(Escrito en 2007)
Una mañana de
enero, al levantarse, descubrió que el pan que había dejado la noche anterior ya no estaba en su sitio. Perturbado, se detuvo un momento para recordar dónde podía estar. Sintió
una picazón del dedo gordo del pie y encontró que allí, succionándolo, estaba
una hormiga. Lleno de amor por la creación, hizo un movimiento digno del mejor
contorsionista. Se llevó el dedo del pie a la mano y con el cariño de las yemas
de sus dedos, extrajo suavemente al insecto y le dijo: “conque me has picado”.
Sonrió ampliamente, tomó una servilleta y colocó en ella a la criatura
que, tranquilamente, caminaba con el estómago satisfecho de sangre de humano
que acababa de despertar.
Una vez cumplida
su misión de amor de esa mañana, tomó la servilleta y la llevó hacia el jardín.
Liberó a la hormiguita en las hojas de un árbol de cedrón y regresó a la
cocina. En el momento en el que abría la puerta, algo insólito ocurrió:
caminaba el pan que compró la noche anterior para el desayuno, transportado por
más de doscientas hormigas.
Maravillado por
los misterios de la madre naturaleza, contempló la escena con un interés casi científico
y siguió con sus ojos el camino que recorrían las hormigas. Decidió desayunar
leche y comer algo más tarde en el trabajo, pues su corazón sentía el alivio de
la generosidad. Su bondad había alimentado a esas doscientas criaturas.
En el momento de
tomar la leche, un punto negro llamó su atención. Era otra hormiguita, que
desesperada se ahogaba en el blanco líquido. Tomó con paciencia de investigador
una cuchara muy pequeña para construir un bote salvavidas y lanzarlo al Mar Lácteo.
Fue así como la
hormiga, agradecida, hubo de arrojar la leche que había tragado por la nariz y
movía con dificultad y alegría las patitas de seda. Ya respiraba y volvía a la
vida. Miró entonces con ojos agradecidos a su protector y exhaló un
suspiro de victoria.
Ese sonido
acompañó al buen hombre toda la mañana, la alegría de saberse respetuoso de la
creación y el privilegio de haber presenciado una extraña construcción divina,
de la que sólo había tenido noticia a través de elaborados documentales sobre
la vida animal.
(¿Qué secretos
guardarían esas almas pequeñas, esos cuerpos invertebrados?)
Envuelto con
estos pensamientos, partió a su trabajo y comentó con sus compañeros y con el
lustrabotas, que a diario le dejaba leer gratis el periódico, sobre este
particular.
Llegó a su casa a
las seis y media, luego de que el bus llegara a la calle Pan de Azúcar y al
entrar, advirtió el cambio de color en su hogar. Había varias
secciones de la pared surcadas por rayas negras, con vida propia. Tropas
enteras de hormigas reconocían el lugar y en su andar sincronizado y sobrio,
dibujaban en las blancas paredes figuras de notable hermosura.
De sus ojos
salieron lágrimas. Estaba terriblemente emocionado por contemplar ese
espectáculo y porque su morada pudiera ser la de todas las hormigas del barrio.
Fue a la tienda a comprar azúcar y mermelada y embargado por la ilusión, contó
detalladamente a la tendera aquello que le estaba pasando. Ella sonrió y no
hizo mayor comentario.
De regreso a casa
apartó los cuadros de las paredes, arrinconó algunos muebles y amplió el
espacio para que las hormigas pudieran pasear a sus anchas. Colocó en un lugar
especialmente acogedor de la casa, un plato en el que había azúcar, hojas y
mermelada. Contemplaba feliz el festín de sus comensales y ya cansado, se
retiró a su cama.
Antes de
acostarse, fabricó con el velo de novia que fue de su difunta madre, última
compañía que tuvo, un toldo lo suficientemente amplio como para proteger su
cuerpo de una eventual mordida.
Durmió
plácidamente y en su sueño había hormigas de todos los tamaños. Solamente
hormigas. Con alas, sin alas, con antenas, de cuerpos forrados en plástico
brillante.
Al despertar
advirtió la armonía de la mañana entrar por su ventana a través de los rayos
del sol. Los árboles se agitaban por un suave viento y decidió quedarse dormido
unos momentos más: era sábado.
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