Una
de las épocas más felices de mi vida fue hace más de diez años, cuando iba
tres veces por semana a la casa de mi abuelito don Víctor a recibir
clases de pintura. El taller del abuelito era un paraíso para mí. Entre
trozos de vidrio de colores, espejos, pinturas secas, pinceles de todos
los grosores, botellas de gasolina, majestuosos bustos de yeso de
inspiración clásica, óleos en gran formato con retratos y paisajes,
muñecas, payasos, revistas, una radio a transistores, caballetes,
frascos de colonia, fundas de purpurina, máscaras de papel y caucho,
plantas y su rigor puntual, nos acompañábamos con la banda sonora de
radio Cómplice ¿o Matovelle?
Con el abuelito aprendí, aunque a medias, no por él sino por mi torpeza manual, a dibujar, pintar, hacer calidoscopios, crear mis propios muñecos de papel maché, hacer mis bastidores y mirar por horas un objeto para reproducir los cambios que pintaba en él la luz y su transcurso de las dos a las cuatro de la tarde. Era un trabajo de infinita paciencia que se me daba más o menos, pero lo hacía con la militancia y el fervor de quien adora más a su maestro que a la lección en sí. Yo le contemplaba.
Mi diario de 2007 da fe de nuestra relación tipo abuelito dime tú de la pequeña Heidi:
“Pienso gran parte del día en él, que es un alma pura y bondadosa, que sí tiene un poco de mayor cascarrabias, de viejito al que hay que alzarle la voz para que oiga, pero es un maestro y le hago caso en todo humildemente, sólo que no me gusta mucho pintar paisajes, prefiero los monstruos, los animales y las cosas.”
Tal vez nunca logré dibujar paisajes o apreciarlos como mi abuelito, que tiene en la mirada una sensibilidad única para captar las estampas azuayas de pencos, casas de adobe y palmeras, sobre todo al atardecer. O la agudeza para inmortalizar el alma de las personas en los retratos. Sus pinturas del Padre Crespi o del Luisito Peña son ojos que me siguen mirando aunque ya me haya ido, hace bastantes años, de ese tiempo feliz en que el abuelito y yo nos juntábamos en silencio a pintar la rosa cromática, luego de ver Laura en América.
Descubrí en mi ignorancia de la teoría del color, que el violeta resulta de la mezcla del cyan y el magenta y no del azul y el rojo. Pero el abuelito, les juro que era así, sacaba violeta del rojo y el azul. Tiene magia en las manos. Y puede retratar, todavía, porque sigue pintando con la misma ilusión de siempre, con sensibilidad y respeto, los rostros adoloridos y resilientes de mendigos, mujeres campesinas con sus guaguas, niños en la calle, sin zapatos y atardeceres de cielos violetas y azules con el Tomebamba o la catedral, sin necesidad de fotos ni de moverse de su mente privilegiada y de sus manos gigantes y hábiles, que tiemblan al pintar.
“Una estudiante me preguntaba, don Víctor, ¿el temblor de su mano es una técnica? Yo le decía no, es porque estoy viejo.” Y se reía, soltaba las carcajadas y terminaba confesándome que el temblor de sus manos, de resultado impresionista, era ambas cosas. Pero no era cierto, porque si se lo proponía o estaba de ánimo, dibujaba con precisión milimétrica y contornos definidos. Y me decía “yo puedo hacer esas tonteras de arte moderno” y sacaba un grupo de cuadros de motivos geométricos que tenía como muestra de su habilidad del pintor que reúne genio y oficio y que si no hace algo es sólo porque no le da ganas. “Pero no me gusta. Prefiero los paisajes y las personas”.
Mi abuelito. Ser de luz, ser de paz. Si él no me hubiera regalado el tiempo precioso de su taller, de su paciencia, de la fantasía de su mente y del privilegio de verle pintando, todos los días, sin dejar de hacerlo nunca, yo no seguiría pintando. Al abuelito y a la abuelita que le cuida, que le ha dado todo para que pueda pintar, les debemos mucho. Hoy él cumple 95 años de compromiso artístico y de vida honesta y sencilla y esperamos que nos acompañe, lúcido y talentoso, por muchos años más, nuestro muñeco precioso.
