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lunes, 17 de agosto de 2020

Hay que decirles a las personas cuánto las amamos

 En estos días en que la muerte ronda es importante decir a las personas cuánto les queremos. A veces parecería que soy ingrata, pero en realidad les llevo a todes en mi corazón. Solo he aprendido a vivir más el presente y menos de manera virtual y a tener más contacto conmigo y con el entorno inmediato que es este hogar. Quisiera pensar que no me voy a morir porque la longevidad es asunto de familia.

 

Veo a mi abuelito, con sus 97 años, un poco cansado ya, pero fuerte. No registra ya las conversaciones, está atrapado en los años noventa y piensa que le encerramos y muchas veces no entiende que estamos en una pandemia, pero cada vez está más acostumbrado al aislamiento. Le veo a mi abuelita con tantos dolores de cuerpo y alma pero completamente lúcida, con el criterio listo para todas las conversaciones y pienso que tengo una vida larga por delante. Pero también recuerdo a mi abuelo paterno que murió a los 78 años con enfisema porque fumaba duro, no sé cuántas cajetillas diarias de Full sin filtro y tuvo una agonía triste que duró tres meses y a mi abuelita paterna que se fue joven, con un derrame cerebral y que padecía diabetes e hipertensión; o pienso en mi bisabuelo que murió cuando mi mamá tenía unos cinco años, como consecuencia de una cardiopatía en un tiempo en que no existían las operaciones del corazón o en aquel bisabuelo que también se fue por las complicaciones de la diabetes; o en mis bisabuelas maternas, tanto por parte de mi abuelo como de mi abuela, que murieron, diría yo que de viejitas, exactamente a los 96 años; número que se repite en mi historia, porque en el 96 lloré la primera muerte amarga, la de mi perro Trapo, que se llevó un poco de mi corazón, para siempre, un día después de mi cumpleaños número diez.

 

Agosto es un mes bellísimo, pero también triste. No sé si son las heladas o algo parecido al verano, pero suele llevarse consigo seres maravillosos, con las cometas que los niñxs vuelan en el parque. Me acuerdo de que el Trapito vomitó sangre toda una noche y que no fueron suficientes los cuidados amorosos de mi mamá y de la veterinaria para que sobreviviera. Cómo lloramos. Este agosto también coincide con una expansión veloz del virus y un relajamiento en las medidas de confinamiento que ha abarrotado los hospitales con mortales consecuencias.

 

Otro dolor indecible fue el del viaje a Chile de mi mejor amigo de la pubertad Luis Felipe, cuando todavía las cartas se enviaban por correos del Ecuador y llegaban tarde, mal o nunca y cuya partida lloré como la muerte del Trapo, pero con más sensación de irreparabilidad, porque era la primera vez que aprendía a querer a alguien sin condiciones. Tenía doce años y sentía que se me desgarraba el corazón. Años después, la primera ruptura amorosa importante también me hizo llorar como no he vuelto a hacerlo nunca, porque parecería que el corazón va creciendo con los años porque se multiplican los afectos, pero también va ganando cierta flexibilidad, ya no es ese cristal que se rompe, que se triza para siempre, y que luego ha de pasar la vida como una constante necesidad de unir fragmentos que, aun juntos, no vuelven a ser jamás un corazón, sino sus pedazos. Ese corazón es como los calidoscopios que multiplican cristales infinitamente y que es imposible que den la misma imagen dos veces, tanto como es imposible que se repita una huella digital. Un corazón roto no vuelve jamás a ser un corazón. Por eso ya no nos duele tanto nada.

 

Todxs tenemos corazones rotos, porque por ellos ha pasado la pérdida como una trizadura. Seguramente aún no he enfrentado la que será, al fin de mis días, la peor muerte. Hay personas que pierden hijxs, que pierden a sus madres –habrá más infame orfandad- a sus padres, o que pierden a los amores de sus vidas en circunstancias trágicas. Quizás no hay derecho a nombrar la muerte si no se ha sentado en la misma mesa de nuestros primeros grados de consanguinidad y afinidad. También están estas muertes políticas, que duelen porque son evitables y porque nos recuerdan la impotencia de vivir en estados asesinos. Los feminicidios, los infanticidios, los crímenes de odio y las muertes selectivas de personas pobres, sus cadáveres conviviendo con sus familias porque no pueden enterrarles, expuestos en veredas o encerrados en fundas plásticas con sobreprecios. Esas muertes políticas también las lloro porque las reflexiones espirituales que trato de hacer para combatir mi ansiedad y mi hipersensibilidad no me alcanzan para mantenerme serena ante las injusticias. Las muertes de los cuerpos inermes son las que más me duelen. Las muertes inesperadas de los niños, como mi primo Adrián. Las pérdidas de los embarazos de mujeres que decidieron y anhelaron la maternidad. Las muertes de para quienes nunca alcanzó el reparto de bienes sociales o de quienes no conocieron el amor, el placer o el gran dolor de sus vidas, como impulso para recuperarlas. Las muertes de las personas ancianas en abandono del estado y de sus familias o por considerarles seres de segunda.

