Anteayer consulté vía Twitter de qué debía escribir mi próximo texto.
Cabe decir que, con frecuencia, ofrezco textos que jamás escribo.
En la encuesta puse tres opciones:
1. Walter Mercado y orfandad
2. Razonamiento libertario
3. Walter Mercado y el duelo.
Con un 44% ganó la opción Walter Mercado y el duelo.
Pepita Machado
El legado camp kitsch queer de Walter Mercado y sus implicaciones sociopolíticas ha sido objeto de eruditos análisis. No merece menos su imagen rutilante, como un reguero de estrellas prisioneras en un traje, cautivo en lentejuelas y espectacularidad cósmica. A mí me cumple escribir lo que, con una que otra lágrima en medio, se me ocurre cuando le pienso, ahora que ha muerto.
Walter está dentro de mi corazón, en un compartimento de amores castos-cupables y en un personal altar de santos laicos, como afectos que me llevan a la niñez y sus tardes de ver televisión, chupar bolos, andar en bici en el patio porque me daba miedo la calle y escuchar sin prejuicios y sin objeciones al ídolo popular que fue, quizás, mi primer contacto con la noción de lo místico.
Walter, sin saberlo, hizo más en mi camino hacia la inacabada autonomía emocional que las revistas femeninas, las telenovelas y los libros que fueron mis consumos culturales de la época. Siempre tuve una doble naturaleza. En una mano Víctor Hugo, la Revista Vistazo y en otra, revistas del corazón donde ávida, buscaba el horóscopo y sus predicciones, tanto las mías como las del signo de mi simpatía de turno, a ver si las constelaciones nos juntaban. Así me formé, en la seriedad académica y en el sentimiento popular con el corazón arrobado por la ilusión de venturosos porvenires que como rayos salían de la pantalla, desde las manos ricamente enjoyadas de Walter.
Él regaba vibras cósmicas de amor y paz, como bendiciones de madre o abuela, para iniciar el día o continuar la vida a pesar del horror del mundo, el cambio climático, la pobreza, las desigualdades, la corrupción y el país que se caía a pedazos. Corrían los noventa. De Walter recuerdo dos cosas que me marcarían definitivamente. Dijo en una inolvidable entrevista con Cristina Saralegui, en el célebre Show de Cristina, que tuvo de niño un problema de tartamudez pero que hizo de esa limitación un desafío y, finalmente, su fortaleza. Trabajó en su dicción y se convirtió pronto en un fluido orador que competía en lides intercolegiales. Luego debutó en actuación. El resto es historia. Y también dijo que las mujeres debían sentirse reinas en sus camas.
Walter fue quizás la primera figura no binaria que ingresó a nuestros hogares, con la misma asiduidad de un Don Alfonso o una Tania Tinoco, en horarios estelares. Quizás el aura mística y la extravagancia de lo esotérico le permitían, en un espacio no tan regulado por la rigidez del género, hacer gala de su peculiaridad, con menos castigo social. Walter, lejos de un performer drag, siempre fue esa figura cómplice de las tías y abuelas de los hogares populares. Tal vez quienes nos criamos con su dulce imagen nunca nos hicimos de niñxs la pregunta prejuiciosa de si era hombre o mujer. Era Walter, el psíquico, y, al tratarse de un divo, le permitimos todo. Fue una suerte de Guga Ayala universal, arropado por una plataforma marketinera del Caribe latino que habita en Miami y sus colosales centros comerciales.
Ello le revistió de cierta inimputabilidad para ser él mismx, un desafío a la heteronormatividad estética. Ese es el valor del arte y sus espacios de impunidad, que me llevan a pensar en amigxs travestis que en los noventa salían el 6 de enero, Día de los inocentes, “disfrazados” de mujer fatal a las calles pues no podían meterles presos, cuando la homosexualidad y el travestismo se confundían y se castigaban como delitos.
Ello le revistió de cierta inimputabilidad para ser él mismx, un desafío a la heteronormatividad estética. Ese es el valor del arte y sus espacios de impunidad, que me llevan a pensar en amigxs travestis que en los noventa salían el 6 de enero, Día de los inocentes, “disfrazados” de mujer fatal a las calles pues no podían meterles presos, cuando la homosexualidad y el travestismo se confundían y se castigaban como delitos.
Los horóscopos de Walter nunca fueron trágicos. Lejos de Mercado rodearse del aire misterioso y angustiante –que roza la brujería- de los hechiceros que predicen calamidades o formulan maldiciones. Walter no era una adusta lectora de tarot, ni una temible mujer vieja y sabia, que con tabaco en mano y a través de la quiromancia puede revelar desgracias a partir de las líneas de la mano de paseantes distraídos, ingenuos y curiosos del futuro. Walter era más light, más blanqueado, advertía a veces ciertas contingencias, sin perder la esperanza de días mejores. Nada había para él que no pudiera curar una vela encendida, un baño purificador, una esencia, una piedra preciosa, un conjuro, un mantra o una pausada respiración, casi meditativa.
Cuando Walter Mercado murió, las personas que comprenden mi corazón se hicieron presentes con sus condolencias. Walter se convirtió en una brújula, un fetiche-amuleto y un leitmotiv de mis expresiones artísticas, culturales, políticas y de la cotidianidad. Con el rostro sin imperfecciones, quizás resultado de mimosos cuidados y cirugías, aparecía inmarcesible en estos años en los que yo he transitado de la niñez a la adolescencia, a la juventud y a la vida adulta. Mientras las arrugas del rostro delicado, ambiguo y ciertamente bello de Walter desaparecían gracias a los trucos de la cosmética, las primeras en el mío aparecían. Mientras esa cabellera de copo de oro, suave y galáctico, viajaba por el espacio sideral en una propaganda de Doritos –kitsch infame que me hizo ver que Walter estaba por encima de las tradicionales nociones de orgullo y que tenía la capacidad de reírse de sí mismx- mi pelo fue experimentando los cambios de estilo de la clausura de ciclos, aun sin canas, pero afectado por las emociones y los designios de los planetas y sus coyunturales alineaciones.
Cuando muere un ídolo, muere un poco de nuestra historia, que es personal y también compartida. La muerte de Walter es un espejo de mi propia caducidad, de mi finitud, de la clausura de la era de ¿acuario? La orfandad que siento cuando mueren los pocos referentes entrañables que tengo –Corín Tellado, Laura León, los peinados de Elsa Bucaram y la sonrisa de Mama Lucha- no es una que pueda llorarse sin extravagancia.
Creo que las personas que admiro no tienen en común más que ese culto escandaloso de la individualidad fuera de las convenciones, o aun en exceso dentro de ellas. Celebro, por tanto, la belleza que estos seres encuentran en sí mismos y el amor que se prodigan, aunque desde la frivolidad y el espectáculo, como productos decadentes de la posmodernidad o de un capitalismo salvaje que requiere pan, circo y alienación de las masas a cambio de pasividad social e individualización de la responsabilidad por el propio destino. Quizás esto tiene que ver con mi corazón de escarcha. Walter, opio del pueblo.
La mirada de Walter me da paz y sus fabulosos outfits he soñado con vestirlos. Es una suerte de Divino Niño que fue envejeciendo dentro del traje, gobernado por una estética que con el pretexto de lo estelar roza peligrosamente con el preciosismo del barroco católico y con la picardía del espectáculo drag. Si no fuese por estos ídolos populares, que maquillan, hasta cierto punto, nuestra miseria moral y material, si no fuese porque sus vidas aparentemente exitosas nos regalan belleza, si no fuese porque ellos decoran con glamour el gris deslucido de nuestras penurias, el mundo no sería un lugar tan agradable para sufrir.
Imagino a Walter en los años setenta. Aparece en esas revistas Buenhogar y Vanidades que nos regaló la tía Alicia y que atesoramos en la casa como objetos de culto emocional. Walter entonces era menos chispeante. La máxima expresión de su iridiscencia vendría después: es discretamente femenino. Pensar que fue, años antes, en su juventud, un galán de telenovelas puertorriqueñas, refuerza mis hipótesis sobre la delgada línea entre la masculinidad hegemónica y el transformismo.
