Con
inmenso amor planeamos con tu padre tu llegada y te esperábamos con
ansias como presintiendo que vendrías a alegrarnos la existencia.
Pero el destino es imprevisible, la vida en instantes da la vuelta y de pronto me encontré con el desconcierto.
Cuando tu cuerpito se iba haciendo en mi vientre, y se iba modelando la figura con la que te presentarías en esta vida, arreciaban mis tribulaciones, mis temores y mis dudas y era doloroso saber que compartías conmigo, desde adentro, ese alimento amargo del desasosiego.
Tu llegada a este mundo fue difícil, mi cuerpo se descompensó por la experiencia y lo único que me mantenía en pie era la inmensa dicha de tenerte, de contemplar tu rostro primoroso, de entregarme a tu cuidado con abnegación y ver cómo ibas creciendo y cómo tu energía llenaba la casa de luz.
Tus exigencias avasalladoras, tus cuestionamientos y tus rabietas eran el pan del día; mi madre decía que debía controlar a tiempo tus exageraciones y me daba recetas para intentarlo. Pero yo seguía los dictados de mi corazón y te calmaba con dulzura, haciéndote saber que eras mi querida, mi pequeña, mi santa; en una suerte de compensación, pretendiendo conocer la razón de tus extravagancias.
Transcurrieron tus años en nuestra casa y te revelaste sosegada, tierna, afable; con un cuerpecito de andar pausado que contrastaba con tu mente que volaba como un pájaro recién puesto en libertad y con tu corazón que rebosaba bondad.
Fueron años benditos, preñados de tus ocurrencias, de tus proyectos, de tus inquietudes. Tu espíritu misericordioso nos mantuvo firmes en el hogar que un día, con el corazón henchido de amor, proyectamos para los hijos que nos diera la vida.
Y un día volaste.
Gracias por esta hermosa travesía, gracias por tu presencia que es amor en nuestras vidas, gracias por existir.
Eres toda una mujer libre y valerosa, ahora soy yo quien necesita más bien de tus consejos, pero te guardo en mi corazón como una flor, a la que desearía seguir protegiendo sólo por el inmenso gozo de compartirte en mi vida.
Pero el destino es imprevisible, la vida en instantes da la vuelta y de pronto me encontré con el desconcierto.
Cuando tu cuerpito se iba haciendo en mi vientre, y se iba modelando la figura con la que te presentarías en esta vida, arreciaban mis tribulaciones, mis temores y mis dudas y era doloroso saber que compartías conmigo, desde adentro, ese alimento amargo del desasosiego.
Tu llegada a este mundo fue difícil, mi cuerpo se descompensó por la experiencia y lo único que me mantenía en pie era la inmensa dicha de tenerte, de contemplar tu rostro primoroso, de entregarme a tu cuidado con abnegación y ver cómo ibas creciendo y cómo tu energía llenaba la casa de luz.
Tus exigencias avasalladoras, tus cuestionamientos y tus rabietas eran el pan del día; mi madre decía que debía controlar a tiempo tus exageraciones y me daba recetas para intentarlo. Pero yo seguía los dictados de mi corazón y te calmaba con dulzura, haciéndote saber que eras mi querida, mi pequeña, mi santa; en una suerte de compensación, pretendiendo conocer la razón de tus extravagancias.
Transcurrieron tus años en nuestra casa y te revelaste sosegada, tierna, afable; con un cuerpecito de andar pausado que contrastaba con tu mente que volaba como un pájaro recién puesto en libertad y con tu corazón que rebosaba bondad.
Fueron años benditos, preñados de tus ocurrencias, de tus proyectos, de tus inquietudes. Tu espíritu misericordioso nos mantuvo firmes en el hogar que un día, con el corazón henchido de amor, proyectamos para los hijos que nos diera la vida.
Y un día volaste.
Gracias por esta hermosa travesía, gracias por tu presencia que es amor en nuestras vidas, gracias por existir.
Eres toda una mujer libre y valerosa, ahora soy yo quien necesita más bien de tus consejos, pero te guardo en mi corazón como una flor, a la que desearía seguir protegiendo sólo por el inmenso gozo de compartirte en mi vida.
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