Le llevamos a la Tomasa para un acicalamiento completo, frente a María Auxiliadora en la tarde del sábado. Cuenca estaba radiante, iluminada, tibia. Tres y media de la tarde. Nos dio pereza regresar inmediatamente a la casa y fuimos al Monte Bianco a tomarnos un helado. El mío de frutilla, el del Diego, de mandarina, mientras nuestra pequeña estaba en la peluquería, siendo mimada.
Cuando terminamos el helado, inesperadamente, una lluvia torrencial chocó contra los adoquines tibios. Sin ropa adecuada, sin paraguas, apuramos el paso para llegar a la casa, a unas cinco cuadras. Nunca nos imaginamos que sería el diluvio universal. Comenzó a llover con furia y con granizo abundante. Corríamos para llegar a nuestro destino, porque la lluvia parecía interminable, ni siquiera de las que dan oportunidad para guarecerse en algún lugar. Los granizos, como canicas heladas, o picos de palomas vengativas, nos acuchillaron por tres cuadras. Y llegamos a la casa, chorreando. Yo tenía hielo en la cabeza. Luego tuvimos que enfrentar la posible inundación del patio y cambiarnos de ropa.
Más tarde, vi cómo en el Facebook y en el Twitter, mis contactos mostraban fotos impresionantes de la granizada. Cuenca, en su ser andino, parecía cerrando un poco los ojos y con filtros de Instagram alguna ciudad norteamericana o europea en invierno. Y pensé que el granizo es la nieve de los pobres o, con optimismo, de los preciosos países primaverales que no tenemos estaciones. Entonces, mi amigo Daniel me hizo acuerdo de los bolos, esos hielos económicos que nos alegraban la vida en la infancia.
Recuerdo que cuando era pequeña, reuníamos con mis hermanas moneditas para comprar bolos en la tienda. En mi infancia los bolos que se vendían eran marca Rico. Venían en dos modalidades: suave o duro. Así había que pedirlos en la tienda. Los suaves, al ambiente, los duros, congelados. No había diferencia en el precio pero sí dependía mucho el consumo de un bolo suave o duro, del clima. También había dos tamaños de bolo. El de cincuenta sucres mediría unos veinticinco centímetros y el de cien sucres medía cincuenta centímetros. Venían en varios colores: tomate, amarillo, rojo, morado, verde y cardenillo.
El monopolio de los Bolos Rico, se derritió al irrumpir en el mercado una versión más humilde y acaso más accesible de esta golosina: los Bolos Robin. No había, en realidad, gran diferencia entre ambas marcas. Tal vez los Rico daban a sus consumidores un estatus más elevado. Una vez con el bolo comprado, lo que hacíamos era chupar hasta que quedaba un hielo blanco, cilíndrico, adelgazado por la succión, dentro de una delgada funda. Luego, se abría con los dientes el plástico de los bolos Rico o Robin para convertir ese granizo artificial en nieve en la boca, que terminaba por deshacerse en un insípido líquido, con reminiscencias de azúcar y colorante.
Los bolos eran para niños, niñas y personas de todas las edades, posibilidades económicas de frescor. Los vendían en las tiendas del barrio y en los bares de las escuelas. En esa época ya se comercializaban los helados Pingüino en carritos y en frigoríficos, pero su precio los hacía accesibles sólo en compañía del padre, la madre, algún tío o la abuelita; o como adquisición propia si alguien nos había metido en la mano como secreto/premio, un billetito por una buena acción, un cumpleaños, un bautizo o primera comunión. Los bolos, en cambio, se podían comprar con alguna moneda rescatada de la rendija del mueble, encontrada en el piso, extraida en secreto de la alcancía, o con vueltos de la compra del atún, el pan y los huevos en la tienda.
