Confección de Seres
Blog de Pepita Machado, para dibujos, pinturas y escritos sobre feminismo, derechos, cosas que veo por la calle e inventos míos.
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martes, 4 de mayo de 2021
El cuerpo
lunes, 17 de agosto de 2020
Hay que decirles a las personas cuánto las amamos
En estos días en que la muerte ronda es importante decir a las personas cuánto les queremos. A veces parecería que soy ingrata, pero en realidad les llevo a todes en mi corazón. Solo he aprendido a vivir más el presente y menos de manera virtual y a tener más contacto conmigo y con el entorno inmediato que es este hogar. Quisiera pensar que no me voy a morir porque la longevidad es asunto de familia.
Veo a mi abuelito, con sus 97 años, un poco cansado ya, pero fuerte. No registra ya las conversaciones, está atrapado en los años noventa y piensa que le encerramos y muchas veces no entiende que estamos en una pandemia, pero cada vez está más acostumbrado al aislamiento. Le veo a mi abuelita con tantos dolores de cuerpo y alma pero completamente lúcida, con el criterio listo para todas las conversaciones y pienso que tengo una vida larga por delante. Pero también recuerdo a mi abuelo paterno que murió a los 78 años con enfisema porque fumaba duro, no sé cuántas cajetillas diarias de Full sin filtro y tuvo una agonía triste que duró tres meses y a mi abuelita paterna que se fue joven, con un derrame cerebral y que padecía diabetes e hipertensión; o pienso en mi bisabuelo que murió cuando mi mamá tenía unos cinco años, como consecuencia de una cardiopatía en un tiempo en que no existían las operaciones del corazón o en aquel bisabuelo que también se fue por las complicaciones de la diabetes; o en mis bisabuelas maternas, tanto por parte de mi abuelo como de mi abuela, que murieron, diría yo que de viejitas, exactamente a los 96 años; número que se repite en mi historia, porque en el 96 lloré la primera muerte amarga, la de mi perro Trapo, que se llevó un poco de mi corazón, para siempre, un día después de mi cumpleaños número diez.
Agosto es un mes bellísimo, pero también triste. No sé si son las heladas o algo parecido al verano, pero suele llevarse consigo seres maravillosos, con las cometas que los niñxs vuelan en el parque. Me acuerdo de que el Trapito vomitó sangre toda una noche y que no fueron suficientes los cuidados amorosos de mi mamá y de la veterinaria para que sobreviviera. Cómo lloramos. Este agosto también coincide con una expansión veloz del virus y un relajamiento en las medidas de confinamiento que ha abarrotado los hospitales con mortales consecuencias.
Otro dolor indecible fue el del viaje a Chile de mi mejor amigo de la pubertad Luis Felipe, cuando todavía las cartas se enviaban por correos del Ecuador y llegaban tarde, mal o nunca y cuya partida lloré como la muerte del Trapo, pero con más sensación de irreparabilidad, porque era la primera vez que aprendía a querer a alguien sin condiciones. Tenía doce años y sentía que se me desgarraba el corazón. Años después, la primera ruptura amorosa importante también me hizo llorar como no he vuelto a hacerlo nunca, porque parecería que el corazón va creciendo con los años porque se multiplican los afectos, pero también va ganando cierta flexibilidad, ya no es ese cristal que se rompe, que se triza para siempre, y que luego ha de pasar la vida como una constante necesidad de unir fragmentos que, aun juntos, no vuelven a ser jamás un corazón, sino sus pedazos. Ese corazón es como los calidoscopios que multiplican cristales infinitamente y que es imposible que den la misma imagen dos veces, tanto como es imposible que se repita una huella digital. Un corazón roto no vuelve jamás a ser un corazón. Por eso ya no nos duele tanto nada.
