Hoy me preguntaron
si pudiera elegir algún súper poder, cuál elegiría. Es una pregunta difícil. Inmediatamente
pensé en que me gustaría comer y no engordar. Hay quienes quisieran no vivir
dolores o un antídoto para la tristeza. O la salud imperecedera, la
inmortalidad. O viajar en el tiempo. O tener mucha plata. O tener el don de la
ubicuidad. O poder recordarlo todo. O leer mentes. O viajar al futuro.
Ninguna de esas
facultades me llama la atención. Tengo mucha curiosidad por la vida. Me
interesan más las vidas de las personas que sus obras. Pero más que eso, me
interesa la duda o me gusta no saber y querer saber. Por eso me cuesta ubicarme
en una disciplina de estudios fija. El derecho me parecía rígido y aburrido –aunque
podía ayudar a personas- y por eso busqué refugio en las humanidades, pero no
puedo sumergirme en la fantasía sin ver injusticias y sin querer cambiarlas. Creo
que en todas las personas convive ese dilema. En mí también. Entonces, no me
interesan los súper poderes para desafiar al destino.
Creo en la libertad de decidir en el momento en el que cabe. No cambiaría mi
vida. No viajaría al pasado para ahorrarme una herida. Me parece que las
cicatrices son necesarias. Son como las flores que decoran las tumbas, como algo que vive después de la muerte.
Asimismo, no
viajaría al futuro. No me interesa saber qué será de mí en diez años. Prefiero imaginarlo.
Porque me puede doler o me puede inmovilizar. Yo prefiero caminar hacia ese
algo que no sé y plantearme hipótesis. Leer las líneas de mis manos desde la perplejidad, a veces es mejor no
saber. Y es la curiosidad la que me mueve, no tanto su satisfacción. Es el
deseo el que nos mantiene vivos, más que haberlo colmado.
Quisiera que mi
cara fuera absolutamente lisa. Con una piel de porcelana. Quisiera que nunca
tuviera una cicatriz, o un grano. En las mañanas me veo al espejo y no me gusta
mi cara. Está cubierta de manchas de cicatrices recientes. Las cubro con un
poco de maquillaje para ignorar el drama. Son apenas granos. No son marcas de
dolor, no son marcas de violencia. Pero quisiera la perfección en mi cara. Hay épocas
en que lo logro y ni siquiera me doy cuenta. Mi cara está absolutamente limpia.
Sin granos, sin manchas rojas. Y me olvido de que tengo una cara. La cicatriz
me ayuda a saber que tengo una cara, a prestarle atención, aunque sea desde el
rechazo.
Extraño los
tiempos en que era difícil saber los datos de una persona. Cuando veías a
alguien en la calle y te causaba asombro, pero no le volvías a ver. Aun viviendo
en una ciudad pequeña, en la que todos se conocen. Aun existiendo círculos de
convivencia, lugares comunes, las mismas callecitas donde todo el mundo camina
para encontrarse porque tampoco hay más. Me agradaba mucho y tal vez más que
los encuentros reales, la sensación
de imaginar cómo sería la vida de la persona que había visto una sola vez. Hacía
complejas operaciones mentales para construir el relato de su vida.
Y podía pasar
muchos años con una imagen en la cabeza, escribiendo para ella una
historia que nunca saldría de allí, de mi mente. A medida que la historia
iba perdiendo importancia, la persona aparecía. Y me dolía cuando su proceder
no coincidía con el mundo que le había construido en la cabeza. Me venían ideas
extrañas, cierto rencor. Un impulso de decirle que no se parece a como yo le
había imaginado y que me estaba traicionando.
En las noches
pensaba en eso, en que sería necesario cristalizar el reclamo. Pero dejaba ya
de ser importante. Ya no me interesaba más plantearme la historia de un ser sin
ningún interés, ni siquiera desde el reclamo y la despedida. De las personas
que lo dañan todo cuando hablan, cuando obran y cuando hieren. Pero así es la
vida, y su riqueza es que cada quien sea como quiere ser. Tenemos derecho a
decepcionar.
Qué sería de la
vida sin la conjetura. La certeza absoluta me parece un terreno atractivo, pero
peligrosamente aterrador. Qué sería de la vida sin marcas, sin cicatrices. Sin el
mensaje de la fragilidad, de la huella de otros tiempos, del recuerdo de horas
felices o de alguna pena que se resiste a morir y queda en la carne, impresa
como pregunta, como aprendizaje o disfraz de la memoria que se convierte en
piel. Qué es la piel, no la tersura. La piel es la piel que está, con sus
líneas, arrugas, estigmas, huellas y vaivenes. Vulnerable. Creo que mi
propensión a despellejarme antes que cicatrice una herida es la necesidad de
recordar que estoy viva, a través de la sangre que fluye del dolor que no cierra.
El rostro no es ya la piel de la infancia, tersa, pero curtida por el sol, por
las preguntas y las conjeturas de quien tiene todo que vivir por delante.
La mediana edad
es ese puente entre la cicatriz y la conjetura. Quedan daños, besos, caricias y
heridas, pero también una enorme esperanza, una capacidad de asombro ante la vida. La alegría de vivir o el miedo a
seguir viviendo, ante la posibilidad de nuevas cicatrices. Todo lo más
interesante pasa en las fisuras. En abrir una ventana, como abrir una vena. En romper
la continuidad cómoda, en pintar la desesperación y el reclamo. No soy fanática
del dolor ni de las heridas, pero si sucede, se puede construir hermosura a
partir de retazos. Pinto mal y cuando daño algún trabajo, más allá de que mi
pintura es ya a veces un daño al papel, siempre lo puedo corregir, pintar sobre
el error. O a veces del error de la pintura nace algún monstruo no querido, ni
siquiera imaginado. Hay imágenes que resultan de la casualidad y de los errores
y en eso radica su belleza, el potencial que tienen de causar perplejidad. Esos
dibujos inesperados son como las cicatrices. A las cicatrices hay que verles la
hermosura.Y cuando las
cicatrices son resultado de la barbarie es mejor que estén como memoria. Para que ya no vuelva a pasar. O para que dejen de doler.
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