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martes, 7 de febrero de 2017

México, vivir siete vidas en siete días

Viajamos a México con el Diego una semana, entre enero y febrero de 2017. No puedo escribir tanto como debería, de México, pues me faltarían las palabras. Encuentro todo magnánimo. Monumental, espectacular, apoteósico. Y esa inmensidad de lo colosal, cobija como mundos chiquitos. 

Un niño Dios provisto de individualidad se encuentra dormido dentro de un coche infantil, casi como si fuera un bebé de verdad. Una señora baja las escaleras del metro con sandalias de tiras con cristales swarovski, medias de lana caladas hasta media pierna y falda estilo sastre. 

La inmensidad de la megalópolis convive con las historias mínimas de la gente. En Coyoacán, José Luis y Mauricio, nos reciben con la cortesía sabia de los caballeros de antes. La casa de Mauricio es absolutamente bella. Parece ser de un sueño. Allí vivió los últimos años con su madre, una famosa pintora mexicana y vive hoy con sus gatas plácidas, Flora y Fauna. Para mí fue una sorpresa la pequeñez del mundo y saber que las coincidencias traspasan fronteras. Quizás mi primer contacto en Facebook, hace diez años casi, fue un joven pintor mexicano, quien resulta ser sobrino de Mauricio, nuestro anfitrión. Coyoacán es un sitio hermoso. Tiene algo de la tranquilidad de Cuenca. Un aire de Palermo Viejo, en Buenos Aires, de la Floresta en Quito, de Montmartre, en París. Tiene mucho de barrio, de espacio residencial amigable. Tiendas de esquina, restaurantes, cafeterías, plazas de artesanos y artistas, venta de chocolate caliente con churros y parques donde las parejas se besan sin escrúpulos. Así debe ser el paraíso, besarse en la calle y que no importe. Como soñaba Lemebel que fuera Chile, tal vez de lo poco que envidiaba de Nueva York. Besarse en la calle, algo tan simple y tan urgente. 

El metro de México es quizás aquello a lo que más he temido, hablamos siempre de él como ejemplo del colapso en la movilidad. Es viejo, hay hacinamiento y mucha sordidez. Pero también es como subirse a cualquier bus cuencano en hora pico. Sólo que sin música. 

Estábamos a mitad del viaje y tuvimos momentos sobre cogedores. Visitar el Castillo de Chapultepec, con sus ardillas libres en árboles centenarios, alimentadas por la curiosidad y las migas que les tiran los niños. El Zócalo, contaminado y enorme, vivo, alegre y caótico. Bellas Artes, una escultura afrancesada de los días de Porfirio, blanqueamiento frufrú que ahoga con volutas y mármol. Bellísimo. El Museo de Antropología, estructura gigante y amable, que recoge los pasos de la humanidad desde Lucy hasta nuestros días. El Museo de Arte Moderno, con un bello jardín de exuberancia selvática. La Cineteca Nacional, espacio abierto, plural y contemporáneo, que cobija los sueños de jóvenes credorxs. La Cámara de Diputados, como juntar muchas asambleas nacionales para estremecerse y cansarse con la retórica de discursos melodramáticos. El Palacio de Minería, juntar cinco Cortes Provinciales de Justicia del Azuay y decorarlas con pájaros que trinan felices. La Casa de Frida Kahlo. Un sinnúmero de tiendas y librerías preciosas, de mercados al aire libre, de puestos de comida para calmar el hambre al paso, con tortillas, tamales, bolillos y picante. Todo esto fue para mí altamente espiritual. 

Creo que de las cosas que más me han llegado al corazón, fue la visita al Museo del Estanquillo, con un homenaje a las manías y colecciones personales de Carlos Monsiváis, uno de mis seres favoritos en el mundo. Cuando veo cosas como esas, sé que no estoy sola en mi propensión a juntar objetos y meterlos en frascos. Tampoco es sólo mía la afición de mirar vitrinas o de aprisionar imágenes en relicarios, fundas de mica y marcos. 

Otro momento hermoso, fue la visita al Museo de la Tortura, una muestra de las infinitas formas en que el ser humano puede ser imbécil, como diría Ortega y Gasset. Me gustó el compromiso social del Museo, porque el enfoque desde el que abordaba la historia de la tortura, tenía presentes las formas diferenciadas por sexo, de martirizar. Destacaba cómo la sexualidad femenina ha sido silenciada y censurada. Y cómo existe una suerte, incluso entre verdugos y víctimas, de pacto en torno a la intocabilidad del pene, contrastada con la frecuencia de lesiones dirigidas a mujeres que cercenaban pezones y que lastimaban la cavidad vaginal, uterina y anal (para los homosexuales "pasivos"). Así, la tortura, según la narrativa del Museo, no es un fenómeno pasado. Es actual y la vida debe irse en vigilar que no pase y en denunciar y erradicar formas atávicas y formas actuales y más sutiles de violencia. 

La visita inesperada al Museo de Arte Moderno (luego de nuestro paso por el Museo de Antropología) me dejó algunos regalos. Conocí a dos mujeres maravillosas (hay una sobre explotación de la imagen de Frida que resulta cansona) Leonora Carrington, a través de sus inquietantes y transparentes cuadros, como dientes de león que sugieren universos, y Remedios Varo, una gran pintora catalana-mexicana, surrealista. Sus pinturas son fantásticas y las descripciones que de ellas hizo me recordaron a algunos cuentos míos de la adolescencia, o a cómo he imaginado que debería ser la vida, si se nos permitiese cortarla perfectamente, a medida de los deseos. 

Hay un ser retratado desde la imaginación de Remedios (Vagabundo, se llama el cuadro) que fue para ella uno de los mejores cuadros que pintó. "Es un modelo de traje de vagabundo, pero se trata de un vagabundo no liberado, es un traje muy práctico y cómodo, como locomoción tiene tracción delantera, si se levanta el bastón, se detiene, el traje se puede cerrar herméticamente por la noche, tiene una puertecilla que se puede cerrar con llave, algunas partes del traje son de madera, pero como digo, el hombre no está liberado: en un lado del traje hay un recoveco que equivale a la sala, allí hay un retrato colgado y tres libros, en el pecho lleva una maceta donde cultiva una rosa, planta más fina y delicada que las encuentra por esos bosques, pero necesita el retrato, la rosa (añoranza de un jardincito de una casa) y su gato; no es verdaderamente libre". Las delicadas y desconcertantes pinturas de Remedios y Leonora son ejemplo de la riqueza de alma y de historias que albergan los corazones de las mujeres. 

En esa tarde fuimos al Museo de Frida Kahlo, a un par de cuadras de la casa en la que nos hospedamos. Tuvimos suerte de no hacer mucha fila. Yo sentí que ya había estado en esa casa, porque hice muchas veces el recorrido virtual. Me encantó encontrar algunas fotos nuevas y pinturas inacabadas que nunca había visto. El espacio más hermoso de la casa (y hay muchos) es el taller de ella. Mi taller es bien chiquito en comparación, pero ya no me sentiré mal por acumular corotitos, porque siempre pueden verse hermosos y especiales dentro de un frasco o vitrina, sobre todo si tienen valor sentimental. 

En la mañana del primero de febrero, asistimos a dos importantes acontecimientos: la inauguración del XIII Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, en el Palacio de Minería y la Sesión Solemne de la Cámara de Diputados Mexicana, por el centenario de la Constitución de Quetétaro. En el Congreso, tuve el privilegio de escuchar a grandes personalidades (lástima que sólo hubo en la Mesa dos mujeres) y sus discursos me devolvieron un poquito la confianza en el derecho y la política, luego de un largo período de desencantamiento. 

Fuimos a lugares bellos y siniestros, al mismo tiempo, como la Plaza Garibaldi. Donde mariachis y bandas norteñas ofrecen su repertorio musical a lxs paseantes. México es lugar de contrastes, de desigualdades de una cuadra a otra. Colonias preciosas y elegantes, descaradamente ricas. Y barrios humildes, donde se respira el abandono del estado.

Cómo olvidar Xochimilco, el lugar más alejado al que pudimos ir. Un caudal lleno de coloridas "Trajineras" con nombres de mujeres, decoradas con esa necesidad barroca y latinoamericana de pintar inmediatamente todo. Nos pusimos con la Fernanda coronas de flores en la cabeza, cual princesas, bebimos cervezas y nos dejamos cautivar por los ritmos eufóricos de una alegre banda norteña. Flotamos felices, chocando con otras embarcaciones.

Dos espacios se quedaron en mi corazón y reafirmaron mis convicciones. El primero, el Museo de la Mujer, en el centro ubicado. Una casa preciosa, pequeña, donde se respira una intención militante. Recoge con creativos y modernos recursos la historia de las mujeres mexicanas. La memoria de las ancestras. Los cautiverios de las mujeres. Es muy emotivo y didáctico. Un recurso extraordinario para que todas las generaciones conozcan cómo nos ha costado a las mujeres el reconocimiento de cada uno de nuestros derechos. Que aún no somos iguales. 

Y, finalmente, el Museo de la Memoria y la Tolerancia, donde visitamos la Exposición Temporal "Feminicidios en México". Es un montaje magistral, educativo y sensible que nos hizo llorar a mocos y babas. Enseña los conceptos básicos, da cifras de la pandemia de la forma más extrema de la violencia hacia las mujeres y tiene una sección especial dedicada a las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez. Sus rostros, sus historias y habitaciones enteras de expedientes judiciales empolvados, donde la impunidad campea. Las fotografías de las madres de las desaparecidas, de las asesinadas, de las que fueron a comprar pan y nunca regresaron a su casa, de las miles de mujeres que se movilizan por una vida libre de violencias. La parte más estremecedora, es la exposición "Cuartos Vacíos", de Mayra Martell, una fotógrafa valiente y comprometida, que ha dedicado parte de su vida a recorrer las habitaciones intactas de las asesinadas. En todas hay objetos personales, ropas y peluches. Sus cartas, su decoración del cuarto propio, sus listas de deseos de lo que querían hacer en sus vidas, segadas por la violencia machista. Lloré mucho, como no había llorado en varios días. Por ellas, por todas las víctimas de violencia. Por mí y por el compromiso feminista que nace de la rabia, de la indignación, siempre. Que también da esperanza la tristeza. 


México, ciudad gigante, que no se acaba de conocer nunca. Allá regresaré a recoger mis pasos, en la aventura de la vida abierta, contemplada desde los ojos inteligentes, llorosos y soñadores de muchas mujeres.


P.D.: Tuvimos la dicha de conocer historias curiosas de la vida mexicana. La primera, que nos contó José Luis. Su madre arrendaba departamentos y uno de ellos fue habitado por Ramón Valdés, el entrañable Don Ramón. Como en El Chavo del Ocho, en la vida real, Don Ramón no era bueno para pagar las cuentas. Acumuló dos años de pensiones, que quiso pagar con carros viejos, apilados en un garaje. Hasta que un boy scout, desde su estoicismo, logró lo que no pudo ni un abogado. Desalojar al moroso. Lo que no pudo el señor Barriga.

Hablando del Señor Barriga. En la Cineteca Nacional, vimos nada menos que al mismísimo Edgar Vivar. Muy pequeñito él. Le pedimos que se tomara una foto con nosotrxs y dijo "déjenme ir primero al baño". Lucía como una estrella cansada de los flashes. Por amor a su memoria como héroe de la infancia, le dejamos en paz, no insistimos.

Me encontré en la Cámara de Diputados con Carmencita Salinas, ídola popular de la televisión mexicana. Feliz, me tomé una foto con ella. Fue cálida a diferencia de Edgar Vivar. Me dijo que conocía Ecuador, que había estado en una feria de banano en Machala. Es diputada allá, pero va "de ojo seco". Asiste poco o nada a las sesiones. Se ríe de sí misma compartiendo los memes que de ella hacen los muchachos majaderos.

Frida Kahlo era un personaje querido por los niños de Coyoacán. Ella les invitaba a los guaguas a jugar al fútbol en su casa, a cambio de la ilusión de contemplarlos. En recompensa, cuando ya estaban cansados, les ofrecía agua de chía y limón que tenía en una vitrola.


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