Todxs tenemos corazones rotos, porque por ellos ha pasado la pérdida como una trizadura. Seguramente aún no he enfrentado la que será, al fin de mis días, la peor muerte. Hay personas que pierden hijxs, que pierden a sus madres –habrá más infame orfandad- a sus padres, o que pierden a los amores de sus vidas en circunstancias trágicas. Quizás no hay derecho a nombrar la muerte si no se ha sentado en la misma mesa de nuestros primeros grados de consanguinidad y afinidad. También están estas muertes políticas, que duelen porque son evitables y porque nos recuerdan la impotencia de vivir en estados asesinos. Los feminicidios, los infanticidios, los crímenes de odio y las muertes selectivas de personas pobres, sus cadáveres conviviendo con sus familias porque no pueden enterrarles, expuestos en veredas o encerrados en fundas plásticas con sobreprecios. Esas muertes políticas también las lloro porque las reflexiones espirituales que trato de hacer para combatir mi ansiedad y mi hipersensibilidad no me alcanzan para mantenerme serena ante las injusticias. Las muertes de los cuerpos inermes son las que más me duelen. Las muertes inesperadas de los niños, como mi primo Adrián. Las pérdidas de los embarazos de mujeres que decidieron y anhelaron la maternidad. Las muertes de para quienes nunca alcanzó el reparto de bienes sociales o de quienes no conocieron el amor, el placer o el gran dolor de sus vidas, como impulso para recuperarlas. Las muertes de las personas ancianas en abandono del estado y de sus familias o por considerarles seres de segunda.
Es tiempo para practicar la bondad y el amor sin condiciones. No es fácil. La vida es tan breve que ha de vivirse de dos maneras, como se quiere y si no se puede vivir como se quiere, con gratitud por aquello que sí tenemos o haciéndole honor a esa infinita fortaleza que está en cada una y cada uno de nosotres, aun en los escenarios más adversos. No es momento para las peleas, ni para los desencuentros, tampoco para las críticas ni para las descalificaciones. Todxs podemos morir en cualquier momento. Ya no importa, siquiera, si somos jóvenes o viejxs. Este virus, más allá de la estadística y de las tendencias anotadas por la comunidad científica, se ha llevado seres queridxs nuestrxs de todas las edades. No hay una sola familia en esta ciudad que no haya experimentado la enfermedad o la muerte de personas cercanas. Pero el virus se ensaña más con las personas viejas, aquellas que con su trabajo han cuidado y brindado sustento a sus familias y que hoy mueren más y también con las mujeres, no necesariamente por la mortalidad, sino por el desempleo, la pobreza, la violencia y la sobrecarga de trabajos; y con las personas pobres porque la crisis sanitaria profundiza las inequidades previas.
Decía Borges que la muerte hace preciosos y patéticos a los hombres y que no hay rostro que no pueda ser desdibujado como el rostro de un sueño. Nuestra condición mortal es nuestro mayor encanto y nuestra más grande tragedia. El día de mañana podemos no estar para siempre y estar acaso en un plano más absoluto. En eso soy optimista y quiero creer, por supuesto, que no nos acabamos con la muerte. Muere el cuerpo que tenemos, pero no muere lo que somos, una esencia trascendente que ha de reencarnar o que ha de penar en otros planos. Este mundo injusto es amado por mí y también amo la vida. Amo este país horroroso, donde los Bucaram vuelven a ser noticia como en el año 96, número dramático y recurrente. Amo este país donde un expresidente se roba un crucifijo de una Iglesia y se presenta ante las cámaras con un fajo de billetes en el escritorio. Este es un país por el que vale la pena levantarse todos los días porque la indignación está servida. Pero de aquí también son mis afectos más importantes, por cuyas vidas quiero todavía vivir.
Amo a todxs ustedes; familia, amigxs, amores, incluso a quienes a veces, por armar drama, he etiquetado superficialmente de némesis. Amo absolutamente a todas las personas que están en esta comunidad. Creo que nunca está demás decir el amor, nombrarlo, decir que amamos a alguien por el solo hecho de existir, porque mañana se puede detener ese que no es corazón, cada uno de esos pedazos. Amo a todxs ustedes, también a quienes nunca he visto en persona pero que me acompañan y nos arropamos mutuamente con el cariño y la confianza de viejxs conocidxs. Amo a quienes la vida me dejó la oportunidad de tener cerca pero luego nos distanció físicamente, no de alma.
Eso nomás quería decirles, que les amo. Que amen a quienes tienen cerca, que podamos aprender el perdón y la compasión. Que acompañemos a aquellas personas que están experimentando la enfermedad y la pérdida y que preparemos nuestras almas para la propia muerte, que también es una posibilidad. Cualquiera de los bienes terrenales no se compara con el afecto de otro ser, incluso de aquellos seres que pasan de manera efímera por nuestras vidas, que la rozan o de quienes la acompañan por largos períodos, que terminan. Son las otras personas, son ustedes, las que dan sentido a la existencia, las que la hacen imperiosamente digna de ser vivida, con mayor razón cuando la muerte ronda y nos puede llevar al cielo, como una cometa de agosto, de repente.
domingo, 5 de abril de 2020
El kitsch del virus
miércoles, 18 de marzo de 2020
Mi abuelito
Con el abuelito aprendí, aunque a medias, no por él sino por mi torpeza manual, a dibujar, pintar, hacer calidoscopios, crear mis propios muñecos de papel maché, hacer mis bastidores y mirar por horas un objeto para reproducir los cambios que pintaba en él la luz y su transcurso de las dos a las cuatro de la tarde. Era un trabajo de infinita paciencia que se me daba más o menos, pero lo hacía con la militancia y el fervor de quien adora más a su maestro que a la lección en sí. Yo le contemplaba.
Mi diario de 2007 da fe de nuestra relación tipo abuelito dime tú de la pequeña Heidi:
“Pienso gran parte del día en él, que es un alma pura y bondadosa, que sí tiene un poco de mayor cascarrabias, de viejito al que hay que alzarle la voz para que oiga, pero es un maestro y le hago caso en todo humildemente, sólo que no me gusta mucho pintar paisajes, prefiero los monstruos, los animales y las cosas.”
Tal vez nunca logré dibujar paisajes o apreciarlos como mi abuelito, que tiene en la mirada una sensibilidad única para captar las estampas azuayas de pencos, casas de adobe y palmeras, sobre todo al atardecer. O la agudeza para inmortalizar el alma de las personas en los retratos. Sus pinturas del Padre Crespi o del Luisito Peña son ojos que me siguen mirando aunque ya me haya ido, hace bastantes años, de ese tiempo feliz en que el abuelito y yo nos juntábamos en silencio a pintar la rosa cromática, luego de ver Laura en América.
Descubrí en mi ignorancia de la teoría del color, que el violeta resulta de la mezcla del cyan y el magenta y no del azul y el rojo. Pero el abuelito, les juro que era así, sacaba violeta del rojo y el azul. Tiene magia en las manos. Y puede retratar, todavía, porque sigue pintando con la misma ilusión de siempre, con sensibilidad y respeto, los rostros adoloridos y resilientes de mendigos, mujeres campesinas con sus guaguas, niños en la calle, sin zapatos y atardeceres de cielos violetas y azules con el Tomebamba o la catedral, sin necesidad de fotos ni de moverse de su mente privilegiada y de sus manos gigantes y hábiles, que tiemblan al pintar.
“Una estudiante me preguntaba, don Víctor, ¿el temblor de su mano es una técnica? Yo le decía no, es porque estoy viejo.” Y se reía, soltaba las carcajadas y terminaba confesándome que el temblor de sus manos, de resultado impresionista, era ambas cosas. Pero no era cierto, porque si se lo proponía o estaba de ánimo, dibujaba con precisión milimétrica y contornos definidos. Y me decía “yo puedo hacer esas tonteras de arte moderno” y sacaba un grupo de cuadros de motivos geométricos que tenía como muestra de su habilidad del pintor que reúne genio y oficio y que si no hace algo es sólo porque no le da ganas. “Pero no me gusta. Prefiero los paisajes y las personas”.
Mi abuelito. Ser de luz, ser de paz. Si él no me hubiera regalado el tiempo precioso de su taller, de su paciencia, de la fantasía de su mente y del privilegio de verle pintando, todos los días, sin dejar de hacerlo nunca, yo no seguiría pintando. Al abuelito y a la abuelita que le cuida, que le ha dado todo para que pueda pintar, les debemos mucho. Hoy él cumple 95 años de compromiso artístico y de vida honesta y sencilla y esperamos que nos acompañe, lúcido y talentoso, por muchos años más, nuestro muñeco precioso.
Publicado en mi muro de Facebook el 18 de marzo de 2020
Yo, por el abuelito. El abuelito, por mí. 2008 |
jueves, 20 de febrero de 2020
¿Por qué la Pepita es abogada?
Yo estudié derecho porque me atraían las humanidades: artes, historia, literatura, filosofía; pero en ese entonces pensaba que no tenían un campo laboral específico. Admiro mucho a la gente que se arriesga a estudiar lo que le apasiona realmente, con la conciencia de que no es fácil abrirse campo, en un país como este, en las áreas sociales y en las artes. Entonces decidí estudiar derecho, también porque me pareció (y me sigue pareciendo) la ¿ciencia? social con mayor aplicación práctica. O sea, de adolescente, con todo el fervor de querer cambiar algo del mundo, me dí cuenta de que el derecho daba herramientas para cambiar situa
ciones concretas y situaciones generales, a través de sentencias y de leyes, y suponía, entonces, una forma de ayuda concreta a la gente y ahí me metí.