Publicado en mi muro de Facebook el 18 de marzo de 2020
Con el abuelito aprendí, aunque a medias, no por él sino por mi torpeza manual, a dibujar, pintar, hacer calidoscopios, crear mis propios muñecos de papel maché, hacer mis bastidores y mirar por horas un objeto para reproducir los cambios que pintaba en él la luz y su transcurso de las dos a las cuatro de la tarde. Era un trabajo de infinita paciencia que se me daba más o menos, pero lo hacía con la militancia y el fervor de quien adora más a su maestro que a la lección en sí. Yo le contemplaba.
Mi diario de 2007 da fe de nuestra relación tipo abuelito dime tú de la pequeña Heidi:
“Pienso gran parte del día en él, que es un alma pura y bondadosa, que sí tiene un poco de mayor cascarrabias, de viejito al que hay que alzarle la voz para que oiga, pero es un maestro y le hago caso en todo humildemente, sólo que no me gusta mucho pintar paisajes, prefiero los monstruos, los animales y las cosas.”
Tal vez nunca logré dibujar paisajes o apreciarlos como mi abuelito, que tiene en la mirada una sensibilidad única para captar las estampas azuayas de pencos, casas de adobe y palmeras, sobre todo al atardecer. O la agudeza para inmortalizar el alma de las personas en los retratos. Sus pinturas del Padre Crespi o del Luisito Peña son ojos que me siguen mirando aunque ya me haya ido, hace bastantes años, de ese tiempo feliz en que el abuelito y yo nos juntábamos en silencio a pintar la rosa cromática, luego de ver Laura en América.
Descubrí en mi ignorancia de la teoría del color, que el violeta resulta de la mezcla del cyan y el magenta y no del azul y el rojo. Pero el abuelito, les juro que era así, sacaba violeta del rojo y el azul. Tiene magia en las manos. Y puede retratar, todavía, porque sigue pintando con la misma ilusión de siempre, con sensibilidad y respeto, los rostros adoloridos y resilientes de mendigos, mujeres campesinas con sus guaguas, niños en la calle, sin zapatos y atardeceres de cielos violetas y azules con el Tomebamba o la catedral, sin necesidad de fotos ni de moverse de su mente privilegiada y de sus manos gigantes y hábiles, que tiemblan al pintar.
“Una estudiante me preguntaba, don Víctor, ¿el temblor de su mano es una técnica? Yo le decía no, es porque estoy viejo.” Y se reía, soltaba las carcajadas y terminaba confesándome que el temblor de sus manos, de resultado impresionista, era ambas cosas. Pero no era cierto, porque si se lo proponía o estaba de ánimo, dibujaba con precisión milimétrica y contornos definidos. Y me decía “yo puedo hacer esas tonteras de arte moderno” y sacaba un grupo de cuadros de motivos geométricos que tenía como muestra de su habilidad del pintor que reúne genio y oficio y que si no hace algo es sólo porque no le da ganas. “Pero no me gusta. Prefiero los paisajes y las personas”.
Mi abuelito. Ser de luz, ser de paz. Si él no me hubiera regalado el tiempo precioso de su taller, de su paciencia, de la fantasía de su mente y del privilegio de verle pintando, todos los días, sin dejar de hacerlo nunca, yo no seguiría pintando. Al abuelito y a la abuelita que le cuida, que le ha dado todo para que pueda pintar, les debemos mucho. Hoy él cumple 95 años de compromiso artístico y de vida honesta y sencilla y esperamos que nos acompañe, lúcido y talentoso, por muchos años más, nuestro muñeco precioso.
Publicado en mi muro de Facebook el 18 de marzo de 2020
Yo, por el abuelito. El abuelito, por mí. 2008 |
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