A veces pienso que mi cuerpo está habitado por bacterias malas. Lo siento pesado. Me siento mal abrazada y mal querida por un marasmo tóxico. Cuando no duermo me arden los ojos y tengo ganas de sacármelos y ponerlos dentro de un vaso con agua helada.
A veces pienso que, poco a poco, esas bacterias me están abandonando. Sin embargo, me aferro a ellas en un intento desesperado por seguir habitada por basura. Empiezo a sentir mi cuerpo más suelto, mi mente más enfocada y le pido a la neblina mental que regrese y a la pesadez que me cobije.
Quizás el miedo que tengo a ser yo, sin esta cobertura bacteriana que me conforma, puede más que los valores de sanidad y cuerpos normados que vende el mercado. Me aferro a mis hábitos y a mi inconformidad con mi cara. Me aferro a la suciedad como una persona con síndrome de Diógenes a aquellas valiosas pertenencias recogidas en la basura.
No quiero soltar esa que no soy yo pero que me da pretextos para aferrarme a la desdicha de ser yo. La posibilidad de una vida sin quejas y fuera del victimismo dignificante de mujer en sociedad judeocristiana me da pánico.
No quiero verme con el amor con el que veo a lxs demás porque acaso ese exceso de cariño vaya sacando de mí estos bichos a quienes ya les he hecho un espacio del tamaño de mi corazón, aunque para no amarme a mí.
El cuerpo, maquinaria perfecta, es el artífice de profundas convicciones e ideas. Si quiero desaparecer, me engorda. Si siento que no soy suficiente, se llena de granos. Si abriga alguna tristeza indecible, se deprime, se autoataca, es autoinmune.
El pelo cae, se inflaman las vías urinarias, hormiguean las manos, salen quistes y miomas en el útero. El cuerpo grita todo aquello que nos resistimos a decir a lxs demás y lo que nos decimos sin amor a nosotras mismas.
Juega a nuestro favor. Actúa según los mensajes que le damos. Por eso, es perfecto. Por eso, es hermoso. Por eso, se convierte en aquello que no es para darnos gusto, aunque eso mismo, no nos haga felices. Por eso, hemos de amarlo sin condiciones, verlo hermoso, agradecerle por ese juego constante a nuestro favor.
Ir viendo en él la maravilla de su funcionamiento perfecto, aunque no le dejemos descansar, aunque le intoxiquemos con basura, aunque nos lo fumemos y bebamos para morir antes de lo previsto, aunque no le demos agüita ni le digamos cosas lindas.
El cuerpo es un sobreviviente de nuestra mente. Cuando enfermamos el cuerpo, masa perfecta, resiliente, nos pide un poco de atención. Ha explotado. Pero cuánto resistió.
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