La Panchita nació
el 17 de enero de 2000. Casi con el milenio. Hija de la Agucha, gata que llegó
a la casa porque mis primos y yo le compramos como regalo de cumpleaños a mi
ñaña Antuca, destacó desde chica por su vivacidad. Es común hablar de la
inteligencia clarividente de los gatos. Hay, de hecho, abundante literatura
sobre la sagacidad felina. Pero la Pancha es todo eso con una inmensa dosis de
ternura torpe, de efusividad abrumadora, de amor repartido sin reservas, sin
medir las consecuencias, de conmovedor drama, de histrionismo, casi. La Pancha
nunca ha tenido esa personalidad de gata acotada y elegante, esa pretensión de
indiferencia, de naturaleza digna, decorosa y sobria. Ese abandono de la
humanidad y esa independencia y apego nulo que tienen usualmente los gatos. La Pancha
tiene forma de ser de perra, de bola de lana acomodada nerviosamente en las manos en que se siente a salvo.
Dicen que los
gatos tienen siete vidas. La Panchita, para empezar, no fue la más bonita de la
camada. Tenía unos hermanos plomos, atigrados. Tres, para ser exacta. Desde que
nació, destacaba en la familia, precisamente por ser la más sencilla. Ya decíamos
que esa “blanquita” era vivísima. Nació de tres colores, no como sus hermanos
espumosos y pulchungos, de estampa atigrada. Ella era una gatita hecha de
retazos sucos, plomos atigrados y blancos. Los ojitos, amarillos. La lengua,
rosada. Desde chiquita fue ya muy inteligente, destacaba por su lucidez. Era la
primera en percibir las cosas, dónde estaba la comida, dónde la teta de la
Agucha, dónde el calor.
La primera vida
que perdió la Panchita fue porque se electrocutó. Me acuerdo todavía de esa
noche. La cocina de la casa tenía como una cajita de cables que no habían sido
cubiertos y ella, moneando, moneando, hizo una conexión trágica. Fui la primera
persona que le encontró luego del accidente. Llegué a la cocina oscura, y vi el
cuerpito de la Pancha casi rígido, tendido debajo de los cables, en el piso. Me
asusté mucho. Le llamé a mi mami y descubrimos que, aunque con dificultad,
respiraba. Tenía la boquita quemada. Esta historia podría describirla mucho
mejor mi mami porque ella, aconsejada por mi abuelita, los días siguientes le
acunó en el pecho hasta que, prácticamente, resucitara. Sus expectativas de
vida eran mínimas. La respiración, lenta. Los pronósticos veterinarios,
orientados al inmediato sacrificio. Mi mami le dio, con gotero y con paciencia
amorosa, una alimentación exclusiva de clara de huevo. Durante muchos días ese
fue el único alimento de la Panchita. Sobrevivió con los cálidos y fervorosos cuidados de
mi mami, pero se quedó con un daño neuronal irreversible, que se tradujo en una
voz grave, casi gutural, imagino que alucinaciones (visiones del futuro, porque
mi papi dice siempre, cuando se trata de la Pancha “tiene algo que decirnos,
sabe algo que no sabemos”) unos nervios exacerbados, un espíritu huraño y miedoso con personas desconocidas, pero también un vínculo incondicional con quienes siente afecto.
La Panchita tiene la
característica de percibir el dolor, practica la misericordia y la empatía. Cuando hay alguien en la casa enferma, triste,
preocupada, la Panchita se apega mucho. Es como si quisiera tomar el dolor para
sí misma porque la electrocución le revistió de extraños poderes. Nadie en la
casa podría negar que cuando está triste, la Panchita se acerca, sin previo
aviso. También le gusta, cuando nos sentamos en la sala, lamer el cabello de
las personas, como si su lengua rasposa peinara.
En otra ocasión,
la Panchita desapareció, varios días. Mi mami fue a buscarle por todo el
barrio, sin éxito. Un día, regresó a la casa, cuando habíamos pensado lo peor. Se
fue apenas de paseo.
Alguna vez la
Panchita, con lo escandalosa que era, dejó de llorar. Cuando nos fijamos, su
carita estaba estática y tenía la boca abierta, permanentemente. Fue entonces
cuando mi mami descubrió que brillaba una enorme espina de pescado en la
garganta de la pequeña. Fue una operación de mucho cuidado y delicadeza,
sacarle la espina. Un hilo de sangre salió detrás. Tardó unos días en
recuperarse. Otra vida de la
Panchita que el destino segó, fue cuando se cayó desde el segundo piso, por la
ventana. Por ser inquieta se lanzó sin que pudiéramos impedirlo. No pasó de un
buen susto, afortunadamente.
Yo creo que otra
vida que la Panchita perdió, fue cuando dio a luz. Su hermana Amelita y ella
quedaron encintas casi al mismo tiempo. La Amelita no tuvo problema alguno en
el parto. Hizo todo sola y le encontramos metida en una cajita, con los guaguas
ya limpiecitos y con la lanita esponjada, lactando tranquilos. En cambio, la
Panchita, tal vez por el trauma cerebral de la electrocución que sufrión, una madrugada, llegó a mi cama. Me tomó de las manos y
me miraba fijamente a los ojos, como pidiendo ayuda. Yo trataba de consolarle
en el trabajo de parto. El primer bebé tardó mucho en salir. Hasta eso, le
desperté a mi mami para que nos ayudara en el alumbramiento. La Panchita no sabía que debía abrir la placenta del bebé y el primero murió, ya era demasiado
tarde. Los cuatro restantes salieron muy bien y al poco tiempo, con
efecto retardado, la Panchita pudo hacerse cargo de sus bebés sin problema
alguno.
Paradójicamente,
la vida que parecía más frágil de todas, por los accidentes frecuentes, era la
de la Panchita. La Agucha, su mamá, tuvo cuatro gatitos. Uno murió al poco
tiempo de nacer y el Rafico y la Amelia tuvieron muertes trágicas, provocadas y
tempranas. La Panchita, con tantos accidentes, sucesivos, ha sobrevivido a sus
tres hermanos y tal vez sobreviva a su anciana madre.
Ahora que estoy
lejos de la casa y de la Panchita, me cuentan que la pequeña estuvo enfermita
dos semanas y que le tuvieron que operar. Tiene a la fecha como diecisiete
años. Salió, una vez más, airosa de la operación y está convaleciente. No puedo
hacer más que entristecerme por la enfermedad de la Panchita y dedicarle unas
líneas. Que te recuperes pronto, preciosa. Tu hermana, Pepita.
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