Cuando devine adolescente, entró en la escena del mercado local una nueva marca de bolos, que superaba en presentación y sofisticación a la entonces supremacía de Rico y Robin. La propaganda estaba en la tele, algo inédito para un alimento humilde. Los colores eran más vivos. La presentación era única: no una funda con líquido congelado, sino un plástico más rígido con un cilindro en forma de reloj de arena. Eran los Bolos Poki, cuyo plus consistía en que podían dividirse y consumirse entre dos. Entonces, una forma sutil de declarar amor o empatía, era compartir la mitad del Poki, que no se le daba a cualquiera. El sabor de este sofisticado bolo no era la gran cosa. Su caída, como su auge, fueron inmediatos. Cuántas historias se tejerían con un bolo Poki como testigo… Pasó cierto tiempo y Rico y Robin se volvieron a dividir ventas, cual mitades de Poki.
Sin embargo, la tranquilidad de Rico y Robin no duró mucho, pues vendría desde Colombia un bolo industrial nuevo. Ya no se trataba de una funda transparente, con impresión en blanco y azul, con registro sanitario en trámite. Era un empaque elegante, con un oso blanco que refrescaba con su glacial ánimo las tardes tropicales del callejón interandino. Además, se comenzó a vender en las calles, con la generación de cientos de empleos para trabajadoras/es autónomos. Su nombre: Bon Ice. Esta marca llegó para quedarse. Ahorraba el trabajo de abrir con los dientes el bolo helado. Las y los vendedores de Bon Ice, tienen una práctica cuchilla que corta la funda en segundos. Aparecieron los bolos de yogur, novedad para la sed infantil. Eran más ricos, más azucarados. No se hacían blancos tan fácilmente. Eran más caros.
Los siguen vendiendo en las calles y las tiendas.
Consulté en Wikipedia información básica para enriquecer este post. Puse en Google “bolo” y salieron otras cosas, unas tortas y el juego de bolos. Busqué “Bolos Rico” y “Bolos Robin” y no obtuve resultado alguno. Luego descubrí, indagando un poco más, que este alimento austero, se llama también “Boli” o “Congelada” y que, de acuerdo con el país, recibe nombres distintos e inquietantes como: naranjú, vikingo, bolo, hielito, cubo, chupichupi, saborín, bambino, bollos, duros, duro frío, raspaíto, marcianos, chupps, helado en bolsita, sabalito, charamusca, Malo kinada, Gelatinas de hielo y Yunglis de la jungli entre otros. Me emocionó ver de cerca la diversidad del mundo, caleidoscópica, a través de los nombres de los “Yunglis de la jungli” que acá en Ecuador son bolos, a secas.
Generalmente, dice Wikipedia, son consumidos en época de calor, aunque pueden ser adquiridos durante todo el año.
Los bolos pueden ser artesanales, caseros o industriales. Siempre más baratos que un helado y, por lo tanto, ligados a economías de subsistencia, tanto de quienes los producen como de quienes los consumen. Así, hay historias conmovedoras como la de una congregación de monjitas en Barranquilla, Colombia, que alimentan a un grupo de adultos/as mayores con los fondos recaudados a través de la elaboración y venta de bolis, congeladas, marcianos, chupichupi, etc.
El mundo de los bolos me trae de vuelta la maravillosa imagen de una mañana de calor insoportable en la infancia, de las ventas afuera de las escuelas, de cómo soportar el hacinamiento en un bus sin sofocarse, de la refrigeradora de la tienda de mi abuelita, con un importante stock de Bolos Rico, (los morados se vendían menos, esto merecería un estudio aparte) del premio por la visita al dentista y de cómo el ser humano ha enfrentado el calor, desde tiempos inmemoriales, con soluciones congeladas. Así como el granizo es la nieve de los pobres, el bolo es el helado del pueblo.
Refrescarse es posible, para todos los bolsillos. Gracias por su atención.
*Tipo de helado elaborado a partir de jugos de frutas naturales o de una solución azucarada con colorantes y saborizantes artificiales que se envuelve o no en un empaque o bolsa de plástico cerrada y se congela (o no).
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