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sábado, 20 de enero de 2018

Belleza intertextual (en proceso)


“El atuendo de las mujeres indígenas de Chimborazo no está completo si no usan una washka. Estos collares están hechos con piedras de distintas formas y tamaños que se relacionan con el modo de vida y posición socioeconómica de sus propietarias. El tamaño de las piedras redondas u ovaladas, el número de hebras y los dijes de plata o monedas que se agregan como adornos determinan la prominencia de una mujer, también su posición política, sabiduría y riqueza”.[1]



¡Qué hermoso su abrigo! Se ve cómodo. ¿Es caliente? ¿Que si es caliente? Claro, guapa. ¿Quieres probarlo? Me calza el abrigo ella misma y me siento una reina. ¿Es de piel verdadera? Por supuesto. Patas de visón. Al día siguiente del abrigo de pieles, me convidó su crema de caviar para mi cara. Rocé un preciosismo tan estimulante como precario. Como perrito esponjado que está a la venta envuelto en cintas y que al bañarse queda lacio, ese resplandor fugaz tan poético.



“Con ingresos adicionales, las mujeres musulmanas de los campos sirios compran golosinas, tabacos, cosméticos occidentales y donativos a los sayjs.”[2]



Usted sabe que las mujeres necesitamos nuestra propia plata para muchas cosas. También para calzonarios, cosméticos, sostenes y toallas higiénicas. Nuestros gastos personales, vaya. Nuestra plata de bolsillo, que los hombres siempre suelen tener y que se gastan en trago y salidas con los amigos. Esos gastos de ellos de los que nosotras no nos enteramos. Pero cuando dependemos de ellos tenemos que decirles: necesito plata para mis cosas. Cuando nosotras tenemos plata invertimos en la misma casa. En las necesidades de las guaguas y en ellos también. Hasta las viejitas necesitan su propia plata para dar alguna cosa, para hacer bolita un billete y, al descuido, sin que nadie se entere, poner en la mano de los nietos preferidos. La compra propia es esencial. El mundo de las fruslerías. Esa dependencia económica de muchas mujeres nos ha llevado a sentir vergüenza por pedir dinero a los hombres (padres, maridos) para eso, que hasta da cosas pronunciar: calzonarios, sostenes, toallas higiénicas, cosméticos. ¿Qué mujer no ha tenido que pedir plata para comprar esas cosas? ¿Cómo se siente al pedir esa plata? En varias culturas las mujeres no tienen absolutamente nada más, propio, que sus vestidos y sus joyas, porque eso ya no les pueden quitar los maridos. A veces los maridos les dan cosas bonitas porque los cuerpos de ellas son los escaparates donde ellos exhiben su prosperidad económica y su buen gusto. Todavía se oye en conversaciones femeninas que la bondad o la maldad del marido se definen también por las actitudes que tiene con las necesidades personales de la mujer. “Mi marido es bueno, me da un mensual y no se preocupa por lo que yo hago con eso, no me pide cuentas”, dicen unas. “Mi marido es bueno, porque no se enoja si le pido para comprarme mis cosas, hasta me sonríe. Hasta me dice que tome estito para que me compre cosas bonitas, para mí”, dicen otras. “Mi marido es tacaño, todo me mezquina. Cuando necesito plata para mis cosas mejor les pido a mis hermanas o a mi mamá. O compro calladita, sin que se dé cuenta”. 
A veces como ritual colectivo –similar a aquel en que las mujeres de la familia adornan a las novias para los matrimonios- una red de afectos femeninos: hermanas, madres, tías, proveen a través del préstamo y del regalo esas cositas, consideradas banales y frívolas, chucherías, en una palabra, a quien, por dependencia económica, carece de los medios para comprarlas. Y qué alegría es cuando las mujeres a las que queremos tienen un trabajito y ellas mismas se compran sus cosas. Como nuestras abuelas que comenzaron a ganar centavitos tejiendo el sombrero o cosiendo ropa, cuando tampoco los maridos querían que trabajen. O quién no recuerda el día en que ganó su primera plata y lo primero que hizo fue comprarse cositas para sí misma, sea o no vanidosa. Antes muertas que sencillas. 