 

Es tiempo para practicar la bondad y el amor sin condiciones. No es fácil. La vida es tan breve que ha de vivirse de dos maneras, como se quiere y si no se puede vivir como se quiere, con gratitud por aquello que sí tenemos o haciéndole honor a esa infinita fortaleza que está en cada una y cada uno de nosotres, aun en los escenarios más adversos. No es momento para las peleas, ni para los desencuentros, tampoco para las críticas ni para las descalificaciones. Todxs podemos morir en cualquier momento. Ya no importa, siquiera, si somos jóvenes o viejxs. Este virus, más allá de la estadística y de las tendencias anotadas por la comunidad científica, se ha llevado seres queridxs nuestrxs de todas las edades. No hay una sola familia en esta ciudad que no haya experimentado la enfermedad o la muerte de personas cercanas. Pero el virus se ensaña más con las personas viejas, aquellas que con su trabajo han cuidado y brindado sustento a sus familias y que hoy mueren más y también con las mujeres, no necesariamente por la mortalidad, sino por el desempleo, la pobreza, la violencia y la sobrecarga de trabajos; y con las personas pobres porque la crisis sanitaria profundiza las inequidades previas.


Decía Borges que la muerte hace preciosos y patéticos a los hombres y que no hay rostro que no pueda ser desdibujado como el rostro de un sueño. Nuestra condición mortal es nuestro mayor encanto y nuestra más grande tragedia. El día de mañana podemos no estar para siempre y estar acaso en un plano más absoluto. En eso soy optimista y quiero creer, por supuesto, que no nos acabamos con la muerte. Muere el cuerpo que tenemos, pero no muere lo que somos, una esencia trascendente que ha de reencarnar o que ha de penar en otros planos. Este mundo injusto es amado por mí y también amo la vida. Amo este país horroroso, donde los Bucaram vuelven a ser noticia como en el año 96, número dramático y recurrente. Amo este país donde un expresidente se roba un crucifijo de una Iglesia y se presenta ante las cámaras con un fajo de billetes en el escritorio. Este es un país por el que vale la pena levantarse todos los días porque la indignación está servida. Pero de aquí también son mis afectos más importantes, por cuyas vidas quiero todavía vivir.

 

Amo a todxs ustedes; familia, amigxs, amores, incluso a quienes a veces, por armar drama, he etiquetado superficialmente de némesis. Amo absolutamente a todas las personas que están en esta comunidad. Creo que nunca está demás decir el amor, nombrarlo, decir que amamos a alguien por el solo hecho de existir, porque mañana se puede detener ese que no es corazón, cada uno de esos pedazos. Amo a todxs ustedes, también a quienes nunca he visto en persona pero que me acompañan y nos arropamos mutuamente con el cariño y la confianza de viejxs conocidxs. Amo a quienes la vida me dejó la oportunidad de tener cerca pero luego nos distanció físicamente, no de alma.

 

Eso nomás quería decirles, que les amo. Que amen a quienes tienen cerca, que podamos aprender el perdón y la compasión. Que acompañemos a aquellas personas que están experimentando la enfermedad y la pérdida y que preparemos nuestras almas para la propia muerte, que también es una posibilidad. Cualquiera de los bienes terrenales no se compara con el afecto de otro ser, incluso de aquellos seres que pasan de manera efímera por nuestras vidas, que la rozan o de quienes la acompañan por largos períodos, que terminan. Son las otras personas, son ustedes, las que dan sentido a la existencia, las que la hacen imperiosamente digna de ser vivida, con mayor razón cuando la muerte ronda y nos puede llevar al cielo, como una cometa de agosto, de repente.

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