A veces creo que el dolor se puede definir como ausencia de esperanza.
¿Tiene síntomas? Sí, tal vez el sueño y las ganas de no despertar más. El dolor
es un aviso. Se instala en las puntas del pelo. Por eso cortarse el cabello es la forma
en que muchas mujeres expulsan el dolor de sus cabezas. No sé explicar si el dolor
es no poder olvidar o si el dolor es el olvido. O si los recuerdos son
dolorosos.
Me dijo alguna vez una burócrata anciana, cuando lloré sobre su escritorio, agobiada por la indignación de no poder ejercer mi derecho a la petición, que a
mi edad yo no podía llorar porque no conocía qué era el verdadero dolor. ¿Qué
puede ser un dolor verdadero? ¿Cuáles son los dolores por los que la gente nos
puede dar permiso para llorar? Y seguía llorando ese dolor que no era dolor y
que no me daba derecho a llorar. Porque las lágrimas lloran aunque no estén
justificadas. Se salen como un chorro caliente, enérgico, formado por gotas
enormes que desbordan los ojos, los aclaran y los lavan de rabia.
Yo que no he
tenido dolores por los que, según la burócrata, policía del llanto, quepa
llorar, he llorado mucho y con gran teatralidad. La primera vez que lloré como
para que se secaran para siempre mis reservas de lágrimas, fue cuando murió mi
perro Trapo, el cinco de agosto de mil novecientos noventa y seis. Yo tenía
diez años y nunca, hasta ese momento, había sentido que me desgarraban el
pecho, me sacaban el corazón y explotaba en una masa informe y amarga.
Después
vinieron otras circunstancias por las que, de acuerdo con el manual del llanto,
hubiera sido lícito y hasta urgente llorar. Y no lloré. Cuando quise llorar no lloré y a veces,
siempre, lloro sin querer. Mis llantos por lo general tienen efecto retardado y
pasan de la discreción a la explosión violenta y tierna. Como un rocío tibio e
incontenible, las lágrimas se caen de mis ojos e inundan mis papeles, mis
libros, mi almohada o mi ropa. De vez en cuando, alguna palabra, objeto, recuerdo, escena,
frase o visión, revuelve rincones sensibles de mi alma. En ese momento lloro un
poquito, con mucha discreción y sin que nadie se dé cuenta.
Ahí está el misterio del dolor. Que sale de
nuestro control. Ninguna emoción controlada es dolorosa, el dolor es haber
traspasado los límites de lo contenible y manejable. Como esas tímidas lágrimas
que apenas parecen plastificar los ojos y cristalizarlos y se secan con la
risa. Eso no es dolor. El dolor es colmar el vaso y traspasar los límites. Por eso
llorar ayuda a vaciarse para poder llenar el alma de nuevo, hasta que vuelva a
salir, con ayuda de la tristeza, la indignación, la ternura o la rabia, derramada por los ojos.
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