Los espejos nos dicen que somos feas. Vivimos, con nuestro reflejo, en constante insatisfacción con la apariencia, inseguras y tristes. Ese mismo espejo, a través del arreglo, nos puede confortar. Entonces decorar entornos que se saben precarios, como el cuerpo, se convierte en una necesidad de ocultamiento inmediato de la vulnerabilidad. Asimismo, decorar el rostro a través del maquillaje, sigue siendo un vínculo con la necesidad de aprobación del espejo-voz, de la mirada masculina y de la comunidad patriarcal, pero es una estrategia frágil, ante el inevitable paso del tiempo, un falso poder, para hacer frente a la tragedia, de manera regia. 


Mi abuelita decía que ella nota la tristeza de las mujeres en los sucesivos y repentinos cambios de look. Me decía, verá niñita, ya cuando las chicas se pintan mucho el pelo, o se cortan, es porque tienen algún problema bien grave. ¿No ha notado? Usted ha de hacer lo que yo le voy a decir: cuando esté triste, por ejemplo, por una ruptura amorosa o un fracaso profesional, lo peor que puede hacer es maquillarse mucho. No ve que en esos momentos se pierde la percepción de la realidad. Entonces cuando usted esté alterada, lo que debe hacer es maquillarse unos dos tonos menos. Así aparece con dignidad, sobre todo ante la gente que sabe de su desgracia. Una inmediata recuperación es engañosa. Las chicas hacen eso, enseguida salen, se pintan la cara con mucho colorete, se cambian de peinado y se nota que algo muy preocupante les pasa. El maquillaje no disimula ni oculta en esos casos. Grita desesperadamente que algo se rompió. Por eso usted tiene que mantenerse sobria y rezar. Rece mucho, mhijita. Pida la ayuda de Dios. 


“En la sociedad musulmana hispánica del siglo XI, la mujer era considerada como un ser inferior. Entre las cualidades femeninas está la generosidad, que se da entre las mujeres honestas, entradas en años y alejadas de los deseos varoniles. Suelen ser éstas generosas con las jóvenes, se esfuerzan en casar a las huérfanas y en prestar a las novias menesterosas sus propias ropas y alhajas.”[3]

Los adornos varían según la clase social de las mujeres, su capacidad adquisitiva, la cultura en la que viven, las modas de cada tiempo, sus gustos personales y la edad. Marcas de cosméticos ya americanas, ya europeas, ya colombianas o locales. Es frecuente en las mujeres que han dependido económicamente, o que, por cualquier circunstancia, caen en desgracia patrimonial, que una de las primeras señales de crisis sea el descenso de categoría de las marcas de sus cosméticos y perfumes, de acaso usarlos, por su carácter fungible y volátil.  
De ahí la importancia de atesorar prendas duraderas. La joyería cumple un importante papel, dado que el uso de accesorios permite a las mujeres lucir un patrimonio que sugiere distinción e impecabilidad, aun en épocas de pobreza, pues disimulan el impassefinanciero. Mi madre dice, puedes no tener ni medio, pero siempre quedas bien con un buen par de aretes de oro, con un lindo collar, en cualquier fiesta. El lujo es una necesidad de atención y cuidado. Muchas mujeres se han ido desprendiendo de sus joyas para cubrir deudas familiares en los montes de piedad. Las mujeres del campo se incrustan como adorno y señal de riqueza si no letras de oro en los dientes, piezas dentales completas de oro puro. También heredan a otras mujeres sus personales tesoros, o los esconden en cofres en sitios remotos de sus casas, o los entierran en el patio. Seguramente nadie se merece sus alhajas. Son como duendes adustos y cicateros que esconden ollas de oro al final del arcoíris de sus vidas. 



El parto es otro momento que unía a las mujeres en la Edad Media. Había mujeres que dejaban su testamento listo antes de dar a luz, porque la muerte acechaba en paradoja conmovedora el inicio de otra vida. Hay hermosas pinturas medievales en las que se sugieren cesáreas. Las parteras son mujeres sabias, científicas, poseedoras del conocimiento obstétrico, a quienes se les quitó el monopolio de ver dar vida con la irrupción de la ciencia ginecológica patriarcal. Se ve en las pinturas incisiones circulares, como lunas llenas que se posaron en los vientres de las parturientas y los cortaron con precisión para que salgan las criaturas. Se ve, asimismo, cómo sale de esa cavidad perfectamente recortada una hermosa guagua ya lista. Con rizos, peinados de oro ensortijado e incluso expresiones en el rostro, un mohín, unos ojos abiertos como soles de asombro. Resulta extraño, cuando sabemos que todo vástago nace arrugado, sucio, sin más expresión que el dolor desarraigado del vientre materno. El arte medieval es ingenuo y los colores planos parecen dibujar cuentos infantiles, más que pasados oscurantistas. 



“La dominación masculina, que convierte a las mujeres en objetos simbólicos, cuyo ser (ese) es un ser percibido (percipi), tiene el efecto e colocarlas en un estado permanente de inseguridad corporal o, mejor dicho, de dependencia simbólica. Existen fundamentalmente por y para la mirada de los demás, es decir, en cuanto que objetos acogedores, atractivos, disponibles. Se espera de ellas que sean “femeninas”, es decir, sonrientes, simpáticas, atentas, sumisas, discretas, contenidas, por no decir difuminadas. Y la supuesta “feminidad” sólo es a menudo una forma de complacencia respecto a las expectativas masculinas, reales o supuestas, especialmente en materia del incremento del ego. Consecuentemente, la relación de dependencia respecto a los demás (y no únicamente respecto a los hombres) tiende a convertirse en constitutiva de su ser. Esta heteronomía es el principio de disposiciones como el deseo de llamar la atención y de gustar, llamado a veces coquetería, o la propensión a esperar mucho del amor, la única cosa capaz, como afirma Sartre, de procurar el sentimiento de estar justificado en las particularidades más contingentes del propio ser, y en primer lugar del propio cuerpo. Incesantemente bajo la mirada de los demás, las mujeres están condenadas a experimentar constantemente la distancia entre el cuerpo real, al que están encadenadas y el cuerpo ideal al que intentan incesantemente acercarse”.[4]



“La confianza del sujeto en sí mismo tiene que ver con la confianza en su propio cuerpo. La relación que las niñas entablan con él se traduce en una falta de autonomía y libertad que les impone ante todo agradar a los demás. Puesto que la mujer es un objeto, se comprende que la forma en que se adorne y se vista modifique su valor intrínseco. No es pura futilidad que conceda tanta importancia a unas medias de seda, unos guantes, un sombrero: mantener su rango constituye una imperiosa obligación. En Norteamérica, una enorme parte del presupuesto de la mujer trabajadora está consagrada a los cuidados de belleza y a la ropa; en Francia, esta carga es menos pesada; no obstante, la mujer es tanto más respetada cuanto «mejor presentada» esté; cuanta más necesidad tenga de trabajar, más útil le resulta tener un aire acomodado: la elegancia es un arma, una enseña, un porta-respeto, una carta de recomendación.
También es una servidumbre; los valores que confiere se pagan; se pagan tan caros, que, a veces, un inspector sorprende en los grandes almacenes a una mujer de mundo o a una actriz en el momento de hurtar un perfume, unas medias de seda o una prenda interior. Muchas mujeres se prostituyen o «buscan ayuda» para vestirse; el indumento es el que determina su necesidad de dinero. Ir bien vestida también exige tiempo y cuidados; se trata de una tarea que a veces es fuente de goces positivos: en este dominio también existe «el descubrimiento de tesoros ocultos», regateos, añagazas, combinaciones, inventiva; diestra, la mujer puede incluso convertirse en creadora. Los días de rebajas –sobre todo, los saldos- son días de frenéticas aventuras. Un vestido nuevo es por si solo una fiesta. El maquillaje, el peinado, son el ersatzde una obra de arte. 
En una de sus cartas a Middleton Murry, Katherine Mansfield cuenta que acaba de comprarse un encantador corsé malva, y añade a continuación: «¡Qué lástima que no haya nadie para verlo!» No existe peor amargura que la de sentirse flor, perfume, tesoro, que ningún deseo solicita: ¿qué es una riqueza que no me enriquece ni siquiera a mí y cuyo don no desea nadie? El amor es el revelador que hace aparecer en rasgos positivos y claros la apagada imagen negativa, tan vana como un clisé en blanco; en su virtud, el rostro de la mujer, las curvas de su cuerpo, sus recuerdos de infancia, sus antiguas lágrimas, sus vestidos, sus costumbres, su universo, todo cuanto ella es y todo lo que le pertenece, escapa a la contingencia y se hace necesario: es un maravilloso presente al pie del altar de su dios.[5]



