Un balcón está hecho para asomar el cuerpo, sin que se caiga, a la vida que
brota más allá de las paredes, de las ventanas. Un balcón está hecho para en
él, huir de una casa que asfixia, sin salir a la calle. Está hecho para recibir
el calor del sol, para ver la luna, para sentir el viento, para tratar de
encontrarles sentido a las estrellas. Está hecho como comunicante, casi aéreo,
entre un cuerpo y un mundo.
Cuando era niña no tuve nada parecido a un balcón en la casa de mis padres.
Teníamos ventanas y una amplia terraza. Pocos meses antes de casarme mi mami
hizo una importante inversión para que pudiera tener mi habitación propia. Era
una extensión de la casa de un cuarto, una grada pequeña y un altillo. En el
altillo había dos cuartos, uno para mi taller de pintura y otro para los
estudios de las enseñanzas místicas rosacruces de mi mami. Le llamábamos el
cuarto de brujas. En esos cuartos ganados a la casa mi mami y yo, finalmente,
teníamos un espacio propio para nuestras aficiones. En el dormitorio nuevo, que usé poco tiempo,
donde fui muy feliz, había un balcón chiquito. El único y primer balcón de la
casa, que adornamos con plantas en macetas colgantes.
El primer departamento que arrendamos cuando nos casamos con el Diego
también tenía un balcón de tamaño importante. Ahí colgamos, cuando vino la
época electoral, las lonas gigantes de nuestro movimiento político. Cuando
llegó Navidad, le llenamos de luces que chorreaban, tintineantes, el camino de
Belén. El balcón comunicaba con la escuela de Las Marianitas. Me recordaba un
poco al parque que había enfrente de la casa de mis padres. Entonces era la
puerta a la maravilla de un mundo infantil. En los recreos de las niñas, se
oían los gritos, los juegos y la música. A la salida, se veía cómo las apuradas
madres iban a recoger a las guaguas que se distraían comprando salchipapas,
helados, espumillas, mangos con sal o negociando cromos o algún juguete de moda
y de plástico, a los comerciantes que esperaban no ser echados de ahí por la
guardia municipal. En las tardes, en cambio, por el balcón entraba la
maravillosa música de las prácticas de infantes y adolescentes que estudiaban
en el Conservatorio local. Era imposible no amar esa casa. Por eso nos quedamos
en el barrio, pero a la vuelta.
Nuestra casa también tiene un balcón. Viejo y amplio, donde pusimos una
banquita de madera que compramos en la Rotary y pintamos de verde, para ver
pasar a la gente. Allí se dan las mejores conversaciones en las fiestas que
organizamos. Vivimos enfrente de una radio popular y va mucha gente conocida para
entrevistas. Lo que recuerdo más es la salida de una entrevista de Lucio Gutiérrez. Cuando tenía diecisiete años también le vi, desde la altura de una ventana del edificio del área cultural del Banco Central, donde hacía prácticas colegiales, comiéndose una empanada. Las diferencias son claras. Entonces tenía poder y otra nariz. De vez en cuando nos asomamos al balcón para curiosear. A la Tomasa le gustaba especialmente pasar echada en el balcón y ladrar al mundo impunemente. Extraño ahora
mismo ese balcón, porque desde él podía ver la Catedral, Turi y toda la calle
Benigno Malo en las tonalidades distintas que le imprimen los cambios de
colores de las horas.
Aquí, en Sevilla, tenemos también un balcón al que salimos para fumar. Se
escucha cómo los gitanos del barrio conversan, en bullicioso jolgorio. Entran
por el balcón la música, el olor a grasa quemada, las hojas de los árboles que se
caen en el otoño. También por el balcón se puede ver algo del curioso
movimiento del barrio.
El balcón es una manera de estar en la calle sin estar. Es la protección de
la altura lo que da al balcón un encanto que no tiene ningún otro espacio. Es un lugar para pensar. El balcón
es ganarle habitabilidad al aire, un exterior común en las alturas de los vecinos
de un edificio. Es el jardín de quienes no tienen tierra. Es la jaula de los pájaros
que no podemos volar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario