orinar en la tierra, y no donde sea. Esa mañana llamamos a la Voz del Tomebamba, aprovechando además la cercanía de la emisora más escuchada con nuestra casa, para dar noticia del encuentro con la perrita: “Perrita negra con cinta rosada en el cuello, perdida”.
Los primeros días no quisimos encariñarnos demasiado con ella. Abrigábamos la esperanza de que vinieran a reclamarla. En una semana, o menos, me descubrí comprando, silenciosamente, mantitas, sin querer que el Diego supiera que la negrita se había instalado en mi corazón. El día en que llegué yo con la mantita, él, con el mismo miedo, había llegado con un collar. Luego fue el plato de comida, la camita, la visita al veterinario, el baño profesional y la comida al por mayor. De ahí lo que nos invadía fue el miedo de que alguien viniera por ella. No supimos que esa noche de enero, la despedida a nuestros queridos amigos significaría la bienvenida de Tomasa. El nombre para la Tomasa fue una decisión colectiva, tomada en una sesión extraordinaria de Ruptura. Luego de barajar varios nombres, desde Princesa, Reina, Megan, Britney –que fueron descartados con una sonrisa- hasta otros que desechamos porque coincidían con los de personas conocidas por temor a posibles resentimientos, pasamos por nombres épicos y aristocráticos. De repente, surgió la idea de Tomasa. El nombre fue apoyado unánimemente, como pocas cosas en democracia radical.
La Tomasa fue metiéndose en nuestra casa y en nuestras vidas, poco a poco. Al inicio pensamos que era sorda, otro motivo para quererle más que a nada en el mundo, hasta que un día, luego de dos meses de tenerle con nosotros, ladró por primera vez, y lo sigue haciendo, semanalmente, cuando llega el señor que vende los periódicos el domingo.
Come todo lo que encuentra por ahí: medias, juguetes, bufandas, gorritas negras de lana, manteles, limpiones, papeles y a veces hasta billetes.
La Tomasa es cálida y tiene esa mirada de perrita que funde muchos sentimientos en un instante: la ternura, la tristeza, talvez la nostalgia, la llamita incandescente de alguna ilusión y la gratitud infinita. Si puedo decir algo de la mirada de la Tomasa, es eso, un instante que guarda un infinito, un infinito de explicaciones y de emociones difícil de describir. No estábamos preparados para cuidar de una perrita. Ya tuve malas experiencias con plantitas que se me murieron. Por eso defiendo tanto a quienes cuidan de otros y otras, me parecen los-las seres más valientes del mundo. Eso de deshacerse de unx mismo y darse, es el acto de desprendimiento de mayor valor. Cuando le conté a mi mami lo difícil que se había vuelto la casa desde que la Tomasa nos acompañaba  -la casa que con mucho esfuerzo y hasta entonces  se había mantenido inmaculada, como una tacita de té de esa hermosa tienda de chinos que venden porcelana verdadera en la Remigio Crespo- mi mami me dijo que los animalitos y lxs niñxs solo nos hacen más humanxs.
Todavía no comprendo la dimensión de mi humanidad, pero mi vida no volvió a ser la misma desde la Tomasa. Nuestra vida. Dormimos Tomasa, comemos Tomasa, nos acostamos Tomasa, lloramos de la ternura, Tomasa.
A veces queremos tomarnos fotos con ella, pero animalita como es, no está contaminada de las poses y los preparativos que lxs humanxs, sí. Ella solo es. Muchas veces queremos simplemente que esté acostadita, pero ella se levanta y nos lame la cara, como si fuera comida.
Le damos huesos de esos que venden en el supermercado, como premios, y que simbolizan aquellas cosas que se da a viejxs y niñxs o a parejas que se descuida por la cotidianidad y las obligaciones, para mantener el vínculo. Esos regalos del remordimiento. Le damos los huesos pensando que tendrá un momento de plenitud, que compense esas largas horas de espera –que a mí me ha hecho mucha tranquilidad pensar, como dice mi mami, que para lxs animalitxs el tiempo es relativo- y lo que ella hace, perrita como es, infinitamente noble y cándida, o a lo mejor, precavida y de inteligencia superior, casi clarividente; es enterrarlos. Nos preguntamos con frecuencia qué es lo que hace ella luego con los huesos y con todos los otros tesoros que esconde. Talvez los desentierra en nuestra ausencia, pues hay momentos preciosos de la vida que se disfrutan en soledad, o a lo mejor les ha provisto de esencia, y los sumerge para que tengan su propio descanso, o posiblemente, siente que son semillas, que con el amor de ella y las lluvias que son tan frecuentes por acá, van a hacer crecer, en unos meses, un robusto árbol de huesos de cuero, para el deleite de ella y de lxs otrxs perritxs, de esos que pasan por la calle y rebuscan entre las fundas de basura y que talvez no han tenido la audacia de simplemente entrar en alguna casa, para ya no irse nunca, para quedarse siempre.
La Tomasa ha hecho un gran trabajo con las alfombras que con esfuerzo compramos en la Rotary, esas que tienen una fibra vegetal –de qué se yo—y que, según mi experiencia, pueden durar muchos años de la vida. Ella muerde las alfombras como si no hubiera mañana. Libra batallas que para nosotros es difícil entender, en la soledad de a veces de la casa, o en presencia de nosotros, con tanto cinismo como encanto.
La Tomasa es negra, negrísima. Me tranquilizó leer alguna vez que a lxs perritxs negrxs es difícil notarles la expresión del rostro, por eso esos ojos brillantes y de llanto que permanentemente está a punto de estallar, los interpretamos como de ilusión.
No soy madre todavía, sin embargo, la llegada de la Tomasa me hizo cambiar de vida, de prioridades, de pensamiento. La Tomasa es ahora mi ser para otra. Nada más angustiante que su naricita como una piedra gris, y nada más hermoso que su nariz fría y negra, luego de haber hecho lo imposible por crearle un jardín, para que tuviera espacio verde, para esas horas de soledad.
Cuando pienso en ella, pienso en el valor de la frase “qué importa el tiempo sucesivo, si en él hubo una plenitud…”. Cuando ella es plena, (o cuando mi pensamiento antropocéntrico me hace pensar que hay cosas que como a mí, le deberían hacer feliz a ella) creo que las otras cosas se relativizan y que no existe nada más que la felicidad infinita de ese momento.
Si pudiera leer la Tomasa, o si pudiera yo hablarle en el lenguaje de los perros, y de los perritxs runas, esos que son más sabios y bondadosos porque siempre están como agradeciéndole a la vida el techo y el amor; le diría que esté tranquila, que todo está bien, que estamos pendientes de ella, y que es, hasta el momento, el mejor acontecimiento de nuestra vida en familia.