A mí me gustaba maquillarme. Ya lo he ido dejando y me siento más libre. ¿Sí? ¿Qué te hacías? Me ponía colorete en las mejillas y delineador en los ojos. Qué bien que me quedaba. Con qué precisión dibujaba la línea sobre el párpado. ¿Te pintabas las uñas también? Todas, las de las manos y las de los pies. No me pintaba más uñas porque no tenía más dedos. ¿Vos mismo te pintabas? Sí, claro, yo mismo y con mucha destreza. Debí dedicarme a trabajar en salones de belleza. Me hubiera ido mejor. Pero decidí entrar en la universidad. También he dejado de depilarme, era esclavo de mi apariencia. 



“En aquel momento no me gustaba mucho mi cuerpo. Y era porque nací con estas caderas. Algunas personas nacen con una nariz, con orejas, con mentón. Yo vine al mundo con estas anchas caderas. ¿Ven?”.[6]



“El último paso que la mujer andalusí da para llegar al final de este largo proceso de higiene y embellecimiento es la aplicación de los productos de cosmética en el rostro, de manera que, especialmente, mejillas rosadas y labios enrojecidos contrasten con el azabache de ojos y cejas, y queden enmarcados en la blancura del rostro y del cuello, todo ello envuelto en los tonos rojizos que despiden los brillantes cabellos tratados con la henna. La mujer de al-Andalus utilizaba un carmín en polvo llamado akar, con el que sonrosaba las mejillas y que actualmente aún se usa. Por supuesto, este polvo se ponía después de haber untado la cara con otros polvos blancos especialmente extraídos del arroz y que aclaraban la tez y el cuello, cubriendo posibles pecas o manchas”.[7]



 “Detrás de la imagen de mujer famosa, casi siempre existe un modisto, maquillador o peluquero que le arma la facha y el garbo para enfrentar las cámaras. Una complicidad que invierte el travestismo, al travestir a la mujer con la exuberancia coliza negada socialmente. Cada mujer tiene en su peluquero un amante platónico, un consejero o pañuelo de gasa que seca sus lágrimas y levanta su ánimo, en una suerte de terapia engatusadora que recubre el demacre con la madre cosmética. Transformándose en una mater de manos peludas, que revierte su Edipo homosexual en la ternura del masaje al cráneo femenino. Con máscaras y menjunjes a la placenta, a la mosqueta, a la tortura de estirados, zangoloteos de celulitis y papadas sueltas. En la vida todo tiene arreglo, mi reina, le repite incansable a todas las mujeres que se entregan a sus dedos de tijera”.[8]


 “Y a pesar del poder tiránico que imponía, yo tenía muy claro que mi padre era un pedazo de mariquita. Proust refiere a sus personajes explícitamente homosexuales como “invertidos”. Siempre me han gustado esos anticuados términos clínicos. Resulta impreciso e insuficiente definir a un homosexual como a una persona cuya expresión de género está en conflicto con su propio sexo. Pero, en la reconocida y limitada muestra que conformábamos mi padre y yo, tal vez sí fuera suficiente. No sólo éramos invertidos. Éramos inversiones el uno del otro. Mientras yo intentaba compensar su falta de masculinidad, él intentaba expresar algo de feminidad a través de mí. Era una guerra de objetivos totalmente opuestos, condenada a una escalada perpetua: (-No puedes salir a cenar de esa manera, pareces una misionera. -Tú me compraste esta estúpida falda. -Necesitas unas perlas. –¡Ni pensarlo! -¿De qué tienes miedo? ¿De estar guapa? ¡Póntelas, maldita sea! -¡Déjame en paz!) Entre nosotros se extendía una fina zona desmilitarizada: nuestra mutua veneración por la belleza masculina. Pero yo deseaba los músculos y el traje de tweed como mi padre el terciopelo y las perlas: de forma subjetiva, para mí.”[9]

“Mujeres, oh mujeres tan divinas. No queda otro camino que adorarlas”.[10]

“Amanece para la dama el deseado día de fiesta, para ella verdaderamente de holgar, porque ha de salir á ser vista. Entrase, en el tocador á medio vestir, engólfase en el peinador: pónese á su lado derecho la barquilla de los medicamentos de la hermosura y empieza á mojarse el rostro con ellos. Esta mujer no considera que si Dios gustara de que fuera como ella se pinta, él la hubiera pintado primero. Una mujer fea que se aliña el rostro, hace lo que el demonio cuando se transfigura en ángel de luz para perder un alma."[11]
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“-Nada hay tan triste -decía- como ver a la mujer a quien amamos con un traje roto y con unas botas torci­das. Además, las sedas y los perfumes se han hecho para la carne blanca y delicada, y las joyas para adorno de su cuello, de sus manos y de su vanidad. Esto era lo que él llamaba la necesidad de lo superfluo. Ella amaba el teatro, tanto por el espectáculo, como por ser un lugar de exhibición, porque era deliciosa­mente coqueta, con ese instinto cruel y femenino que sabe que la coquetería es una malla que aprisiona tiráni­camente la voluntad de sus amantes. Una coqueta es una mujer siempre nueva, tiene el encanto de lo poseído y sabe inspirar el temor de una infidelidad, mata la monotonía, que es el mayor enemigo del amor, y aunque nos maceren con el infierno de los celos, amamos más intensamente a una querida coqueta, tal vez por el pla­cer masoquista de sentirse arañado por sus uñas rosadas de gatita mimosa. Rubín procuraba siempre satisfacer sus deseos, y para ello trabajaba cuanto podía. Hubiera querido tener el cerebro de oro, como aquel personaje de Daudet, para ir convirtiéndolo en pulseras, y pieles, y sortijas, aunque sacase los dedos llenos de sangre al arrancar la última porción de metal con que comprar una bagatela para su muñequita veleidosa.”[12]

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"Cuando no te llega el dinero ni para comenzar el mes, cuando la especulación inmobiliaria te ahoga, cuando ves en una ciudad donde casi hasta respirar está prohibido o tiene coste, tropezarte con un boa de plumas despelucada por la calle es como una señal divina. Te la enredas en el pelo a modo de corona bastarda y elevas la barbilla en medio de la noche. Adoro a esas viejecitas que pasan a mi lado lentas y tambaleantes, pero altivas, con el maquillaje desdibujado por el pulso tembloroso, el fino trazo de sus cejas repasado como un tatuaje de juventud, y vivos colores en sus vestidos trasnochados. Y una dignidad a prueba de bombas y de hambre. (También me encantan las ancianas que deciden pasar de todo y se dejan crecer sus tiesos bigotes.)"[13]

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“Lograr un segundo empleo nunca nos ha liberado del primero. El doble empleo tan solo ha supuesto para las mujeres tener incluso menos tiempo y energía para luchar contra ambos. Además, una mujer que trabaje a tiempo completo en casa o fuera de ella, tanto si está casada como si está soltera, tiene que dedicar horas de trabajo para producir su propia fuerza de trabajo, y las mujeres conocen de sobra la tiranía de esa tarea, ya que un vestido bonito o un buen corte de pelo son condiciones indispensables, ya sea en el mercado matrimonial o en el mercado del trabajo asalariado, para obtener ese empleo”.[14]

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Me encantan las ruquitas de aquí, quisiera tomarles fotos pero tal vez me demanden. Son sublimes, no importa la edad que tengan o lo apergaminadas que estén por la vejez, salen a la calle muy bellas. Sus cabellos como copos de dulce de leche, cortos o recogidos en coquetos moños, bien puestas base y pintadas, con hartas chapitas, bocas rojas, las manos de pasitas con estrictas manicuras, unas dulces, otras fúricas, unas vestidas como abuelas de cuento, otras como punkeras antisociales, otras como adolescentes desenfadadas, llenas de fosforescencias y brillos, muchas fumando desafiantes en la calle, como chicas rebeldes en el otoño colorido de sus vidas.

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"En el antiguo Egipto, delimitar los ojos en negro con Kohl o con una pasta de polvo de carbón espantaba a las moscas y a otros insectos y resultaba al mismo tiempo refrescante frente al sol abrasador. Además, esas sustancias irritaban los conductos lacrimales; los ojos se humedecían y de ese modo parecían más grandes y brillantes. Los párpados solían pintarse con carbonato de cobre verde o cobre en silicato de sodio, ambos colorantes, además del efecto óptico, ejercían un efecto desinfectante".

"A finales del siglo XIX, en Francia, la barra de labios parecía un símbolo fálico, se consideraba una perversión para una mujer decente y en un principio, quedó reservada a bailarinas y actrices. En la década de 1920 el maquillaje, la cosmética y sobre todo la barra de labios de un rojo brillante se convirtieron en símbolos de la emancipación femenina". 

"La cabeza a lo garçón, en la que las mujeres se cortaron sus largos cabellos a comienzos de la década de 1920, se convirtió en el distintivo de unos años en los que la vida en el mundo europeo occidental sufrió cambios trascendentales. Las grandes ciudades vibraban, la moda liberó al cuerpo, y a las mujeres se les abría la posibilidad de desempeñar una actividad profesional y llevar una existencia autónoma."[15]
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“El tercer sexo podía ser la feminista marimacho, la mujer emancipada, la coqueta, la garçón, el homosexual, la sufragista solterona, la lesbiana. Era notoria la dificultad para deslindar fenómenos de naturaleza tan diferente como corrientes de la moda, tendencias sexuales, opciones ideológicas, estado civil o situación profesional. Todo ello parecía corresponder a diferentes aspectos de un mismo problema. El tercer sexo resultaba ser, en definitiva, todo aquello que no respetaba los modelos sexuales, masculino y femenino, definidos de acuerdo a los criterios tradicionales.”[16]




[1]Cristina Márquez para Diario “El Comercio”. 
[2]Ingrid Bejarano Escanilla, “La mujer de las comunidades rurales en el alto Éufrates Sirio”, en Fátima Roldán Castro, editora, La mujer musulmana en la historia, Universidad de Huelva Publicaciones, 2007, p. 25.
[3]Natividad Nebot Calpe, “El collar de la paloma”, libro del siglo XI sobre el amor árabe.
[4]Pierre Bordieau, La dominación masculina.
[5]Simone de Beauvoir, El segundo sexo. 
[6]Carole Franchette, La piel de Elisa
[7]Ana María Cabo González, “Belleza e higiene de la mujer árabe musulmana”, en Fátima Roldán Castro, op. cit.,pp. 55-56.
[8]Pedro Lemebel, Tarántulas en el pelo
[9]Alison Bechdel, Fun Home, pp. 97-99.
[10]Vicente Fernández, Mujeres divinas.
[11]Don Juan de Zabaleta, moralista español del siglo XVII, “El día de la fiesta por la mañana y el día de la fiesta por la tarde”, citado por Francisco Barado, Historia del peinado, edición facsímil, Valladolid, Editorial MAXTOR, 2009, p. 27.
[12]Emilio Carrere (1881-1947)El reino de la calderilla, Madrid, Valdemar, 2006, p. 263. 
[13]Itziar Ziga, Devenir perra
[14]Silvia Federici y Nicole Cox, “Contraatacando desde la cocina”, en El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo, Madrid, Traficantes de sueños, 2018, traducción: María Aránzazu Catalán Altuna, p. 31.
[15]Karin Sagner, "Mujeres admiradas, mujeres bellas. El ideal estético a lo largo de los siglos”.
[16]Aresti, N., Médicos, donjuanes y mujeres modernas. Los ideales de feminidad y masculinidad en el primer tercio del siglo XX, Bilbao: Universidad del País Vasco, 2001.

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