Yo dibujo una sonrisa en un trocito de papel y la guardo para más tarde. Cuando viene la tristeza, abro el papel, miro la sonrisa, la tomo en mis dedos de piel acanalada y me estampo la felicidad en la cara. Es sencillo, como sorber con delicadeza de hurto la espuma de la superficie de un dulce o de un café con leche. Entonces a veces cuando quiero sonreír y no debo, abro el papel donde la sonrisa ya no está y lo coloco sobre los labios felices, para amargarlos. Así parezco seria y acotada, de espíritu moderado. Sin cháchara que lamentar.
Es como una máscara de las que me gustan. Mi abuelita las vendía (vende) para mentir en fines de año y Santos Inocentes. Tengo varias caretas de papel maché, madera y cerámica que contienen el universo de gestos que mi cara hace aun en contra de mi voluntad, ante estímulos diversos. Puede ser una canción que alguien escuchó en el bus para pensarme. O una madre con su hija en medio del bullicio de una feria. O un cantante de peña con maravilloso traje de lentejuelas, emborrachando su pena amorosa. O una media agüita en algún lugar del mundo, que está ahí para que mis ojos la vean. Y me gusta dibujar las faces del odio, del amor, de la ternura, de la dicha, de la nostalgia, de la preocupación, de la rabia. Cada una tiene un color del arco iris.
Los tonos cálidos del abanico colorido de mis gestos son los de la felicidad. Me los tomo con una agüita endulzada con panela. Los fríos, la ira. Yo no veo a la rabia como algo rojo. La veo azul. Entonces a veces pienso que el mar es adonde van las indignaciones de la humanidad que se reflejan en el cielo. Y las nubes son esas treguas que nos deberíamos deber de vez en cuando para no odiarnos tanto.
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