En la obra “hablemos del dolor” de la artista Sara
Roitman, con la curaduría de Hernán Pacurucu, se aborda en el mes de marzo la
violencia de género, como una forma de dolor. “Violencia no”, es el contundente
título, de una composición gráfica original, inquietante y conmovedora.
Me parece, al verla, que se inspira en la idea de Marcela
Lagarde sobre los cautiverios de las mujeres, que se concretan en la relación
de las mujeres con el poder y, en sus palabras, “se caracterizan por la
privación de la libertad, por la opresión. Las mujeres están cautivas porque
han sido privadas de autonomía vital, de independencia para vivir, del gobierno
sobre sí mismas, de la capacidad de decidir sobre los hechos fundamentales de
sus vidas y del mundo”.
Así, a
pesar de las enormes diferencias que hay entre nosotras, dadas por nuestro
origen, edad, etnia, identidad sexual, posibilidades económicas, pertenencia
social, geográfica, (dis)capacidad, experimentamos formas compartidas y particulares
de opresión y de dolor, que no todo el tiempo son vividas con pesar, porque se
han suavizado con el discurso del amor, en un juego ambivalente.
Luigi
Ferrajoli, jurista italiano, afirma que el dolor y el sufrimiento son el
fundamento y el origen de los derechos humanos: “ninguno ha caído desde arriba,
como graciosa concesión. (…) Todos –desde la libertad de conciencia hasta la libertad
personal, desde los derechos sociales hasta los derechos de las y los
trabajadores, han sido el fruto de luchas y revoluciones alimentadas por el
dolor, es decir, por opresiones, discriminaciones y privaciones precedentemente
concebidas como ‘normales’ o ‘naturales’ que en un cierto punto se vuelven
intolerables. Todos se han impuesto como leyes del más débil contra la ley del
más fuerte, que regía y regiría en su ausencia. Los derechos garantizan a
todos, a todas, contra la violencia del más fuerte”.
La lucha por los derechos de las mujeres es una de esas
revoluciones alimentadas por dolores, históricos y actuales. La violencia de
género, amenaza la vida, la salud, el bienestar y el ejercicio de derechos de
las mujeres. Es perpetrada en la mayoría de casos por quienes dicen amarnos y
protegernos: nuestras parejas, esposos, padres, novios, familiares, amigos. En
otros casos, es sufrida en el espacio público. El único factor de riesgo es ser
mujer. Cuando nos agreden desconocidos, la opinión pública y hasta hace poco,
el discurso jurídico dominante, en lugar de aceptarla como responsabilidad del agresor
y de una violencia estructural silenciada por la complicidad de estados de
impunidad, trasladan la culpa a la víctima. Nos mataron por andar “solas”, por
andar de noche, por vestir minifalda, por andar en tanga, por ser putas, en una
palabra. El imaginario patriarcal ha dividido simbólicamente a las mujeres en
dos grupos antagónicos: las santas (las Marías) quienes se ajustan a los
estereotipos de abnegación, de obediencia, de entrega. Las putas, (las Evas),
quienes desafían los destinos impuestos a las mujeres, quienes salen, viajan,
dicen que sí o que no, cuando quieren, las que desobedecen. Si las Marías o las
Evas somos violentadas, es nuestra culpa. Si nos violenta quien es de nuestro
círculo íntimo, es nuestra culpa “por dejarnos”. Si nos violentan fuera, en la
calle, en un viaje, en un espacio público, es nuestra culpa “por exponernos”. En
ambos casos, se piensa que nosotras “provocamos”.
Confío en el arte como un transmisor estético y político
de denuncias sociales. El arte libre siempre va más allá de la corrección
política de los discursos oficiales. Hay veces en las que las mujeres tenemos
que actuar estratégicamente, con “sutileza”. No ser crudas, “porque la sociedad
es sensible”. No pelear, porque quedamos como histéricas o causamos rechazo. No
decir que nos están matando, porque es una exageración, sólo algunas son
asesinadas. No culpar a los hombres, porque no todos los hombres matan. Sólo
algunos. No sentirnos potenciales víctimas, porque estamos paranoicas: solo
matan a las mujeres que “algo hicieron” para que les pase.
El doble feminicidio ocurrido en Montañita, ha sido
motivo de una gran movilización social. Por primera vez muchas mujeres –y
muchos hombres- que no se sentían tocados, tocadas por los discursos feministas
de denuncia de la violencia de género, han sido interpelados. Porque si les
pasó a ellas, me puede pasar a mí, o le puede pasar a mi hija, a mi hermana, a
mi compañera. Porque no quiero ser cómplice con mi silencio o con mis acciones
de la violencia a las mujeres. La obra de Sara Roitman ubica en el centro del
debate, en una avenida concurrida, frente a la mirada de todos/as, lo que se
quiere que ocultemos. Lo que hasta hace poco era “doméstico”, “privado” o
“pasional”.
Por eso es emocionante y conmovedora. Esperamos que esa
emoción desborde y que la conmoción nos llame a actuar, para liberarnos
individual y colectivamente, de los cautiverios de las mujeres, de todas.
María José Machado Arévalo
29 de marzo
de 2016
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