Está lejos de mi
intención celebrar una marca o promocionar un producto. Simplemente he pensado
que hay alimentos que tal vez tienen significados mucho más amplios que su
compra o consumo. Hace un tiempo me permití hacer una modestísima reflexión
sobre los bolos, esos refrescantes hielos con colorante, económicos y humildes,
que consumimos regularmente y con fruición en la niñez.*
Hoy, el turno es
de galletas Ducales. No encuentro, en mi memoria, cuál sería la primera vez que las
comí. Tal vez el recuerdo más lejano y fotográfico que tengo de Ducales fue en
las amplias habitaciones de mi bisabuelita, Anita Ruiz, a quien visitaba con
frecuencia en la infancia. Luego de largas conversaciones, de ver las novelas o
la misa juntas (ella cambiaba de canal en las escenas de besos y pasábamos de
Adela Noriega o Lucía Méndez a Doce ritmos doce o al rezo del rosario en
Telecuenca) cuando le habíamos caído en gracia o estaba de buen humor, sacaba
de un gran armario de madera, cuadriculado, una bella lata redonda que abría
con la solemnidad de la revelación de un secreto, y extendía su contenido:
galletas Ducales. Decía, esté calladita, no irá a contar a nadie, comerá aquí. Creo
que entonces el gesto especial del regalo de la Anita era más hermoso que las
galletas en sí.
De ahí la
presencia de Ducales es un eje transversal de la vida,
especialmente en fiestas modestas, reuniones improvisadas o en encuentros de
grupo en los que hay que alimentar a varias personas con un presupuesto
limitado. Cuando no hay plata para comprar refrigerios, nada hay que no
pueda solucionar una olla de café Cubanito y un plato desechable con Ducales.
Cuando la gente ve las Ducales, lo he notado, en repetidos procesos de
observación participante, se molesta. Es como si dijera, ¡qué iras, de nuevo
Ducales! Pero nadie deja de comerlas y, dado que tienen alguna sustancia que
pareciera producir adicción, se sirven una tras otra, hasta que desaparecen de los recipientes de espuma flex.
Así, Ducales es una apuesta segura, que hasta se aprovecha para cocinar en frío
platos más sofisticados, como pasteles de limón.
Una vez que tengo
las Ducales en mis manos, por su tamaño grande, y para que duren, cuando la
ración es pequeña y limitada, yo suelo dividirlas en sus partes -pues el mismo
fabricante ha previsto esta posibilidad- y comerlas lentamente con el agua de
frescos, la colada, la cola o el café. Se pone una sección de nuestra querida
galleta en la boca, se humedece y parece que se hincha un poco, para en segundos deshacerse como
si se tratara de un bocado elegante, de amable digestión.
Sabemos que galletas clásicas como Daysi o María, son
excepcionalmente consumidas. Konitos y Óreo no pueden comerse en grandes
cantidades. Las Chocochips también son altamente calóricas, tanto como las
Amor. Las de animalitos son más propias de la Navidad, circunscritas a fechas
claves y para rellenar sin invertir mucho dinero, bolsas para regalar a
infantes que, una vez que recogen los chocolates y caramelos del fondo, las
dejan secar, en pedazos, dentro de las fundas plásticas.
En Ducales hay
algo de Ritz y de Ricas (¿qué diferencia hay entre ellas, alguien sabe?) pero
en mayor volumen. Hay quienes, inclusive, en gesto encantador, las envuelven en
papel de regalo para obsequiarlas por su abundante contenido. Nunca se puede
quedar mal con un paquete de Ducales. Es como el canguil: puede no fascinar
pero una vez que se empieza a comer, no se deja.
Confieso que
cuando elegí el motivo de las galletas Ducales para este ensayo, tuve una gran
expectativa y pensé que hablar de ellas estaría a la altura, o la sobrepasaría,
de un texto precedente sobre los bolos, que mencioné al inicio y que invito a releer.** Sin embargo, me doy cuenta de que en el
carácter magnánimo de Ducales radica precisamente en su sencillez. Eso las hace
insustituibles: el hecho de que en un par de párrafos pueda agotarse, si cabe,
la experiencia universal sobre ellas.
***http://mariajosemachado.blogspot.com.es/2017/08/apologia-de-los-bolos.html
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