Por el momento no estoy tan vinculada con el ejercicio de la profesión, creo que estoy en otra etapa, puedo volver en cualquier momento. Pero siempre he pensado que aunque hay muchas formas de mirar al derecho y de trabajar desde él, lxs abogadxs por excelencia, son aquellxs que se juegan todos los días en el ejercicio profesional, quienes hacen filas, presentan escritos, defienden causas y sudan -literalmente- para ganarse cada centavo, gastando la suela o el taco de sus zapatos, en la gestión de trámites interminables, para llevarse una funda de pan y de leche a la casa y vivir del día, persiguiendo la justicia y la reivindicación de los derechos de sus clientes.
El nuestro es un gremio satanizado, no sin razón. Comparto la indignación colectiva y la sospecha generalizada de lxs abogadxs como profesionales que complican la vida, en lugar de arreglarla, porque pasan cosas. En eso estoy de acuerdo, pero también conozco abogadxs que con honestidad han ido forjando su carrera en la perseverancia, la incorruptibilidad, la vocación de servicio y la persecución, más allá de una sentencia a favor en un caso concreto, de ideales más nobles y altos, ahí donde está la justicia en la que creemos en este mundo terrenal, si es que existe.
Aunque me vaya alejando un poco del campo del derecho y lo vea desde otros lados, tengo siempre el orgullo de ser abogada, de tener una especie de armadura por la cual sé que no me pueden engañar tan fácilmente, de conocer mis derechos, de creer que los derechos humanos no se negocian ni se renuncian: se ejercen, se reivindican, se reconocen, se cumplen, se garantizan.
El día de hoy hago un brindis por todxs mis colegas, en sus diversísimas formas: quienes tienen el consultorio a la calle -que aún utilizan máquina de escribir para hacer sus alegatos-; quienes recogen sus propias boletas de la corte y ejercen múltiples funciones en la soledad de la crisis económica; lxs de chulla juicio y de chulla terno; quienes comparten oficinas y sueños y casos y gastos y peleas; quienes quieren estudiar al derecho desde afuera para criticarlo y ponerlo en crisis; quienes se quedaron en la burocracia o en aburridas carreras judiciales; las mujeres que se dedican a causas sensibles e incobrables como juicios de alimentos y de paternidad; lxs que se dedicaron a los derechos humanos y a la defensa de causas difusas, ambientales y de grupos poblacionales desaventajados; aquellxs que se dedicaron a la política -aunque me gustan(o) menos-; hasta quienes son parte del bufete jurídico de papi o mami.
Admiro sobre todo a quienes forjan su carrera desde abajo, con espera, deudas y sudor (sin poder dormir por la fatalidad de plazos términos, y por la amenaza de los efectos de la preclusión).
A veces no entiendo qué mismo me llevó a estudiar derecho y siempre que aparece un test vocacional por ahí, el resultado es el mismo. Es coincidencia, o destino, pero nací para ser abogada.Y el día en que descubrí que el derecho puede ser un mecanismo de liberación, no solo de opresión, y que desde el feminismo se puede criticar para denunciar las desigualdades e injusticias que consagra y revertirlas, tomó un significado nuevo para mí.
Por eso quiero desear un feliz día del abogado/a. Sobre todo a mi mamá y a mi papá, que representan para mí dos ejemplos de ejercicio digno, sensible y honesto de la profesión, que es el legado mayor que puedo tener en la vida.
Publicado originalmente un 20 de febrero de 2016, en mi muro de Facebook.
martes, 28 de enero de 2020
Tres momentos indispensables.
En los 80 y 90 cuando estos perritxs estuvieron de moda, merecían peinados semejantes a copos de nieve ubicados estratégicamente, adornados con cintas. Acompañaban a las señoras como copilotos de sus viajes y su presencia era festejada socialmente, como sinónimo de elegancia, sofisticación y talvez un signo muy explícito -redundante- de reciente abundancia económica.
Ahora, se ve fácilmente estos perritxs sin peinados y sin cintas, ladrando al mundo desde un encierro de balcón, e incluso, en abandono. Pasaron de moda... La ingratitud humana llega hasta esos límites, de despojar de su trono de ovejas perrunas a estas criaturas de blanco inmaculado, de cuerpo formado por mucho juntar flores de algodón.
Es uno de los resplandores perdidos que más me duele, el de estos perritxs. Propongo un brindis en su honor.