La felicidad en el consumo de azúcar es inversamente proporcional a la cantidad de azúcar que puedes pagar. Cuando yo era niña, recuerdo que la leche condensada era un manjar extraño, como si se tratara en términos adultos de caviar o trufas, alguna exquisitez reservada para ciertos paladares, en un contexto donde las dulzuras más cotidianas eran cucharas de azúcar, caramelos leche miel, panela o melcochas. Pensaba que la leche condensada era un raro bocado, una inaccesible delicia y era entonces cuando amaba la leche condensada con la urgencia y la amargura de lo lejano y no imposible. Con lo imposible sucede distinto, hay un amor que ha aprendido el desapego. No esa desdicha de casi alcanzar y no. Resignación, gracias por la palabra. Ese es el sentimiento. Ocurre que un día mi papá compró un tubo de leche condensada que administraba con sabiduría y bondad, entre mis hermanas y yo. El bocado de leche condensada cada tantos días, por algunos, así, se convertía en un momento de felicidad explosiva que buscábamos retener para siempre. Pensaba el día entero en el próximo bocado, con ilusión curiosa. A veces trataba de encontrar dónde tenía mientras tanto mi papá escondido el tubo de leche condensada. Y lo encontré, pero nunca pude romper ese rito sagrado de que nos administrara el dulce y no robarlo. Hasta que el tubo se acabó.
Años después, descubrí que la leche condensada costaba unos pocos centavos apenas y me la compraba en latas. Mi hermana mayor sabía abrirlas y a veces arriesgábamos nuestros dedos ilesos en los dientes metálicos de la lata abierta y los chupábamos sangrantes con el exquisito manjar. Hasta que un día compré una lata cuyo contenido seguramente estuvo caducado y me intoxiqué en leche condensada. Atrás quedaron los años de la urgencia, de los ojos brillantes de espera por esas perlas lácteas almibaradas. Vomité esa angustia.
El exceso le quitó a la leche condensada en gotas ese valor platónico de urgencia y brevedad inasible. Ese intento de retener para siempre en la boca algo parecido a ser feliz. Luego supe que lo precioso no era la leche siquiera, ni la dulzura del bocado, sino recibirlo de la mano amada de mi padre, que administraba amoroso como premio, sendos bocados de leche condensada a nosotras, sus hijas.
Esa era la verdadera felicidad.
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