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martes, 28 de agosto de 2012

Día de insectos (escrito en 2007).


La casa fue construida alrededor de 1986. Así que no era muy vieja, de hecho tenía mi edad. Allí vivían varias familias, una en cada cuarto. Pero no era realmente un conventillo, pues las familias eran pequeñas, el espacio amplio y la iluminación buena.
En uno de esos cuartos vivía una viejita muy pequeña, tan pequeña que el cuartito que habitaba parecía crecer de forma permanente. Me acostumbré a visitarla, pues me produjo curiosidad el hecho de que le gustara coleccionar insectos. A mí también me gustaban los insectos, pero prefería recoger sus cadáveres. Nunca fui capaz de matar un mosco, incluso impedí en mi casa algunas ejecuciones. Una vez lloré mucho cuando al abrir la refrigeradora en busca de hielo encontré que en el interior de uno de ellos reposaba congelado el cuerpo de una abeja. No sé cómo había llegado allí, pero me produjo una melancolía que duró tres tardes.
La viejita –cuyo nombre nunca supe- tenía los cabellos largos y grises y cada mañana los recogía en un moño que luego guardaba en una canasta. Así iban la viejita y su sombrero que era, ya lo dije, una canasta en la que alguna vez se guardó pan.
Nos hicimos amigas y la visitábamos por lo menos tres tardes a la semana. No nos ofrecía café y tampoco lo necesitábamos, porque sus relatos amorosos de mañanas antiguas nos entretenían mucho, hasta el olvido del hambre. Alguna vez pude ver su muestrario de bichos. A pesar de su rostro amable de ojos apagados por las cataratas pero brillantes por su expresión, la anciana había matado durante su vida algunos millares de insectos para su colección. Quienes la conocían afirmaban que todas las mañanas salía a la esquina para tomar la línea dieciséis del bus. Se sentaba siempre en el mismo puesto e incluso el chofer había decidido que estuviera reservado, porque la rabia de la viejita cuando veía su lugar ocupado era incontenible. Llegaba entonces hasta el final del recorrido del bus. Allá, arriba, en las montañas, donde hay muy pocas casas, comenzaba a caminar en busca de  insectos.  Le gustaban mucho las mariposas y los saltamontes y procuraba que éstos fueran muy grandes para entretenerse mientras veía el paisaje a través de esas alas transparentes y coloridas como burbujas.
Por aquel tiempo la ciudad estaba llena de escarabajos que agitaban sus pequeñas alas duras y que a veces encontrábamos muertos o boca arriba, moviendo las patitas con desesperación. Eran los únicos insectos que la viejita no recogía, no sé por qué, a lo mejor no le gustaban mucho.
En las tardes, luego de regresar desde las montañas hacia su casa a pie, abría su funda plástica y con el amor de las yemas de sus dedos disponía uno junto a otro,  con un centímetro de distancia, a sus tesoros. Sobre la mesa de madera yacían estos cadáveres y era obviamente imposible descifrar la expresión de sus diminutos rostros, pero a la anciana se le hacía bonito pensar que eran felices. Luego utilizaba ciertos compuestos químicos para dar a esos cuerpos eternidad. El mejor taxidermista se habría sorprendido al observar la precisión con la que embellecía y daba vida a esos tristes bichos.

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