(mi papá, de niño, metió la mano en una máquina de moler maíz,
el dedo sangrante, la madre amorosa, para curarle el dedo
y la cicatriz queda, en esas manos prodigiosas,
con las que un día subirá al cielo,
porque cada cosa que hacen es magistral,
que siempre que yo las tomaba entre las mías
le decía que eran jóvenes,
hasta que la artritis les dio consistencia de nudos,
la artritis que heredó de la madre,
como una molienda permanente,
como recuerdo de la madre que cantaba como pájaro
y que consolaba como paloma).
Hay que estar lo suficientemente triste
Hay que estar lo suficientemente en paz
Para procesar la tristeza
Para meter la tristeza en una máquina de moler tristeza
Y triturarla para que expulse letras.
Luego ordenar las letras,
Formar palabras,
(Unas palabras que acojan como brazos,
de madre con la que se muele maíz,
aunque los dedos sangren)
desde el profundo encanto de la melancolía
Que se añora en las horas felices.
Y contarlo, y decirlo,
Para que perdure.
Yo tengo unos
dedos que vienen del frío,
Los ojos de la
lluvia que rompe de azul el cielo en reposo.
Y la mañana de
amor que los peces amasan
Con complicado
debate.
A pesar de la
luz,
O del río muerto,
O de quiénes
somos
Vuelvo un rato al
parque de enfrente,
Al cielo poblado
de nubes blancas,
También al río de
piedras
Que canta y ríe
Como un hogar.
Yo no existía en
este lugar,
Me es ajena de
gigante esta luna.
La mía era
pequeña,
De modesta
luminosidad,
Como una canica
de plata suspendida en un cielo negro y helado,
Como tallado en
obsidiana.
Mi perra era
negra,
Este continente
rubio me devolvió un perro blanco
Que también perdí.
Mi perra negra no
está.
Recuerdo a veces
sus ojos de paz y tristeza,
De espera,
Y mi llegada,
nunca a tiempo.
Pero aquí también soy el niño del dedo amasado
por la máquina de moler maíz,
soy las manos (aunque menos prodigiosas, más torpes)
atacadas por la artritis de la madre,
la madre que consuela,
que canta como pájaro
y mi propia paloma,
que fuma la noche
de canica de plata.
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