Un texto precioso de Julio Cortázar, “Esencia y misión del maestro”, decía que el problema de muchos profesores era “la carencia de una verdadera cultura que no se apoye en el mero acopio de elementos intelectuales, sino que afiance sus raíces en el recto conocimiento de la esencia humana”. Decía que “ser culto es saber el sánscrito, si se quiere, pero también maravillarse ante un crepúsculo; ser culto es llenar fichas acerca de una disciplina que se cultiva con preferencia, pero también emocionarse con una música o un cuadro, o descubrir el íntimo secreto de un verso o de un niño”.
Prueba de Química de la suscrita, cuarto grado, 2001. |
A propósito de la emoción, con sentimientos encontrados, es inevitable en esta fecha recordar a los hombres y mujeres que nos formaron humanamente, intelectualmente, con sus errores y sus aciertos. Aleatorios recuerdos vienen a mi memoria, en lugar de ideas que contribuyan a una reflexión seria sobre la condición docente. El otro día, por ejemplo, mientras organizaba unos corotitos, encontré una prueba de química de cuarto curso, en la que había desarrollado con relativa comodidad el siguiente temario: las clases de números cuánticos, el número cuántico magnético, el símbolo y la valencia del radio, el aluminio, el cobre y el cesio y la configuración electrónica del potasio y el estroncio. De seguro a una persona que conoce estos temas le parecerá básico. A mí, sin embargo, me sorprendió enormemente y me surgieron dos pensamientos con la fuerza de los trenes A y B que teníamos que adivinar a qué hora se encontraban. La primera, que no tenía idea de que algún día aprendí esos secretos de la química. La segunda, que me acuerdo perfectamente de las muy esporádicas sonrisas del serio profesor que nos regaló unas herramientas sencillas para aprender, como recursos mnemotécnicos, la famosa tabla periódica sin espanto.
Entonces pienso en mis maestros y maestras. En sus voces, en sus caras, en sus sonrisas. En sus peinados, en sus ropas. Me acuerdo, en primera instancia, de la profesora que me enseñó a leer y escribir, sumar y restar, y que le decía preocupada, a mi mamita, que yo era buena estudiante, pero que hablaba poco (y esto era en realidad porque no podía pronunciar la “r”, mi lengua se la había comido un ratón). Inolvidable y hermosa. También me acuerdo de la profesora que en quinto grado nos hizo dos grupos, uno de hombres y otro de mujeres y nos pidió que intercambiáramos regalos por San Valentín. Fue una poco feliz estrategia, que desató una temprana inquietud emocional en criaturas de diez años, e hizo conocer a algunas los efectos de la palabra bullying, antes de que fuera acuñada y difundida.
Pienso también en la profesora impecable, seria y puntualísima que nos pedía que no apoyáramos nuestras cabezas en las paredes porque el polvo del ambiente haría que ellas dejaran una estela de mugre en los níveos muros del plantel. En todas las profesoras que me asistieron solícitas cuando vomité en el grado. En las que me felicitaron en público, cuando yo era muy tímida para gestionar los cumplidos. En las que se daban cuenta, con una mirada, de quién estaba triste ese día, quién un problema, quién probablemente no había comido o se había olvidado del fiambre. En el que nos dijo finalizado el primer cuatrimestre de derecho que éramos “cuasiabogados”, con un entusiasmo motivador. En las que nos consolaban cuando llorábamos.
Qué será de esa profesora que se sonrojó cuando le preguntamos si la homosexualidad era una enfermedad o un pecado y si las mujeres en su período menstrual mantenían relaciones sexuales y que nos dijo que adolescente venía de “adolecer” por las naturales carencias psicológicas de ese decisivo período de la vida. Pero que aparte de eso era buena como el pan.
