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martes, 1 de mayo de 2018

Cuchara floreada y Coral negro

En su Poética del espacio, Bachelard concibe a la casa como “la plenitud primera” y el lugar de los seres protectores. El calendario de la vida solo podría establecerse en su imaginería y, en el acto de memoria, para el conocimiento de la intimidad es más urgente que la determinación de las fechas, la localización de nuestra intimidad en los espacios.[1]
La casa -que por antonomasia es la casa de la madre y el padre- sería símbolo de identidad, afecto y arraigo, al que se añora regresar desde la distancia del tiempo, el exilio o la ruptura. Para matizar esa visión idealizada, desde la crítica feminista, la casa también se comprende como un espacio de riesgo, violencia, dominación y ejercicio de poder patriarcal sobre las mujeres, las niñas y los niños. Cada quien reconstruirá desde su particular experiencia, con matices y collages estético/afectivos, su imagen, o más bien, recuerdo, de la propia casa. Hoy quisiera reconstruir para ustedes un poco de mi casa, lugar donde habitan mis amados padres con cuatro gatas -dos jóvenes y dos ancianas- el nido que compartieron con nosotras, tres hijas, por más de treinta años, hasta que, paulatinamente, con sendos quipis, la dejamos para seguir con nuestras vidas. 
Pero a nuestra casa siempre volvemos, en alegre visita. Dicha morada, con renovados ambientes interiores, no ha perdido la huella de algunos adminículos, corotos o francamente, chucherías, que alguna vez nos importaron. Mezei destaca que varios trabajos autobiográficos asocian espacios privados y experiencias de la niñez con la evolución de la conciencia interior. Los espacios domésticos, que han sido percibidos ordinariamente como banales e incluso insignificantes, son vitales para la formación de la memoria, de la imaginación y del “yo”. El espacio geográfico donde se ubica la casa, los paisajes, la fachada y la decoración interior, hasta en los objetos más pequeños, expresan y afectan la identidad individual y la composición de la escritura y la imagen. Hay una simbiosis entre el espacio y la vida que simboliza y determina la expresión narrativa.[2]
He escogido para este texto evocar dos objetos de importancia clave en el relato de la ambivalente relación de amor-odio entre mis hermanas y yo mientras convivimos en la casa. La casa también es el espacio/tiempo de batallas fratricidas por territorios y objetos y de ejercicio abusivo de micro poderes, envidias, violencia y desencuentros entre casi iguales: 

1.  La Cuchara floreada
Era yo muy pequeña. Mis recuerdos de la cuchara floreada en sí son borrosos. Era una cuchara normal, sino se habría extraviado de algún juego de cucharas floreadas. No sabemos cómo llegó a la casa. Lo que hacía preciosa a esta cuchara, era su distinción. Era diferente a las demás de la casa, que tenían apenas una franja poblada de flores como adorno. En la Floreada, el estampado vegetal inundaba todo el mango, sin bordes. Era un poco más grande y redonda que el resto y con eso bastaba para sobresalir. Comer con la Cuchara floreada era una pequeña victoria. Con ella, un humilde arroz con huevo o atún se transformaba en un manjar delicado. Mis hermanas -llegaron a ser mis primas también- y yo, ocultábamos la cuchara para ser las siguientes en usarla. Estábamos constantemente pendientes del descuido de quien la tenía en ese momento para hurtarla y dejarla a salvo, como tesoro, para exhibirla en la próxima comida familiar. No había mayor alegría que comer con aquella sopera. La decoración de los mangos de las cucharas con motivos de fantasía se remonta a las más antiguas civilizaciones. Floreada parecía conocer su importancia y a veces, esquiva, desaparecía. Las amargas batallas por ella: concursos, premios, chantajes, apuestas, intervenciones de adultxs, llantos, reclamos y leve violencia física entre pares, marcaron nuestra infancia. Muchos años después de su misteriosa desaparición, con la que cesaron esas peleas, mi mami -si no recuerdo mal- nos confesó que ella se hizo cargo de destruir a la cuchara -o acaso guardarla- para tener algo de concordia en el hogar que con ilusión había formado.

2. Coral negro
Alguna vez le regalaron a mi madre (o lo compró, no me acuerdo) un perfume llamado Coral negro. Estoy ayudando a mi memoria, nítida en cuanto a la imagen de la pretenciosa botella, con Google, para revivir más detalles. Las fotografías que la red me devuelve cuando busco Coral negro, en frívolo déjà vu, me remontan al baño de la casa y a otro período feliz de mi infancia. Cuando mi mami llegó a la casa con la fragancia de origen cubano, modesta en precio pero escandalosa en aroma, diseñada por Suchel Camacho, de la familia olfativa almizcle floral amaderado para mujeres; cuyas notas de salida son gálbano y limón (lima ácida); las notas de corazón son rosa, sándalo y jazmín; las notas de fondo son almizcle y ámbar gris; se activa mi memoria olfativa y revivo aquellas rencillas en que nos amenazábamos con mis hermanas: "si te portas mal te rocío de Coral negro". Así, gran parte de esa época vivíamos la zozobra constante de que en cualquier momento podríamos ser bañadas en el tumultuoso vaho de dicha esencia. Mientras los perfumes amados se evaporan cuando nuestra economía no nos permite ya comprarlos, las colonias de bajo precio en el spray de su magia, tienen el efecto contraproducente de inundarlo todo y de ser imborrables e imperecederas. No sé cómo desapareció de la casa Coral negro, pero continúa el miedo de ser envuelta en sus efluvios miasmáticos. Hay aún algo que impregna la casa con la oscura emanación de Caribe noventero galante y tropi-glamuroso. 
La Cuchara floreada y Coral negro, de formas opuestas -la primera, porque nos peleábamos para tenerla, el segundo, porque nos peleábamos para no tenerlo- fueron objetos entrañables de mi niñez. Las frecuentes discordias entre mis hermanas y yo por futilidades y cachivaches no impidieron que   amemos nuestro hogar, en el que fuimos felices, nos quisimos y apoyamos. A pesar de esporádicas -o continuas, dependía de la época- pero siempre efímeras, riñas, primó lo que hoy llaman sororidad en nosotras. Actualmente, no tengo a nadie con quién pelearme por un objeto decorativo. De alguna manera extraño esa sensación de importancia que da el saberse custodia de un tesoro que más personas anhelan (Cuchara floreada) o de poseer en mis manos el don de rociar, con una hedentina     -potente y destructiva-, a quien me haga daño (Coral negro). 

[1]Gastón Bachelard: La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000, traducción de Ernestina de Champourcin.
[2]Kathy Mezei: “Domestic Space and the idea of Home in Auto/Biographical practices”, en Marlene Kadar, Linda Warley, and Jeanne Perreault: Tracing the Autobiographical, Editorial Wilfrid Laurier University Press, Waterloo, Ontario, 2006, p. 82-83.

2 comentarios:

María del Pilar Arévalo Peña dijo...

Muy bien escogidos los objetos a partir de los cuales relatas las vivencias infantiles en el hogar. Me encanta como escribes.

Pepita Machado dijo...

Gracias muñeca preciosa.