Para Wikipedia, Shanti Ananda significa en sánscrito “paz y felicidad”. De madre catalana y padre puertorriqueño, estudió pedagogía, psicología y farmacia. De ahí aprendió sobre la mente humana y las propiedades de las plantas medicinales. Se especializó en ballet, fue galán de telenovelas y fundó la escuela de artes dramáticas, Walter Actors Studio 64.
En 1970 inició su segmento de astrología, tarot y ocultismo. Fue escritor sindicado del Miami Herald. Escribió 7 libros traducidos a varios idiomas. Univisión fue su plataforma al mundo.
Mantuvo una relación “espiritual” con la bailarina y actriz brasileña Mariette Detotto desde 2003. Muy poco se supo de su vida privada. Dicen los chismes rosas que Detotto detuvo el celibato del astro. Don Francisco quiso casarlos en un programa de Sábado Gigante pero Walter prefirió guardar prudencia. Su primera pareja murió en 1968 y le dejó un vacío que duró toda la vida. No era un secreto que Walter usaba maquillaje, brillo labial, base, polvo y un anillo en cada dedo.
Miro en silencio la fotografía en blanco y negro de un afectado muchacho, de dulces facciones y mirada profunda, perdido en el horizonte de animal print de leopardo; y, otra foto, en blanco y negro, con la expresión adusta y la barba sin afeitar de un Ché Guevara caribeño, ataviado con chaqueta de cuero, cuando galán de telenovelas. Acto seguido, la escena del apasionado beso entre una hermosa chica y un varonil Walter Mercado. Estas imágenes y la línea del tiempo de su apariencia, que pasa por una leonina cabellera dorada con una capa de terciopelo rojo acomodada en un diván brocado, estilo Luis XIV, hasta el escándalo absoluto de un enorme vestido de seda blanca, como de novia; me recuerdan la ficción del género y la plasticidad de las identidades. El género mismo como actuación o teatralidad.
Termino agotada, de escribir esto. Recuerdo que Walter me inspiró a trabajar mis inseguridades. Aun siendo Leo, la reina del horóscopo, el día lunes, el sol, el diamante, el oro y todas las cualidades que brillan en niveles superlativos, una vergüenza ancestral ha acompañado mi performance existencial. Cuando Walter, regio, imperturbable, contó en aquella entrevista –inolvidable- a Cristina Saralegui sobre la tartamudez de su infancia y cómo la superó con esfuerzo hasta ser campeón de dicción y oratoria en su natal Puerto Rico, supe que hay destinos marcados pero cierto margen de acierto-error, que podemos moldear nosotrxs mismos; como el peinado, el maquillaje o aquello modificable con voluntad o dinero. Cabe decir que cada diciembre el horóscopo de Walter marcaba la hoja de ruta del año siguiente. Sus predicciones semanales, sin excepciones –por su vaguedad acaso, o también porque nunca quise que me decepcionara- se cumplieron. Ahora no tendré esa guía y me pesa.
El duelo no sé cómo llevarlo. Quizás puedo consolarme mirando fotos de los trajes de Walter, de sus peinados a lo largo de las décadas, de sus anillos y del decorado dulzón, clásico y romántico de sus casas de Miami y Puerto Rico. Él vive en mí en el mismo lugar en el que viven las memorias de los noventa, las tardes de telenovelas venezolanas y mexicanas, las peleas con mis hermanas, la angustia cuando imaginaba que algo pasó con mis papás porque me había dormido en su cama y me despertaba la música de Telemundo y Tania Tinoco dando malas noticias y ellos no habían regresado y ya era la medianoche y la sencillez de ser feliz con lo cotidiano.
O de iluminarme las pupilas con el satín de una capa. Paz y amor, amado Walter. Descansa para siempre, en lo sublime.
5 comentarios:
Me encantó Pepita, lo leo ya mas de una vez, un abrazo.
Es un escrito excelso, felicitaciones!!!
Gracias por leerlo y por su cariño, abrazos.
Qué hermoso escrito, Pepita. El mejor homenaje que uno puede hacerle a un ídolo. Tqmm
Gracias Annieh. Mucho amor.
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