Nunca le volví a ver tampoco al profesor que nos hablaba frecuentemente de las bondades de cosechar champiñones y que nos enseñó a sembrar nuestra propia comida. Sembré coles y porotos en la casa, con dedicación militante. Tampoco le he visto en muchos años a una de mis más recordadas profesoras. Ella me regalaba libros y fotos de sus perritas y me quería tanto como a ella yo.
También me acuerdo del profesor que nos decía que las mujeres debíamos hacer ejercicio para tener cuerpos de botella de “Coca-Cola” y así conseguir marido. Siempre quise rallarle el carro, pero soy incapaz de esas cosas. Mis profesoras/es de deporte merecen un capítulo aparte, pero nunca me olvido de aquella que, ante mi ineptitud manifiesta para ciertas actividades físicas, comparaba mi rendimiento con el de un compañero campeón de atletismo, con la sabia frase “usted tiene manos y piernas igual que él, ¿cuál es la diferencia?”
Cómo olvidar al profesor que nos enseño a amar la filosofía y el marxismo, a la profesora que nos animaba a leer y a escribir cuentos, a la profesora de física que nos ordenaba mantener una aguja flotando en un cuenco de agua con la paciencia de una mosca sobre un charco.
También me acuerdo con algo de remordimiento de la profesora que nos encontraba siempre en los recreos en medio de algún drama, y nos miraba estremecida y aterrada. Era tan especial como la profesora de pintura y dibujo que tenía outfit maravillosos, ella misma era una obra de op y pop art. Y de la profesora que nos enseñaba filosofía con metódica profundidad y que nos hacía ir, a tempranas edades, a bibliotecas universitarias para dilucidar el concepto de verdad y la noción aristotélica del ser en acto y el ser en potencia.
No me acuerdo, en cambio, de quién mismo fue la profesora que nos pidió llevar algún ser vivo en un frasco de vidrio a la escuela. Yo llevé un insecto, unas amigas unas cuicas, otras llevaron shugshis y veíamos cómo esas vidas evolucionaban entre los cristales. La magia de la existencia en eclosión encerrada terminó cuando el aula comenzó a oler muy mal, las cuicas se reprodujeron y los shugshis perdieron la cola. Qué habrá sido de mi insecto.
Pero sí me acuerdo del profesor invitado que llegó un día a decirnos que veamos bien con quién nos juntamos, de quién nos hacemos, que no vaya a ser que terminemos de pareja de una fea derechosa o de un feo derechoso. También de la profesora habilísima que sacaba manualidades de objetos cotidianos y económicos: cajitas de fósforos, palitos de helado, latas de atún, que se convertían en pomposos regalos del día de la madre y del padre, antes de la invención del fomi que lo llena todo de su color de espuma. Un encaje, una rosa de tela, una voluta, ocultaban el humilde origen y decoraban los jóvenes hogares de las niñas que fuimos.
Alguna vez supe cómo realizar la configuración electrónica e hibridación del azufre. O supe de memoria el himno nacional con las partes que no se cantan jamás. O cómo hacer de un poroto una planta. O los nombres de todas las hoyas y los nudos del Azuay. Me he olvidado de todo eso. De otras cosas me he olvidado más todavía, porque ni siquiera podría ponerlas de ejemplo. Pero no me olvido de las caritas de mis profesoras, tal vez tan jóvenes o más jóvenes que yo ahora mismo, lidiando con infantes displicentes. No me olvido de las palabras de ánimo y del brillo en los ojos cuando descubrían alguna genialidad en la clase. Tampoco me olvido de las discriminaciones e injusticias. Pero prefiero acordarme de las cosas hermosas que han quedado en la superficie. Del fondo en donde descansan las letras y los números de todos los libros que leí y que olvidé y de todos los ejercicios que resolví. Y de todos los ejercicios (físicos) que jamás hice, porque, dócil como era, en esa materia al menos, ejercí tímidamente mi derecho a la resistencia.
Las huellas de amor o de violencia de los profesores y las profesoras, no se borran jamás. A quienes nos llenaron de amor, feliz día.
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