Yo quiero ver las diminutas zanjas de sus huellas
en una piel delgada como pétalo, transparente,
de venas donde palpitan corrientes de corazón.
El bebé no está. Su
camita lista. Sus ropitas y el bebé no está. Duerme un sueño profundo,
allá en la caja de cristal que la ciencia le procura, como en el vientre
de su madre. Duerme tranquilo, no necesita oxígeno, se alimenta de la
luz y del plancton del aire, aún no abre los ojos, o los abre hacia adentro, donde se
comunica con el interior que debe ser hermoso en un bebé. Llegó
la leche y el bebé no está. Habita un entorno lácteo de vitrina, aislado
del universo bellísimo y ácido que nos cobija al resto de mortales que abrimos los ojos y que quisiéramos cerrarlos a veces. Está seguro, abrigado, en
espera de salir y abrazarse de su madre, de agarrar con sus dedos
delicados y finísimos, el pulgar de su papá.
La madre llora, llegó
la leche y no llega el bebé. La cunita lista. La camita. Las paraditas
de ropa. La abuelita pendiente. Las tetitas esterilizadas. Su madre le
piensa. No hay lugar para más en su mente, en su mundo absolutamente
transformado por el advenimiento del ángel, del diminuto presagio que
goza de viabilidad. Que hace poco iba con ella, dentro, para todos
lados. De esa persona pequeña que abrirá los ojos, que reclamará con la
boca, que tendrá los dedos que habrá que contarle a ver si son diez, con
huellas desde ya únicas y marcadas como zanjas de profundidad
microscópica, en una piel delgada como pétalo, como cáscara de durazno,
como lámina transparente de venas delicadas por donde palpita el rojo
del corazón.
El bebé duerme en su
caja, como metáfora del descanso feliz, ingenuo, de quien aún no conoce
el exterior. De a quien el mundo le hace un mundo otro para que duerma. Y
cuál es el apuro de salir. Si dentro de la madre se está mejor que en
ningún lado. Si la caja de cristal puede ser esa barriga de madre, donde
no existe la maldad de la gente, ni los ojos de las tías locas
amorosas, ni las visitas de las abuelas, ni las lanas de las gatas, ni
la mano de tabaco del abuelo.
Si la vida de afuera no es un
lugar confiable. Hay que resguardarse de ella. Como quien se envuelve en
una media. Como la hermosa flor de poliéster que resiste al paso del
tiempo dentro de una película plástica. Como el peluche que se niega a
envejecer dentro de la vitrina. Como el maravilloso conjunto de muebles
que, cubiertos de mica, nunca conocieron el polvo ni su maldad.
Como el pollito que
bien está dentro del cascarón. Un pollito húmedo, tibio, de ojos
cerrados por la transparencia de párpado en introspección.
La mamá llora, piensa
en el bebé. La bañera, el sonajero, las cobijitas. Los ajuares de
crochet hechos por las manos amorosas de las abuelas. Los pañalitos.
-Duerme mi pequeño, no vale la pena despertar-
Duerme
en tu cajita. Crece mucho. Crece tanto que la caja sea ñuta para tu
grandeza. Crece hasta que puedas respirar afuera y acurrucarte en los brazos de tu madre. En los ojos de tu padre. En el ambiente
de leche y abrigo que espera en la casa. Crece bebé. Deja la caja. Como
los peces que sueñan que alguien los libere de la pecera, porque solos
en la pecera entristecen y sueñan con el río, o con el mar.
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