Yo no podría confiar en alguien que no amara leer poesía. Tendría que leerla siempre, constantemente, sin buscar, necesariamente, mensajes o significados profundos en las letras. Cuanto más compactos fueran los poemas, mejor. Y tendría, asimismo, que escribir, al acabar un volumen, una nota en la página dos que dijera cuándo lo leyó y de qué color estaba el cielo al terminar la obra.
Finalmente, tendría que doblar con mucho cuidado y sin hacer escándalo,las esquinas de las hojas donde están los poemas favoritos, en diminutos triángulos equiláteros, para no perder de vista la belleza encontrada con esfuerzo entre unos poemas que entibian el corazón y otros que no lo tocan en ese momento. Entonces, el libro quedaría (si es propio, sobre todo) repleto, huérfano o apenas poblado de pequeños triángulos equiláteros que señalan las líneas de preferencia de quien ha leído.
Así, la mejor forma de conocer a una persona, sería a través de percibir cómo deja sus libros de poesía luego de haberlos leído. Tomar poemas al azar, hojeando un libro, no da los mismos resultados. Esto porque encontrar, como tesoro, un poema que habla sobe asuntos que inquietan nuestras almas, ha de ser trabajado, ganado a pulso. No se trata de dejar al azar la llegada a la vida de un poema. Se trata de trabajar la llegada, de buscarla, de invocarla.
Como quien borda o teje para un ser amado, en actividad monótona, interrumpida, a veces, por la felicidad de la conjunción, del encuentro donde se sabe, con certeza, que aquellas palabras fueron escritas para este momento. Esa impresión bien podría escribirse luego, en la página dos del libro, luego de la anotación correspondiente sobre el color del cielo de ese momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario